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EL LLAMADO DE JESÚS ES RADICAL

EL LLAMADO DE JESÚS ES RADICAL

 

Según describen los Evangelios, Jesús, bautizado por Juan, marchó al desierto del Jordán, en donde ayunó cuarenta días para prepararse para su ministerio y allí fue tentado por Satanás, luego se dirigió a Galilea lleno del poder del Espíritu Santo, y se hablaba de él por toda la tierra de alrededor

Mr 6,1-6 lo relata así: Jesús se fue de allí a su propia tierra, y sus discípulos le acompañaron. Cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oir a Jesús, se preguntaba admirada: ¿Dónde ha aprendido este tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros? Y no quisieron hacerle caso. Por eso, Jesús les dijo: En todas partes se honra a un profeta, menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa.

No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de sanar a unos pocos enfermos poniendo las manos sobre ellos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él.”

Jesús desconcertó a sus vecinos y no encontró en ellos acogida. Esta fue, tal vez, una de las razones por las que se desplazó a la región del lago de Galilea. Enseñaba en la sinagoga de cada lugar, y todos le alababan. En Cafarnaún un poblado pesquero a orillas del mar de Galilea, al norte del actual Israel, y sus alrededores comenzó a enseñar y a realizar milagros sanando a muchos enfermos y mucha gente de Galilea, de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del oriente del Jordán y de la región de Tiro y Sidón lo seguía. Luego empezó a llamar a sus primeros discípulos para que le siguieran en el proyecto que se había ido gestando en su corazón después de abandonar al Bautista. Llamó a doce, para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje y les dio el nombre de apóstoles. Estos se fueron acercando a Jesús de formas diferentes. A algunos los llamó él mismo arrancándolos de su trabajo. Otros se acercaron animados por quienes ya se habían encontrado con él, como Simón, a quien su hermano Andrés llevó a ver a Jesús, como dice Jn 1,35-51, en donde se lee:

Juan (el Bautista) se encontraba de nuevo en el mismo lugar con dos de sus discípulos, y mientras Jesús pasaba, se fijó en él y dijo: “Ese es el Cordero de Dios.”  Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús.

Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscan?” Le contestaron: “Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde te alojas?” y Jesús les dijo: “Vengan y lo verán.” Fueron, vieron dónde se alojaba y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde.

Andrés, el hermano de Simón Pedro, uno de los dos que siguieron a Jesús por la palabra de Juan, encontró a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús.

Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas” (que quiere decir Piedra). Al día siguiente Jesús resolvió partir hacia Galilea. Se encontró con Felipe que era de Betsaida, el pueblo de Andrés y de Pedro y le dijo: “Sígueme.”

 

Betsaida, según el Nuevo Testamento, además de ser el hogar de esos tres apóstoles, también fue el lugar en el que Jesús sanó a un ciego, y en las proximidades, en un monte desierto, donde obró el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.

El historiador judío Flavio Josefo, quien vivió en el siglo I d.C., explica que Herodes Antipas, el hijo de Herodes el Grande, transformó Betsaida, una aldea de pescadores a orillas del lago de Genesaret o mar de Galilea, en una ciudad romana que recibió el nombre de Julias, en honor a Julia, la hija de Julio César.

 

Luego, Felipe se encontró con Natanael y le dijo: “Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la Ley y también los profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret.”  Natanael le replicó: “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?”  Y Felipe le contestó: “Ven y verás.”

Cuando Jesús vio venir a Natanael, dijo de él: “Ahí viene un verdadero israelita: en quien no hay engaño.” Entonces Natanael le preguntó: “¿Cómo me conoces?” Jesús le respondió: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, yo te vi.” Natanael exclamó: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.”

Y Jesús le dijo: “Tú crees porque te dije que te vi bajo la higuera, sin embargo, verás cosas mayores que éstas. En verdad les digo que ustedes verán los cielos abiertos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre.”

Este relato también lo encontramos en Mr 1,16-20 aunque esa versión, es diferente y más breve.

Otros se ofrecieron por propia iniciativa, a esos, Jesús les hizo tomar conciencia de las dificultades que suponía seguirle, como cuando un hombre le dijo a Jesús: Señor, deseo seguirte a dondequiera que vayas. Jesús le contestó: Las zorras tienen cuevas y las aves tienen nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza. Y a otro le dijo: Sígueme. Pero él respondió: Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve y anuncia el reino de Dios. Otro le dijo: Señor, quiero seguirte, pero primero déjame ir a despedirme de los de mi casa. Jesús le contestó: El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios.” Lc 9,57-62 // Mt 8,18-22 Estas, son las mismas dificultades que hoy debemos enfrentar nosotros al responder a su llamado.

En cuanto a las mujeres, probablemente se acercaron atraídas por su acogida y con gran sorpresa para muchos, Jesús las aceptó en su grupo de seguidores. Sin embargo, el grupo de los doce se formó por iniciativa exclusiva de Jesús. Su llamada era decisiva. Jesús no se detuvo a dar explicaciones, no les dijo para qué los llamó ni les presentó programa alguno. No les sedujo proponiéndoles metas atractivas o ideales nobles. Lo irían aprendiendo todo al caminar junto a él. El solamente los llamó a seguirle. Jesús no era un desconocido para ellos cuando los llamó puesto que ya tenían alguna idea de él por lo que habían escuchado o por lo que le habían visto hacer.

Los Evangelios presentan a Jesús actuando con una autoridad sorprendente. No expresó motivos ni razones y tampoco admitió condiciones. Había que seguirle de inmediato. Su llamada exigió disponibilidad total, fidelidad absoluta y obediencia por encima incluso de deberes religiosos considerados como sagrados. Jesús los fue llamando estimulado por la pasión por el reino de Dios. Quería poner inmediatamente en marcha un movimiento que anunciara la Buena Noticia de Dios. La gente tenía que experimentar ya su fuerza curadora; había que sembrar en los pueblos los signos de misericordia.

La llamada de Jesús era radical como lo es ahora. Los que le seguían debían abandonarlo todo. Jesús iba a señalarles un nuevo camino a sus vidas. Los arrancó de la seguridad y los lanzó a una existencia impensada. El reino de Dios estaba llegando. Nada los debía distraer. A partir del llamado estarían al servicio del reino de Dios, incorporados íntimamente a la vida y a la tarea profética de Jesús.

El que Jesús haya llamado a algunos, puso en marcha un movimiento al servicio del reino de Dios. Es importante hacer notar que los relatos de Marcos 1,16-20 y de Mateo 4,18-22, que describen la llamada de Jesús, son historias que siguieron el esquema de la llamada del profeta Elías a Eliseo que se encuentra en 1 Re 19,19-21: “Elías encontró a Eliseo, hijo de Safat, cuando estaba arando una parcela de doce medias hectáreas y llegaba a la última. Elías, al pasar, le echó su manto encima. Eliseo entonces abandonó los bueyes, corrió tras Elías y le dijo: «Déjame ir a abrazar a mi padre y a mi madre y te seguiré.» Respondió Elías: «Vuélvete, si quieres; era algo sin importancia.» Pero Eliseo tomó los bueyes y los sacrificó. Asó su carne con la madera del arado y la repartió a su gente para que comiera. Después partió en seguimiento de Elías y entró a su servicio.”

Al hacerlo así, tanto Marcos como Mateo, recalcaron las exigencias del discipulado y la ejemplaridad de la respuesta, para alentar a aquellos llamados por Jesús, y que serían los misioneros itinerantes que, siguiendo su estilo, más adelante continuaron anunciando el Evangelio en las regiones de Siria y Galilea, y también para, con el ejemplo de Eliseo, mostrar lo que se esperaba de los conversos que abandonaban su propia familia judía por unirse a la nueva fe en Jesucristo.

Jesús les invitaba a dejar la casa donde vivían, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar como figura en Mr 10,28-30, cuando Pedro le dijo a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte.»

Y Jesús le contestó: «En verdad les digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa. Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna.”

Hacerlo no fue fácil. La casa era la institución básica donde cada individuo tenía sus raíces; de ella recibían todos su nombre e identidad; en ella encontraban la ayuda y solidaridad de los demás parientes. La casa era todo: refugio afectivo, lugar de trabajo y símbolo de la posición social. Romper con la casa era una ofensa grave para la familia y una deshonra para todos. Pero sobre todo significaba lanzarse a una inseguridad total. Jesús lo sabía por propia experiencia, y no se lo ocultó a nadie como encontramos en Lc 9,58 y Mt 8,20: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros del cielo nido, pero el Hijo del hombre no tiene ni siquiera donde recostar su cabeza”. Algunos autores ven en estas palabras una crítica a los dos grupos sociales que están despojando a los campesinos de sus tierras y casas: los “pájaros” son imagen de los paganos asentados en las ciudades de Galilea y los “zorros” imagen de los gobernadores herodianos.

Jesús que vivía con menos seguridad que los animales pues no tenía casa, comía lo que le daban y dormía donde podía, no ofrecía a sus seguidores honor ni seguridad. Quienes decidieron seguirle vivieron como él, al servicio de los que no tienen nada. Eso no significa que algunos seguidores de Jesús no tuvieran casa antes de seguirle. Y puesto que en la Galilea de los años treinta abundaban los mendigos, los vagabundos, los bandoleros y otras gentes sin domicilio fijo, no es extraño que, viviendo en esas condiciones de desamparo y marginación, a Jesús y los suyos, se les acercaran fácilmente ese tipo de personas.

Abandonar la casa era desentenderse de la familia, no proteger su honor, no trabajar para los suyos ni contribuir a la conservación de su patrimonio. ¿Cómo les pudo hablar Jesús de “abandonar las tierras”, el bien más preciado para aquellos campesinos, el único medio que tenían para subsistir, lo único que reporta a la familia un prestigio social? Lo que les pidió fue excesivo: un gesto de ingratitud y de irresponsabilidad; una vergüenza para toda la familia y una amenaza para su futuro. Pero Jesús estaba consciente de los conflictos que podía provocar en aquellas familias patriarcales.

Incluso llegó a decirles: No piensen que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra. Cada cual verá a sus familiares volverse enemigos. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.”. «Si alguno quiere venir a mí y no se desprende de su padre y madre, de su mujer e hijos, de sus hermanos y hermanas, e incluso de su propia persona, no puede ser discípulo mío. El que no carga con su propia cruz para seguirme, no puede ser discípulo mío.” (Lc 14,26 y 27 y Mt 10,34-37).

Estas palabras de Jesús no tienen paralelo en el judaísmo de la época y atentaron contra el pilar más firme de aquella sociedad. Los conflictos entre padres e hijos eran los más graves, pues socavaban la autoridad del padre; así como las tensiones entre madres e hijas repercutían en la disciplina interna del hogar. Las relaciones entre suegras y nueras no eran siempre fáciles, pero su importancia era muy grande para lograr la integración de la esposa en la casa del marido. Una familia desunida perdía la estabilidad necesaria para proteger a sus miembros y defender su honor. La familia pedía fidelidad total pero Jesús no lo veía así. La familia no es lo primero; no está por encima de todo. Hay algo mucho más importante: ponerse al servicio del reino de Dios. Lc 9,62 ha conservado un dicho desconcertante de Jesús: “Quien no odia a su padre y a su madre, a su hijo y a su hija, no puede ser discípulo mío”. Esta respuesta destaca la radicalidad de Jesús en contraposición a Elías, que permitió a su discípulo Eliseo se despidiera de sus familiares (1 Re 19,20). Esa invitación a perseverar mostró anticipadamente la situación que se vivió después de la muerte de Jesús.

Jesús exigió a sus discípulos fidelidad a su persona por encima de la fidelidad a sus propias familias. Y lo mismo nos pide hoy, si se produce un conflicto entre ambas fidelidades, hemos de optar por él, como hicieron aquellos hombres. Jesús está pidiendo hoy como hace casi dos mil años les pidió a sus discípulos, que le sigamos y le amemos, que le seamos fieles, incluso aunque esto lleve consigo ruptura y oposición a la familia.

A un posible discípulo, Jesús ni siquiera le dejó despedirse de su familia. En realidad, lo que pide aquel hombre no es tener un gesto de cortesía con los suyos. Lo que quiere es plantear a su familia la posibilidad de seguir a Jesús. Desea ser su discípulo, pero antes ha de obtener la aprobación de los suyos y la bendición de su padre. ¿Cómo iba a tomar una decisión tan grave sin contar con ellos? Pero Jesús le responde de manera terminante: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es digno para el reino de Dios”.

Jesús habló de los conflictos que su llamada podía provocar en las familias porque, sus familiares no entendían su comportamiento como nos deja ver Mr 3,21.31-35 que dice: “Sus parientes fueron a buscarlo para llevárselo, pues decían: «Se ha vuelto loco.» 

Entonces llegaron su madre y sus hermanos, se quedaron afuera y lo mandaron a llamar. Como era mucha la gente sentada en torno a Jesús, le transmitieron este recado: «Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y preguntan por ti.» Él les contestó: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios es hermano mío y hermana y madre.»

Y Jn 7,5 concuerda con lo señalado por Marcos cuando nos informa de que “ni siquiera sus hermanos creían en él”.

Ese comportamiento radical de Jesús, que pedía también a sus seguidores, lo muestra también Lc 9,57-62, que dice: “Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.» Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.»

Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.» le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vé a anunciar el Reino de Dios.»

Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia.» Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»  La frase “deja que los muertos entierren a sus muertos” es un juego de palabras enigmático. Probablemente se refería a que los muertos que han de enterrar a sus muertos son los que todavía no han entrado en la vida del reino de Dios. Debemos pensar entonces que, también hoy están “muertos” los que todavía no han entrado en la vida del reino de Dios.

Tal vez, en casa de algunos seguidores de Jesús se originaron conflictos parecidos a los que él vivió en la suya. Esto significa, que aquel extraño grupo liderado por Jesús no siempre contó con la simpatía de los suyos y pudieron también considerarlos un poco locos.

Para que comprendamos la razón del señalamiento de los suyos, de que Jesús se había vuelto loco, debemos recordar las tradiciones a las que se enfrentó. Él sabía que aquellas familias patriarcales estaban controladas por la autoridad indiscutible del padre, que era el primer defensor del honor de la familia, el guardián de su patrimonio, el coordinador del trabajo y que todos vivían sometidos a su autoridad. Por lo que cuando Jesús pidió a los discípulos abandonar a su padre, les estaba exigiendo ir contra el primer deber de todo hijo, que es el respeto, la obediencia y la sumisión total a su autoridad. Entonces, desafiar el poder supremo del padre dejándolo solo, no era solo signo de profunda ingratitud; era, además, una ofensa pública que nadie podía aceptar. Por lo que debió provocar un verdadero escándalo la respuesta de Jesús al que le pedía ir a “enterrar a su padre” antes de incorporarse a su seguimiento: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reino de Dios”. Enterrar al padre era la obligación más importante y sagrada de un hijo: las honras fúnebres, presididas por el hijo, constituían el momento solemne en que la autoridad del padre y su control de la familia pasaban al heredero. Pero, probablemente, lo que aquel hombre le pide a Jesús no es asistir al entierro de su padre recién fallecido, lo que le habría entretenido solo unos días. Debamos comprender que lo que le planteó es, más bien, seguir atendiendo a su padre hasta sus últimos días, pues ausentarse de casa sin cumplir esta obligación sagrada, era un atentado contra la continuidad y el honor de la familia. La respuesta de Jesús indicaba con absoluta claridad que “El proyecto de Dios es lo primero. No sigas cuidando el «mundo del padre», esa familia patriarcal autoritaria y excluyente. Tú vete a anunciar el reino de Dios, esa familia nueva que Dios quiere abierta a los más débiles y huérfanos. Deja a tu padre y dedícate a los que no tienen padre que los pueda defender.

La llamada radical de Jesús no tenía nada que ver con la severidad promovida por los maestros de la ley. No estaba inspirada por un ideal de vida superior a los demás. No pretendía cargar la vida de sus seguidores con leyes y normas más exigentes. Les llamó a compartir su pasión por Dios y su disponibilidad total al servicio de su reino. Quería encender en ellos el fuego que ardía en su corazón. Él estaba dispuesto a todo por el reino de Dios, y quería ver en el grupo de sus seguidores la misma pasión. Y esto queda de manifiesto en frases que lo dicen todo, como la que encontramos en Mr 8,35 en donde Jesús dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará”. Pocos dichos están tan atestiguados como este, pues, además de este texto de Marcos, aparece con pequeñas diferencias en los otros tres Evangelios. En Lc 17,33, en donde dice: Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará”; en Mt 10,39 en donde leemos: El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.” y en Jn 12,25 que dice: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

Con esta afirmación, Jesús estaba invitando a sus discípulos a vivir como él. Y esa invitación es válida para nosotros hoy. Un discípulo que se aferre a su vida por la seguridad, metas y expectativas que ésta le ofrece, puede perder el mayor bien de todos: la vida dentro del proyecto de Dios, la eternidad en su presencia. Un discípulo que lo arriesga todo y pierde de hecho la vida que lleva hasta ahora, encontrará con Dios, la vida de paz, gozo, amor y muchas otras bendiciones.

Los discípulos le escucharon algo más gráfico que sin duda les estremeció: “Si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Mr 8,34; Lc 14,27 y Mt 10,38. Pero notemos que al seguidor le pide que cargue con “su” propia cruz, no con “la cruz de Jesús”.

Esto significa que un discípulo de Jesús debe olvidarse de sí mismo, renunciar a sus intereses y vivir centrado en Jesús y en sus enseñanzas, porque, al aceptarlo como Señor, su vida pasa a ser de Jesús; por lo que deberá vivir siguiéndole y obedeciéndole. Hasta aquí el llamado era atractivo. Lo inquietante era lo que Jesús expresaba a continuación: “Tome su cruz y sígame”, porque conocían el terrible espectáculo del condenado que, azotado y ensangrentado, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde, fijado en tierra, esperaba el madero vertical. Lo sabían porque antes y después de Jesús, Palestina estuvo salpicada de cruces. Todos sabían con qué facilidad se crucificaba a esclavos, ladrones, rebeldes y gentes que ponían en peligro la paz y recordaban aquellos días terribles en que el general Varo había crucificado a dos mil judíos alrededor de Jerusalén. Jesús eligió ese lenguaje tan gráfico para que quedara grabado en la mente de sus discípulos lo que esperaba de ellos: una disponibilidad sin límite para seguirle, asumiendo los riesgos, la oposición, los insultos y, tal vez, la muerte.

Además al decirles “Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aún más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo”, Lc 12,53  les hizo saber que su destino era compartir la misma suerte que los muchos que eran “crucificados” en aquella sociedad. Pero también les anunció que juntos entrarían en el reino de Dios. Esa promesa es también para quienes ahora le sigan, y aunque no es probable que vayamos a ser crucificados al ser fieles cumplidores de sus enseñanzas y de los mandamientos, sí enfrentaremos oposición, burlas, rechazo y malos tratos. Además, deberemos luchar contra de las tentaciones que vendrán del mundo que nos rodea, y contra nuestra propia carne que pretenderá que vivamos para agradarnos a nosotros mismos siguiendo nuestros malos deseos.

Al respecto dice San Pablo: Vivan según el Espíritu, y no busquen satisfacer sus propios malos deseos. Porque los malos deseos están en contra del Espíritu, y el Espíritu está en contra de los malos deseos. El uno está en contra de los otros, y por eso ustedes no pueden hacer lo que quisieran.” Pues Los que son de Cristo Jesús, ya han crucificado la naturaleza del hombre pecador junto con sus pasiones y malos deseos. Por lo tanto, no dejen ustedes que el pecado siga dominando en su cuerpo mortal y que los siga obligando a obedecer los malos deseos del cuerpo.  Gal 5,16-17; 24 y Ro 6,12; Y San Pedro hace ver en 2Pe 2,10 queEl Señor castigará sobre todo a los que siguen deseos impuros y desprecian su autoridad.”

El Señor no desea ni a débiles ni a tímidos caminando con Él. Él quiere hombres y mujeres decididos y valientes, que sepan dominarse a sí mismos y mantenerse firmes en la voluntad de Dios, por eso, así como le dijo a Josué, nos dice hoy a nosotros: “Yo soy quien te manda que tengas valor y firmeza. No tengas miedo ni te desanimes porque yo, tu Señor y Dios, estaré contigo dondequiera que vayas. Jos 1,9 

El Señor Jesús te llama a que lo sigas. Toma tu decisión como hicieron aquellos que lo siguieron por Galilea y disfruta de la vida plena que Jesús vino a darte. Que así sea.

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