LOS DOCE LLAMADOS POR JESÚS
LOS DOCE LLAMADOS POR JESÚS
Los doce hombres escogidos por Jesús con la dirección de Dios, a quienes llamó apóstoles, fueron considerados después de la ascensión de Jesús, como los jefes superiores de la Iglesia primitiva y directos depositarios o custodios de la tradición cristiana. Fueron también el núcleo más importante y estable de los discípulos de Jesús. De la mayoría de ellos no se tiene información relevante como individuos, ya que los textos sagrados dan más importancia al grupo que a cada uno de sus miembros. Luego de ser llamados, los doce se movían como la sombra de Jesús y su presencia alrededor de él es símbolo de la esperanza que llevaba en su corazón, que era “la restauración de Israel como semilla del reino de Dios.”
Jesús se hizo rodear por este grupo de doce a quienes llamó personalmente, como aparece en los Evangelios de Mr y Lc, así como en 1 Cor 15,5. Y Mt proporciona los nombres del grupo en 10,2: “Primero Simón, llamado también Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el que cobraba impuestos para Roma; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón el cananeo, y Judas Iscariote, que después traicionó a Jesús.”
Casi todos los que integraron el grupo de los Doce eran galileos. Judas pudo ser la excepción, si Iscariote se traduce como “hombre de Keriot”, una pequeña aldea de Judea, en la región de Hebrón, lejos de Galilea. Varios de ellos eran pescadores, los demás campesinos de aldeas cercanas. Los Doce eran gentes sencillas y poco cultas que viven de su trabajo. La excepción sería Leví, recaudador de impuestos de Cafamaún, identificado como Mateo, en el evangelio 9,9. Tampoco había entre ellos escribas ni sacerdotes. Pero podemos decir por lo que narran los Evangelios, que había diferencias entre ellos. La familia de Santiago y Juan pertenecía a un nivel social elevado, puesto que su padre, llamado Zebedeo, poseía una barca propia y tenía jornaleros que trabajaban para él. Probablemente mantenía relación con las familias que se dedicaban a la salazón de pescado en Betsaida y Tariquea (Magdala). Pedro y su hermano Andrés pertenecían, por el contrario, a una familia de pescadores pobres, sin barca propia. Solo unas redes con las que pescaban desde la orilla en aguas poco profundas. Así vivían muchos vecinos de las riberas del lago y estos dos hermanos trabajaban juntos. Habían venido de Betsaida buscando probablemente más facilidades para su modesto trabajo. Pedro se había casado con una mujer de Cafarnaún y vivían formando una familia múltiple en casa de sus suegros, por lo que lo único que dejan para seguir a Jesús son sus redes (Mr 1,18). Solo Lucas habla de “la barca de Pedro”, cuando dice en 5,3: “Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la alejara un poco de la orilla. Luego se sentó en la barca, y desde allí comenzó a enseñar a la gente.” Aunque según los estudios más recientes hacen ver que esa información parece un apunte del redactor.
El grupo era pues muy variado. Algunos, como Pedro, estaban casados, otros eran solteros. La mayoría había abandonado a toda su familia, pero Santiago y Juan fueron con su madre Salomé, lo mismo que Santiago el menor y su hermano José, a los que acompañaba su madre María. La mayoría provenían de familias judías tradicionales y llevaban nombres hebreos; sin embargo, Simón, Andrés y Felipe, nacidos los tres en Betsaida, parecen haber vivido en ambientes más helenizados por lo que llevan nombres griegos, y como es probable que hablaran griego, en alguna ocasión pudieron hacer de intermediarios entre peregrinos griegos y Jesús como dice Jn 12,20-22, en donde leemos: “Entre la gente que había ido a Jerusalén a adorar durante la fiesta, había algunos griegos. Estos se acercaron a Felipe, que era de Betsaida, un pueblo de Galilea, y le rogaron: Señor, queremos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés, y los dos fueron a contárselo a Jesús.”.
La convivencia entre ellos no siempre fue fácil, por ejemplo, Simón, el “Cananeo”, llamado seguramente así por su celo en el cumplimiento de la Torá, tuvo que aceptar estar al lado de Leví, el recaudador de impuestos, aprendiendo así a vivir con la actitud de Jesús, que insistía en acoger a gente tan indeseable como los pecadores, publicanos y prostitutas. Por otra parte, Santiago y Juan, a los que llamaba Boanerges o “hijos del trueno”, eran probablemente de carácter impetuoso y crearon tensiones en el grupo por su pretensión de ocupar un puesto relevante junto a Jesús (Mr 10,35-40).
El término arameo qan’ana significa “celoso” y “entusiasta”, y que se traduce al griego zelotés, ha hecho pensar a muchos que Simón era un terrorista zelota, pero esta interpretación es falsa, pues el movimiento revolucionario zelota surgió mucho más tarde, concretamente durante el invierno del 67 al 68 d. C. en Jerusalén, en la primera guerra judía. Según un relato recogido solo en Lc 9,52-56, en cierta ocasión Jesús tuvo que reprenderlos severamente, pues, al ver que una aldea de Samaria se negaba a ofrecerles hospitalidad, le preguntaron: “¿Quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?”. El episodio narrado por Lucas destaca la actitud pacífica de Jesús, tan diferente del profeta Elías, que, en dos ocasiones, había mandado “bajar fuego del cielo” para “devorar” a los soldados que enviaba el rey para detenerle (2 Re 1,9-12).
Por lo que podemos leer en los Evangelios, Jesús tuvo una relación especial con Pedro y la pareja de hermanos formada por Santiago y Juan. Los tres pescaban en la misma zona del lago y se conocían antes de encontrarse con Jesús. Con ellos era con los que más a gusto se sentía. Los trataba con gran confianza. A los tres les puso apodos curiosos: a Simón le llamó “roca” y a los dos hermanos “hijos del trueno”. El nombre de Kefas “Pedro”, que significa Roca, se convirtió en el nombre propio de Simón, y así se le llamó siempre en las comunidades cristianas. Sin embargo, curiosamente, cuando Jesús se dirige a él, le llama regularmente por su nombre original, Simón, y nunca le dice Pedro o Cefas.
Del grupo de los doce, Pedro emerge desde el principio como un personaje que humanamente no es quizá el más dotado para la misión que se le va a asignar. Al verlo por primera vez, Jesús le saluda llamándole Kefas, «roca», sin dar explicación de ello como nos traslada Jn 1,42, en donde dice: “Andrés llevó a Simón a donde estaba Jesús; cuando Jesús lo vio, le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan, pero tu nombre será Cefas que significa: Pedro.”
Más tarde, Jesús explicó el sentido de este sobrenombre simbólico cuando Pedro le respondió a Jesús, “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Jesús le dijo: Y tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a construir mi iglesia; y ni siquiera el poder de la muerte podrá vencerla.” Mt 16,16 y 18. Y Pedro llegó a ser la piedra inconmovible sobre la que se asentó la Iglesia.
En efecto, ya durante la vida de Jesús, Pedro destaca entre el resto de apóstoles. Y como podemos comprobar en Mt 3,16; 10,2; Lc 6,14 y Hch 1,13, aparece primero en la lista de los Doce; también en Hch 5, 29; Mc 1,36; Lc 9,32 y 8,45 se habla de «Pedro y los demás apóstoles».
En Mc 8,29 Pedro respondió en nombre de los Doce, “Tú eres el Mesías”, como si fuera el portavoz de éstos ante el Maestro; en la escena de la Transfiguración que narra Mc 9,5 fue el que propuso levantar tres tiendas. Fue también Pedro quien en nombre de los Doce preguntó cuántas veces hay que perdonar Mc 18,21; y también en nombre de los Doce, quien pidió a Jesús que explicara la parabola del criado fiel y del criado infiel, como leemos en Lc 12,41.
Los que cobraban el impuesto para el templo se dirigieron a Pedro como persona más representativa del grupo para preguntarle si Jesús pagaba el impuesto para el templo; y fue Pedro el que recogió la moneda del pez para pagarlo (Mt 17,24-27).
Para dejar Constancia de la importancia de Pedro ante el grupo de los doce, Mc 16,7 dice que después de la resurrección, el ángel dijo a las mujeres que visitaban el sepulcro: “Vayan y digan a sus discípulos, y a Pedro: ‘Él va a Galilea para reunirlos de nuevo; allí lo verán, tal como les dijo.” Finalmente, Jesús le nombró «pastor» de su grey, cuando le dijo: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Cuida de mis corderos. Volvió a preguntarle: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Cuida de mis ovejas. Por tercera vez le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro, triste porque le había preguntado por tercera vez si lo quería, le contestó: —Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Cuida de mis ovejas.” Jn 21,15-17, dando así cumplimiento a las palabras que le había comunicado en la última Cena: cuando le dijo “Simón, Simón, mira que Satanás los ha pedido a ustedes para sacudirlos como si fueran trigo; pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, cuando te hayas vuelto a mí, ayuda a tus hermanos a permanecer firmes.” Lc 22,31-32.
Ahora bien, los Evangelios contribuyeron a crear la impresión de Pedro como un hombre espontáneo y honesto, decidido y entusiasta en su adhesión a Jesús, y al mismo tiempo capaz de dudar y de sucumbir a la crisis y al miedo. En sus labios se pone la afirmación más solemne de fe en Jesús: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”, y la negación más rotunda: “No conozco a ese hombre” Mt 16,16 y Mr 14,71, respectivamente. Su actuación en la Iglesia primitiva presenta también luces y sombras: dirigente celoso y resuelto de la Iglesia de Jerusalén y, al mismo tiempo, capaz de actuaciones que, al menos a los ojos de Pablo, eran ambiguas y poco claras. Todo ello le ha proporcionado desde siempre un atractivo especial entre los cristianos. Después de sufrir prisión varias veces en Jerusalén, marchó a Antioquía y más tarde a Roma, donde murió martirizado en tiempos del emperador Nerón, entre los años 64 y 68, tal vez en la colina del Vaticano.
Según la tradición cristiana, solo los 3 íntimos de Jesús, Pedro, Santiago y Juan, estuvieron presentes en acontecimientos tan especiales como la “transfiguración” de Jesús en lo alto de una montaña de Galilea y durante su oración angustiosa al Padre en Getsemaní la noche en que fue detenido como se lee en Mr 9,2 y 14,33.
Por otra parte, en Mr 1,16-20; 1,29; 13,3 se habla de otro grupo especial formado por las dos parejas de hermanos: Pedro y Andrés, Santiago y Juan.
¿Qué pretendía Jesús al rodearse de este grupo inseparable de doce varones? Sin duda todos veían en aquel grupo un símbolo sugestivo que, de alguna manera, evocaba a las doce tribus de Israel, por lo que, tal vez Jesús pensaba en este pequeño grupo como el símbolo de un nuevo comienzo para Israel. Una vez restaurado y reconstruido, este pueblo tan querido por Dios se convertiría en el punto de arranque de un mundo nuevo en el que su reinado llegaría hasta los confines del mundo. Asociados por Jesús a su misión de anunciar la llegada de Dios y de curar a las gentes, estos Doce fueron poniendo en marcha de manera humilde, pero real, la verdadera restauración de Israel.
Al ver a Jesús caminando por sus pueblos rodeado de los Doce, en muchos se despertaba un sueño largamente acariciado: ver de nuevo reunidos a todos los judíos formando un solo reino, como en tiempos de David aproximadamente 1000 a. C.
Israel se consideraba formado por doce tribus nacidas de los doce hijos de Jacob, pero desde el siglo VIII a. C. no era así. El año 721 a. c., los asirios habían destruido el reino del norte (Israel), llevándose al destierro a las tribus que lo constituían. El año 587 a. c., los babilonios invadieron el reino del sur (Judá) y deportaron a Babilonia a las tribus de Judá y Benjamín. El pueblo ya no volvió nunca a ser el mismo, aunque en el 538 a. C. volvieron algunos de los desterrados y emprendieron la reconstrucción del templo, pero Israel era ya un pueblo roto, con sus hijos e hijas dispersos por todo el mundo y así fue como lo conoció Jesús. Aquellas aldeas de Galilea solo eran una pequeña porción del pueblo judío, y él deseaba llegar a todo Israel, también hasta quienes vivían desperdigados por el Imperio. Eran hijos de la “diáspora”, de la “Dispersión”. ¿Llegarían a ser de nuevo un pueblo reunido por Dios?
En tiempos de Jesús, los judíos de la diáspora eran más de cuatro millones, dos veces más que los habitantes de Palestina. Se sentían miembros de las diversas tribus de Israel, aunque muchos habían perdido el recuerdo de sus antecesores. Formaban más de 150 colonias, algunas de gran importancia, como las de Babilonia, Antioquía, Alejandría, Roma, Éfeso, Esmirna o Damasco.
Los profetas habían mantenido siempre viva esta esperanza en la conciencia del pueblo como dice el libro de Is 11,12: “El Señor Levantará una señal para las naciones y reunirá a los israelitas que estaban desterrados; juntará desde los cuatro puntos cardinales a la gente de Judá que estaba dispersa.” Se puede encontrar la misma esperanza en los libros de Miq 2,12; Jr 31,1 y Ez 20,27-44.
En tiempos de Jesús se seguía esperando el milagro. Jesús conocía el texto de Is que dice en 27,13: “Aquel día se tocará la gran trompeta, y los que estaban perdidos en Asiria, lo mismo que los desterrados en Egipto, vendrán a adorar al Señor en Jerusalén, en el monte santo.”
También en Qumrán se hablaba repetidamente de la restauración en los últimos días, de las “doce tribus de Israel”, ello se menciona en el Rollo de la guerra, el Rollo del Templo y la Regla de la comunidad. Además la presencia de “doce varones” en el Consejo que presidía esa comunidad se los recordaba a todos. Jesús compartía la misma esperanza, pero no estaba pensando en una restauración étnica o política, sino en una presencia curadora y liberadora de Dios en su pueblo, empezando por los enfermos, los excluidos y los pecadores, como presenté en programas anteriores. Por eso, a sus doce discípulos “les dio poder para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades” como dice en Lc 9,1-2 y en Mt 10,7-8. Y así, de manera casi insignificante, pero real, la restauración de Israel estaba empezando. Jesús buscaba la restauración de Israel haciéndole experimentar en su propio seno la misericordia de Dios. Así se abriría camino el reino de Dios en medio de los pueblos, por ello nadie debía pensar en el triunfo político de Israel y la destrucción de los paganos.
Los Doce tuvieron importancia durante la vida de Jesús y en los primeros días de la Iglesia. Sin embargo, al no responder Israel a la llamada de Jesús, el grupo pensado por él para su restauración perdió su sentido simbólico entre los gentiles y desapareció de la escena. Tan solo Pedro, Santiago y Juan continuaron en Jerusalén o sus cercanías, hasta que el año 43 ó 44, Santiago fue decapitado por Herodes Agripa, y Pedro marchó primeramente a Antioquia y más tarde a Roma.
Las cartas a las primeras comunidades hablan de Pablo, Bernabé, Apolo y los “apóstoles” enviados por las comunidades, pero no de los Doce.
Sin embargo, el final de los doce manifestó la valentía de esos hombres de Dios que se aferraron a su fe en Jesús hasta el final y la mayoría fueron asesinados de una manera cruel:
Mateo el publicano y recolector de impuestos. Durante el tiempo que estuvo en Jerusalén escribió su epístola a los Hebreos. Más tarde cuando los discípulos y apóstoles dividieron los países para ir a predicar, a Mateo le tocó Etiopía. Allí obtuvo grandes triunfos, por medio de la enseñanza y a través de los milagros. El rey Hytacus hizo arrestar a Mateo mientras predicaba en su iglesia, lo arrastraron, lo clavaron al piso con lanzas cortas y lo decapitaron. Murió en el año 66 D.C.
Pedro, pescador, fue crucificado boca abajo en una cruz en forma de X y de acuerdo con la tradición, les dijo a sus verdugos que se sentía indigno de morir como su Señor.
Juan, pescador. Enfrentó el martirio hervido en una enorme vasija de aceite durante una ola de persecución en Roma. Sin embargo, fue milagrosamente librado de la muerte. Luego fue sentenciado a las minas de la isla de prisión de Patmos. Allí tuvo las visiones y escribió su profético libro de Apocalipsis. Después fue liberado y volvió a servir como obispo de Edesa, en la moderna Turquía. Murió muy anciano, fue el único apóstol que murió en forma pacífica.
Felipe, amigo de Bartolomé o Natanael. Después de la muerte de Esteban en el año 34 D.C., Felipe viajó a Samaria, donde participó en un avivamiento acompañado de grandes milagros. En la repartición para predicar el Evangelio le tocó Turquía y Siria aunque finalmente llegó a Hierápolis y a Frigia. Allí lo torturaron, azotaron y encarcelaron. Finalmente murió apedreado atado a un poste.
Bartolomé (Natanael), al que Jesús llamó “un verdadero israelita, en quien no hay engaño.” Fue misionero en Asia y testificó sobre Jesucristo en lo que hoy es Turquía y murió martirizado a latigazos por su predicación en Armenia.
Tomás, el incrédulo. Fue herido con una lanza en la India durante uno de sus viajes misioneros para establecer allí la iglesia.
Simón, el cananeo (fanático, celoso). Tras predicar el Evangelio a Egipto, Etiopía y Persia, en torno al año 70, sufrió martirio –junto al Apóstol Simón– en la ciudad de Suamir, Persia, los habitantes de esa ciudad se arrojaron sobre ellos, los prendieron y los aserraron por la mitad por orden de los sacerdotes paganos.
Judas Lebeo, de sobrenombre Tadeo, hijo de Alfeo y hermano de Jacobo (Santiago el menor) murió junto a Simón.
Andrés, hermano de Pedro. Fue crucificado en una cruz en forma de X en Patrás, Grecia. Luego de ser severamente azotado por siete soldados, ataron su cuerpo en la cruz con cuerdas para prolongar su agonía. Sus seguidores reportaron que, cuando fue llevado a la cruz, Andrés los saludó con estas palabras: “Hace mucho tiempo deseé y esperé esta hora feliz” Durante dos días continuó predicándoles a sus atormentadores hasta morir.
Jacobo o Santiago el mayor, hijo de Zebedeo. Líder fuerte de la Iglesia, fue decapitado en Jerusalén. El oficial romano que lo vigilaba, se sorprendió de la manera como defendió su fe en su juicio. Luego el oficial caminó con Santiago al lugar de la ejecución. Rendido por la convicción, declaró su fe al juez y se arrodilló al lado de Santiago para que lo decapitaran como cristiano junto a él.
Jacobo, o Santiago el menor, hijo de Alfeo. Líder de la iglesia en Jerusalén, fue lanzado a más de 30 metros desde el pináculo al sureste del templo. Al rehusarse a negar su fe en Cristo. Cuando descubrieron que sobrevivió a la caída, sus enemigos lo mataron a golpes.
Judas Izcariote, luego de traicionar a Jesús arrojó en el Templo las piezas de plata que le habían dado los sacerdotes, y se fue para ahorcarse (Mt 27,3-5). Cayó de cabeza, y su cuerpo reventó, desparramándose todas sus entrañas (Hch 1,18).
Y el último de los apóstoles Pablo de Tarso, de nombre judío Saulo de Tarso o Saulo Pablo, y más conocido como san Pablo, es llamado el «Apóstol de los gentiles», el «Apóstol de las naciones», o simplemente «el Apóstol». Tras haber destacado como furibundo fustigador de la secta cristiana en su juventud, una milagrosa aparición de Jesús convirtió a San Pablo en el más ardiente propagandista del cristianismo que extendió con sus predicaciones más allá del pueblo judío, entre los gentiles: viajó como misionero por Grecia, Asia Menor, Siria y Palestina y escribió cartas (las Epístolas) a diversos pueblos del entorno mediterráneo. Ninguno de los seguidores de Jesucristo contribuyó tanto como él a establecer los fundamentos de la doctrina y la práctica cristianas.
Al final de su vida, San Pablo fue denunciado por los judíos y apresado en Jerusalén por revoltoso y agitador social (Hch 21,27-40). Estuvo dos años preso en Palestina, y luego fue trasladado a Roma para ser juzgado por el emperador.
La referencia más antigua que existe al martirio de Pablo es la de la carta de Clemente de Roma, del año 95, es decir, treinta años después del suceso. En ella dice: “Por la envidia y la rivalidad, Pablo mostró el galardón de la paciencia. Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia, de haber llegado hasta los límites de occidente y de haber dado testimonio ante los príncipes, salió de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más grande ejemplo de paciencia”.
Si bien se afirma que Pablo fue condenado a muerte, no se dice dónde, cuándo ni cómo lo mataron.
Hacia el año 170 un obispo de Corinto, llamado Dionisio, dice que “Pedro y Pablo después de enseñar en Italia, sufrieron juntos el martirio”. Pero no da detalles sobre la muerte de Pablo. Sólo dice que murió junto con Pedro.
La información que luego se convertiria en la tradición oficial de su muerte está en un libro apócrifo, llamado “Los Hechos de Pablo”, y dice que a éste lo mató el emperador Nerón, en Roma, cortándole la cabeza.
La manifestación de valentía de esos hombres de Dios que nunca lo negaron, sin importarles el costo, y se aferraron a su fe en Jesús hasta el final de sus días, como muchos hombres y mujeres que han manifestado su fe incluso hasta la muerte, ha manifestado que han sido verdaderos seguidores de Jesús, aun cuando no le hayan visto con sus propios ojos. Creyeron en el Señor Jesús, como el Hijo de Dios que vino para otorgarnos el perdón de nuestros pecados y darnos vida nueva, y al aceptarlo como Salvador y Señor, obtuvieron la salvación y sintieron su poder, amor y el gozo que Él proporciona.
Jesús llamó a esos hombres con sus defectos, complejos y dificultades, para que, como sus representantes, llevaran la buena noticia de salvación a todos. Y con su ejemplo y enseñanzas, los ayudó a cambiar, de tal manera que llegaron a ser santos y mártires que murieron con gozo, por estar sirviendo a Dios y engrandecer Su Reino. Y hoy te llama a ti también para que lo sigas y vivas la vida plena que Él vino a darnos.
Pero, como escuchamos, seguir a Jesús y sus enseñanzas, no es fácil, pues debemos mantenernos firmes en esas enseñanzas y de alguna manera morir a nosotros mismos, y aunque no vayamos a ser martirizados hasta la muerte, si va a requerir de nuestra parte que vayamos en contra de las influencias del mundo y que dominemos todo cuanto pueda apartarnos del camino de bendición y de las enseñanzas de nuestro Señor y Salvador. Él dio su vida en la cruz para romper las cadenas de esclavitud de pecado y darnos libertad y vida plena y quiere que tú la disfrutes siguiéndole incondicionalmente, como aquellos doce.
Tu eres llamado a ser más que un discípulo o seguidor. Jesús necesita de otros apóstoles que lleven la Buena Nueva de Salvación y anuncien el reino de Dios a cuantos podamos. Ábrele tu corazón y acéptalo como tu Salvador, como tu Señor. Con Él en tu corazón podrás mantenerte firme en sus enseñanzas y dar testimonio, con tu forma de vida, que Cristo ha puesto a nuestro alcance el Reino de Dios. Decídete a vivir según las enseñanzas de Jesús, y cumple con la orden que dio a sus escogidos cuando dijo: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos la buena noticia.” Y como ellos, entrega tu vida para “anunciar el mensaje por todas partes; y el Señor te ayudará, y confirmará el mensaje acompañándolo con señales milagrosas.” Mr 16, 15 y 20.
Que así sea para honra y gloria de Dios, para bendición tuya y de aquellos a quienes presentes a Jesús y sus enseñanzas.