CONDENADO A MUERTE POR ROMA
CONDENADO A MUERTE POR ROMA
Poncio Pilato, nombrado por Tiberio prefecto de Judea, había desembarcado en Cesarea del Mar el año 26 para tomar posesión de su cargo. Pilato pertenecía a la pequeña nobleza del orden ecuestre, no a la clase senatorial más aristocrática, por lo que, a los ojos de sus superiores, era un hombre obligado a “hacer carrera”. Residía de ordinario en su palacio de Cesarea, a unos cien kilómetros de Jerusalén, pero durante las fiestas judías más importantes subía al frente de sus tropas auxiliares hasta Jerusalén para controlar la situación, allí residía en el palacio fortaleza construido por Herodes el Grande en el lugar más alto de la ciudad. Destacaba sobre los demás edificios por sus tres inmensas torres, levantadas para defender la parte alta de Jerusalén. El historiador judío Flavio Josefo escribió que el palacio era indescriptible en cuanto a lujo y extravagancia. Allí se encontraron una mañana de abril del año 30 un reo maniatado llamado Jesús de Nazaret y el representante del más poderoso sistema imperial que ha conocido la historia. Aunque algunos siguen identificando el pretorio donde fue sentenciado Jesús con la fortaleza Antonia, cada vez son más los investigadores que lo localizan en ese palacio.
No es fácil hacerse una idea clara de la personalidad de Pilato. Si escuchamos a Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, Pilato fue un personaje conocido por sus “sobornos, injurias, robos, atropellos, daños injustificados, continuas ejecuciones sin juicio y una crueldad incesante y muy lamentable” (Ad Gaium 28, 302). Por lo general, los autores consideran que este relato tan negativo de Pilato es tendencioso y de carácter retórico. Si atendemos a otras informaciones, Pilato no fue ni más ni menos cruel que otros gobernadores romanos ya que todos usaban y abusaban de su poder para ejecutar impunemente a quienes consideraban peligrosos para el orden público. Por Flavio Josefo conocemos algunos incidentes provocados por Pilato en los que se manifiesta su falta de tacto, su desconocimiento de la sensibilidad religiosa del pueblo judío y también su capacidad de utilizar métodos brutales para controlar a las masas. Sin embargo, su actitud no siempre fue la misma.
El primer episodio grave que describe, en La guerra judía Il, 169-174 y en Antigüedades de los judíos 18, 55-59, ocurrió al comienzo de su prefectura, cuando una gran muchedumbre, irritada porque había introducido de noche en Jerusalén estandartes militares con el busto del emperador, se trasladó hasta Cesarea, rodeó su residencia y resistieron allí cinco días y cinco noches exigiendo al prefecto la retirada de los emblemas. Pilato los convocó al gran estadio, los rodeó por sorpresa con sus soldados y amenazó con degollados a todos si no desistían de su protesta. Cuando los soldados desenvainaron sus espadas, los judíos ofrecieron sus cuellos desnudos, dispuestos a perder la vida antes que permitir la transgresión de la ley. Pilato quedó desconcertado. Aquel comportamiento pacífico, coherente y disciplinado le desarmó y consideró más prudente ceder a sus demandas y retirar los estandartes.
Eso hace ver que ese prefecto no debe haber sido un déspota sin entrañas, porque supo ceder. Incluso podría decirse que fue débil ante la presión, como cuando cedió ante la presión de las autoridades judías y la multitud, para terminar condenando a Jesús, según manifiestan los evangelios.
Sin embargo, años más tarde, Pilato actuó de manera diferente. Había decidido construir un acueducto de unos cincuenta kilómetros para traer agua desde la zona de Belén hasta Jerusalén. Como se trataba de una obra pública de interés para todos, se sintió con derecho a utilizar el tesoro del templo, un dinero que se consideraba korbán, es decir, consagrado a Dios. Sin embargo, aprovechando una de sus visitas a Jerusalén, una muchedumbre rodeó su palacio y comenzó a gritar contra él. Esta vez Pilato no cedió. Introdujo entre la gente a soldados vestidos de paisano con orden de no utilizar la espada, sino de golpear con palos a los manifestantes. Según Flavio Josefo, fueron muchos los que murieron: unos a causa de las heridas recibidas y otros aplastados en la huida (La guerra Judía I1, 175-177, Antiguedades de los Judios 18,60-62). Otro acto violento de Pilato se llevó a cabo el año 36, cuando su actuación fue mucho más brutal. Un profeta samaritano convocó a todo el pueblo a subir al monte Garizín para mostrarles el lugar donde Moisés había depositado los vasos sagrados y Pilato, receloso de su fanatismo, lo quiso impedir con sus fuerzas de caballería e infantería. En el enfrentamiento, algunos samaritanos murieron, muchos cayeron prisioneros y los dirigentes fueron ejecutados (Antiguedades de los Judíos 18,85-89). Esa fue su última intervención pues Vitelio, legado de Siria, escuchó las quejas de los samaritanos y ordenó al prefecto que volviera a Roma a dar cuenta de su actuación ante el emperador y terminó sus días desterrado en las Galias. Tal vez no fue un hombre tan sangriento y malvado como lo describe Filón de Alejandría, pero ciertamente fue un gobernador que no dudaba en recurrir a métodos brutales y enérgicos para resolver los conflictos.
Cuando Pilato llegó a Judea encontró a Caifás instalado en la dignidad de sumo sacerdote por el prefecto anterior, Valerio Grato. Pilato lo confirmó en su cargo y lo mantuvo hasta que ambos fueron cesados el año 36/37. Al parecer, encontró en Caifás un sólido colaborador que supo apoyarlo o, al menos, no tomó posición contra él en los momentos críticos en los que su actuación provocó protestas populares. En el asunto del templo, Caifás no apoyó la protesta popular contra Pilato porque probablemente le había dado con anterioridad su asentimiento para utilizar del tesoro del templo. En la matanza de los samaritanos, tal vez el mismo Caifás había animado a Pilato a actuar, para que el monte Garizín no hiciera sombra al templo del monte Sión en Jerusalén.
No es extraño que los investigadores sospechen, cada vez más, que pudo haber un buen entendimiento y hasta una cierta “complicidad” entre Caifás y Pilato en la resolución del problema que Jesús les planteaba a ambos.
Los evangelios apenas dan a conocer detalles legales del proceso de Jesús ante Pilato pues no es ese el objetivo de su relato.
Según Mr 15,1-15, Jesús fue conducido ante Pilato, quien le preguntó si era el rey de los judíos. Los sumos sacerdotes le acusaban de muchas cosas, mientras Jesús guardaba silencio. A continuación, narra el intento de Pilato por desbloquear la situación, liberando a Jesús y condenando a Barrabás; pero, ante la presión del pueblo, que pide la crucifixión de Jesús, Pilato cedió y lo envió a la cruz. Mt 27,11-26 inspirado en el de San Marcos, añadió dos episodios que no tienen fundamento histórico: el sueño de la mujer de Pilato (v.19) y su gesto de lavarse las manos provocando la terrible maldición del pueblo judío al decir: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. San Lucas se distancia bastante de San Marcos y en Lc 23,1-25 presenta a los sumos sacerdotes acusando a Jesús de diversos cargos concretos e informa de una comparecencia de Jesús ante Herodes. San Juan, por su parte, del 18,28 al 19,16 ofrece un relato muy largo y elaborado en el que Pilato va pasando constantemente del “interior” del palacio, donde dialoga con Jesús, al “exterior”, donde habla con “los judíos”. Aunque ofrece detalles de interés para el historiador, esa narración muestra una lección de cristología que Pilato recibe de Jesús.
Sin embargo, los Evangelios coinciden con lo que sabemos por otras fuentes no cristianas como el hecho que fue Pilato quien dictó la sentencia de muerte y mandó crucificar a Jesús; y que lo hizo, por instigación de las autoridades del templo y miembros de poderosas familias de la capital. Además, que Jesús fue ejecutado por soldados a las órdenes de Pilato, pero que, en el origen de esta ejecución se encuentra el sumo sacerdote Caifás, asistido por miembros de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén.
Pero, para los cristianos es importante lo que el historiador judío Flavio Josefo dice de Jesús en su obra Antigüedades de los judíos, aparecida hacia el año 93 d.C.en donde dice: “Cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los hombres principales de entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo” es decir, siguieron amándolo. (18, 3). Por su parte, hacia el año 116/117, el historiador romano P. Camelia Tácito, al aclarar el origen de los cristianos acusados por Nerón de haber incendiado Roma, afirma que “este nombre viene de Cristo, que fue ejecutado bajo Tiberio por el gobernador Poncio Pilato” (Anales 15,44).
Por perfecto o imperfecto que este fuera, hubo un proceso en el que el prefecto romano condenó a Jesús a ser ejecutado en una cruz, acusándolo de la pretensión de presentarse como “rey de los judíos”. Las fuentes ofrecen indicios suficientes y el texto de la condena colocado en la cruz lo confirma. Así piensa la mayoría de los investigadores recientes, que afirman la historicidad del proceso romano contra Jesús apoyándose en las fuentes evangélicas y en la información que poseemos de los estudios realizados sobre la práctica jurídica en el Imperio romano.
Como mencioné antes, el juicio de Jesús tuvo lugar probablemente en el palacio en el que residía Pilato cuando acudía a Jerusalén. Era temprano. Siguiendo la costumbre de los magistrados romanos, el prefecto comenzó a impartir justicia después del amanecer. Pilato ocupaba su sede en la tribuna desde la que dictaba sus sentencias. Solo Jn 19,13 habla de esta sede o “tribunal” que ocupaba Pilato. Probablemente esa tribuna se encontraba levantada ante la pequeña plaza que había delante de su palacio, haciendo de ese sitio un lugar muy apropiado para un juicio público.
Varios delincuentes esperaban esa mañana el veredicto del representante del César y Jesús compareció maniatado como uno más. Las autoridades del templo lo llevaron hasta allí. Cuando llegó su hora, Pilato no se limitó a ratificar el proceso o la investigación que había llevado a cabo Caifás. No dictó un “ejecútese”. Buscó su modo de plantear el caso. Aunque Jesús había sido entregado como culpable por las autoridades judías, el prefecto deseó asegurarse por sí mismo si este hombre debía de ser ejecutado porque era él quien imponía la justicia del Imperio.
Pilato no actuó de forma arbitraria. Para juzgar un caso como el de Jesús en una provincia del Imperio como era Judea podía elegir entre dos procedimientos vigentes en aquellos momentos. Al parecer no actuó siguiendo la práctica de la coertio, que le daba potestad absoluta para tomar, en un determinado momento, todas las medidas que juzgara necesarias para mantener el orden público, incluso la ejecución inmediata; se trataba, en realidad, de una actuación arbitraria legalizada. Por lo que podemos saber, recurrió a una forma expeditiva de administrar justicia, en la que no se seguían todos los pasos exigidos en los procesos ordinarios. Por ejemplo, en el proceso contra Jesús no hubo intervención de una defensa. Bastó atenerse a lo esencial: escuchar la acusación, interrogar al acusado, evaluar la culpabilidad y dictar sentencia. Pilato actuó con gran libertad y de manera muy personal al escuchar a los delatores, dar la palabra al acusado y, prescindiendo de más pruebas y pesquisas, centrar la acusación en lo que realmente tenía más interés para él: el posible peligro de agitación o insurrección que podía representar este hombre. La pregunta que le hizo Pilato a Jesús, que se repite en todos los Evangelios, fue: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Debía saber si era cierto que Jesús trataba de erigirse como rey de esta provincia romana. Esta cuestión era nueva y desde la perspectiva del Imperio fue la pregunta decisiva.
Para Pilato, la intervención de Jesús en el templo y las discusiones que pudiera haber sobre su condición de verdadero o falso profeta, eran un asunto interno de los judíos, pero como prefecto del Imperio, él estaba más atento a las repercusiones políticas que pudiera tener el caso ya que los profetas que despertaran expectativas entre la gente podrían ser a la larga peligrosos. Por otra parte, los ataques al templo eran siempre un asunto delicado pues, quien amenazara el sistema del templo estaba tratando de imponer un nuevo poder. Las palabras de Jesús contra el templo y su reciente gesto de amenaza podían socavar el poder sacerdotal, que en esos momentos era fiel a Roma y pieza clave en el mantenimiento del orden público.
La pregunta del prefecto significó un desplazamiento de la acusación y si la inculpación se confirmara, Jesús estaría perdido. El título “rey de los judíos” era peligroso. Los sacerdotes asmoneos habían sido los primeros en atribuirse este título, al proclamar la independencia del pueblo judío después de la rebelión de los Macabeos en 143-63 a. C. Más tarde fue Herodes el Grande en el período del 37 al 4 a.C. quien fue llamado “rey de los judíos”, porque así lo nombró el Senado romano. ¿Podía alguien pensar realmente que Jesús estaba intentando restablecer una monarquía como la de los asmoneos o la de Herodes el Grande? Aquel hombre no iba armado, no lideraba un movimiento de insurrectos ni predicaba un levantamiento frontal contra Roma. Sin embargo, sus prédicas sobre el “reino de Dios”, su crítica a los poderosos, su firme defensa de los sectores más oprimidos y humillados del Imperio, y su insistencia en un cambio radical de la situación, son una rotunda desautorización del emperador romano, del prefecto y del sumo sacerdote designado por el prefecto. Por lo tanto, Jesús no era inofensivo; un rebelde contra Roma es siempre un rebelde, aunque su predicación hable de Dios.
San Lucas hace en 23,2. 5 hace el relato del proceso más verosímil introduciendo acusaciones concretas contra Jesús: “Hemos encontrado a este hombre alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es el Mesías rey”; “Solivianta al pueblo con sus enseñanzas por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí”.
Lo que solía preocupar más a los gobernantes eran las reacciones imprevisibles de las muchedumbres. También a Pilato. Era verdad que Jesús no tenía seguidores armados, pero su palabra atraía a mucha gente. Estos casos había que cortarlos de raíz, antes de que se generara un conflicto que adquiriera grandes proporciones. Jesús se había atrevido a desafiar públicamente el sistema del templo y, al parecer, algunos peregrinos estaban aclamándolo en las calles de la ciudad. No era necesario detenerse en las motivaciones religiosas de esos visionarios. Lo sucedido aquellos días en Jerusalén repleta de peregrinos judíos venidos de todo el Imperio, en el explosivo ambiente de las fiestas de Pascua, no auguraba nada bueno: Estaba en peligro el orden público, peligraba la pax romana.
San Lucas dice en su Evangelio, que Jesús compareció también ante Herodes Antipas (23,8-12). Ese episodio subraya aún más la inocencia de Jesús a partir del Sal 2,2, que dice: “Los reyes de la tierra se sublevan y los grandes conspiran entre sí contra el Señor y su Ungido”.
Pilato consideraba a Jesús lo suficientemente peligroso como para simplemente hacerlo desaparecer, bastaba con ejecutarlo, pero, aunque sus seguidores no forman un grupo de insurrectos, convenía que su ejecución sirviera de escarmiento para quienes soñaban en desafiar al Imperio. Sin embargo, en contra de lo que se hubiera podido esperar, nadie tocó a los seguidores de Jesús. Y no solo eso, después de la muerte de Jesús se les permitió formar una comunidad en la misma Jerusalén, dejando claro con esto, que Roma nunca vio en Jesús al organizador de un levantamiento contra el Imperio, sin embargo, Jesús fue ejecutado como peligroso y su crucifixión ante aquellas muchedumbres venidas de todas partes fue el suplicio perfecto para aterrorizar a quienes podían albergar alguna tentación de levantarse contra Roma.
La inocencia de Pilato, proclamada de diversas maneras en los evangelios, pudo ser originada por la preocupación de los primeros cristianos de no parecer ante el Imperio como herederos de alguien condenado como una amenaza contra Roma.
La crucifixión de Jesús no fue, pues, un lamentable error ni el resultado de un cúmulo desgraciado de circunstancias. El profeta del reino de Dios fue ejecutado porque ese era el plan de Dios para limpiar los pecados de los hombres y perdonarles sus pecados, por lo que merecíamos la muerte, y para eso hizo que las circunstancias del momento coincidieran para que su muerte se realizara por orden del representante del Imperio romano por instigación e iniciativa de la aristocracia local del templo. Unos y otros veían en Jesús un peligro para sus intereses, que, aun siendo diferentes, coincidieron en el momento y lugar adecuado para que se llevara a cabo el plan de Dios.
Es probable que parte de la población de Jerusalén que no conocía a Jesús y cuya vida dependía en buena parte del funcionamiento del templo y la llegada de peregrinos, que se encontraban allí para la celebración de la Pascua, se dejaran influir por sus dirigentes adoptando una actitud contra Jesús.
Un hombre llamado Barrabás que, tras ser encarcelado a raíz de un motín, fue puesto más tarde en libertad por Pilato. Al ser condenado Jesús, los cristianos empezaron a recordar con ironía lo sucedido en Jerusalén: el criminal que había tomado parte en una rebelión había sido liberado mientras que el inocente que nunca había agredido a nadie, fue ejecutado. Es muy probable que en el proceso haya habido algún grupo hostil a Jesús acompañando a los dirigentes del templo y que la petición de crucificar a Jesús, no se trató de una aclamación, como si tuvieran voz y voto en el juicio, sino de una presión popular. El terrible grito “crucifícalo”, repetido una y otra vez, fue la dramatización de los judíos de la sinagoga, mientras que los seguidores más cercanos de Jesús y sus simpatizantes callaron y por miedo, huyeron, dejando a Jesús solo.
La razón de fondo está clara, el reino de Dios predicado por Jesús, puso inseguridad en los corazones de los judíos, sobre la estructura de Roma y del templo. Por ello las autoridades judías del templo, se vieron obligadas a reaccionar ante Jesús que les estorbaba. Él invocaba a Dios para defender la vida de los últimos, mientras que Caifás y los suyos lo invocaban para defender los intereses del templo, que eran los suyos; y condenaron a Jesús en nombre de su Dios, pero, al hacerlo, condenaron al Dios del reino. Lo mismo sucedió con el Imperio romano. Jesús no veía en aquel sistema defendido por Pilato un mundo organizado según el corazón de Dios y por eso defendía a los más olvidados del Imperio, mientras que Pilato protegía los intereses de Roma. El Dios que Jesús mostraba, pensaba en los últimos; mientras que los dioses del Imperio protegían la pax romana que se imponía por la fuerza. No se podía, ser amigo de Jesús y a la vez, del César; no se podía servir al Dios del reino y a los dioses de Roma, como dejó claro Jn,19,12 que pone en boca de los judíos que presionaron a Pilato diciéndole: “Si sueltas a ese, no eres amigo del César”
Las autoridades judías y el prefecto romano, presionado por los gritos de aquellos judíos instigados por las autoridades del Templo, se movieron para asegurar el orden y la seguridad que creían estaba en peligro. Sin embargo, no era solo una cuestión de que funcionara la política, pues en el fondo, Jesús fue crucificado porque su actuación y su mensaje sacudieron de raíz el sistema organizado al servicio de los más poderosos tanto del Imperio romano como de las autoridades del templo.
Y aunque fue Pilato quien pronunció la sentencia: “Irás a la cruz”, esa pena de muerte estuvo firmada por todos los que se resistieron, se han resistido y se resisten a su llamada a entrar en el reino de Dios. Fueron nuestros pecados los que lo llevaron a la cruz, pero Su amor, Su misericordia y Su perdón nos conceden una vida nueva, porque él está dispuesto a perdonarnos, si nos volvemos a Él con el corazón dispuesto a aceptarlo como Señor y Salvador y acudimos al Sacramento de la Reconciliación para confesar nuestros pecados y ponemos nuestro empeño en no fallarle más, esto es, que vivamos según sus enseñanzas las cuales encontramos en los Evangelios.
Además, podemos tener una relación con Dios por medio de la oración, por lo que es beneficioso que oremos todos los días, acudir con confianza a nuestro Salvador y Señor y hablarle de nuestras cosas, pero también para escuchar lo que Él diga a nuestro corazón. Si seguimos sus indicaciones, el Señor pondrá la marca del pacto en nuestro corazón y en el de nuestros descendientes, para que lo amemos con todo el corazón y toda el alma a fin de que tengamos vida y Sus bendiciones nos alcanzarán como dice el Dt 28,2. ¡Y eso, es algo que todos queremos!
Y ahora, que nos encontramos en el tiempo de Cuaresma, preparándonos para la celebración de la Pascua del Señor, debemos meditar en una de las profecías más explícitas de la pasión de Jesús, que Él narra, cuando, con los 12, subió a Jerusalén, que es imagen de subir al monte del sacrificio, al altar del Señor donde va a realizarse el sacrificio. Jesús dijo a sus discípulos: “Estamos subiendo a Jerusalén y el hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen. Y al tercer día Resucitará.” Luego, Jesús les explicó a los apóstoles que debían hacer una aplicación concreta de esa profecía de su pasión, de la Pascua que iba a vivir, y que también nosotros como discípulos suyos debemos aceptar. Dijo Jesús: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor y el que quiera ser primero entre ustedes que sea su esclavo. Igual que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.” Esta profecía de la pasión estamos llamados no solo a oírla y recibirla, sino también a dar nuestra vida en rescate por los perdidos, por los alejados de Dios, a buscar el último lugar, para amar y servir más a los demás. Hagamos vida ese mensaje de la Pascua de Cristo y durante la Cuaresma preparémonos para vivir Su pasión en nuestra propia vida, para llegar también nosotros a la resurrección.
Que así sea.