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APASIONADO POR EL REINO DE DIOS

APASIONADO POR EL REINO DE DIOS

Luego de haber sido bautizado por Juan, Jesús inició su misión de dar a conocer que el Reino de Dios estaba cerca. El reino de Dios no era para Él algo vago o etéreo por lo que enseñaba que la entrada de Dios en la vida de las personas requería un cambio profundo. Anunciaba la llegada del reino de Dios para despertar esperanza y llamar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar. Por ello, al hablar de la “conversión” Jesús utilizó el verbo metanoein, que significa “llevar a cabo un cambio radical de manera de pensar y de actuar”, esto significa que para “entrar” en el reino de Dios, las personas se deben dejar transformar por su dinámica y empezar a construir la vida como Dios quiere. Y eso mismo es lo que estamos invitados a hacer nosotros.
Jesús quería ver a su pueblo restaurado y transformado según la Alianza que había hecho con Dios, que les había dicho según leemos en Ex 19,5 “Si ustedes me obedecen en todo y cumplen mi alianza, serán mi pueblo preferido entre todos los pueblos”. Jesús quería ver un pueblo donde se pudiera decir que reinaba Dios. Pero, para los judíos, volver a la Alianza era volver a ser enteramente de Dios: un pueblo libre de toda esclavitud extranjera y donde todos pudieran disfrutar de manera justa y pacífica de su tierra, sin ser explotados por nadie. Los profetas soñaban con un “pueblo de Dios” donde “Los niños no morirán de hambre, los ancianos vivirán una vida digna, los campesinos no conocerán la explotación. Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto. No edificarán para que otro habite, no plantarán para que otro coma”, como dice Is 65,20-22.
Por eso, en tiempos de Jesús, muchos pensaban que el único camino para vivir como “pueblo de la Alianza” era expulsar a los romanos, que eran los ocupantes impuros e idólatras de su tierra; por lo tanto, no debían tener alianza alguna con el César, desobedecerle y negarse a pagar los tributos.
Los esenios de Qumrán pensaban de otra manera: para ellos, era imposible ser el “pueblo santo de Dios” en medio de aquella sociedad corrompida; por lo que la restauración de Israel debía empezar creando en el desierto una “comunidad separada”, compuesta por hombres santos y puros. Y la posición de los fariseos era otra: para ellos levantarse contra Roma y negarse a pagar los impuestos era un suicidio y retirarse al desierto, un error, por lo que pensaban que el único camino para sobrevivir como pueblo de Dios, era manteniendo la pureza ritual que los separaba de los paganos.
Pero Jesús no tenía una estrategia de carácter político o religioso para ir construyendo el reino de Dios. Aunque los cristianos de hoy hablamos de “construir” el reino de Dios, Jesús no empleó nunca ese lenguaje. Lo importante, para él, era que todos reconocieran a Dios y “entraran” en la actividad de su reinado. No era un asunto puramente religioso, sino un compromiso personal que generaría profundas consecuencias de orden político y social. Sin embargo, la expresión “reino de Dios”, elegida por Jesús como símbolo central de su mensaje, no dejó de ser un término político por lo que causó expectación en todos, y también desconfianza en el gobernador romano y en los círculos cercanos a Herodes Antipas.
El único imperio reconocido en el mundo mediterráneo y más allá era el “imperio del César”. Entonces, ¿Qué estaba sugiriendo Jesús al anunciar que estaba llegando el “reino de Dios”?
El emperador de Roma, con sus legiones, establecía la paz e imponía su justicia en el mundo entero, mientras sometía los pueblos a su imperio. Si bien proporcionaba bienestar y seguridad, al mismo tiempo exigía una implacable tributación. Entonces, ¿Qué pretendía Jesús al tratar de convencer a todos de entrar en el Reino de Dios, para hacer justicia precisamente a los más pobres y oprimidos del Imperio; a diferencia del Emperador Tiberio que solo buscaba honor, riqueza y poder?
La gente percibió que Jesús ponía en duda la soberanía absoluta del emperador, por ello, no es de extrañar que los “herodianos” y los “fariseos” le plantearan una de las cuestiones más delicadas y debatidas cuando le preguntaron: “¿Es lícito pagar tributo al César o no?”. Jesús pidió un denario y preguntó de quién era la imagen acuñada y qué decía la inscripción. La imagen era de Tiberio y la inscripción decía: Tiberio, Divino y Majestuoso Emperador. Aquel denario simbolizaba el poder “divino” del emperador.
Jesús pronunció entonces unas palabras que quedaron grabadas en sus seguidores: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Ese episodio está recogido en Mt 22,21 y Mr 12,17.
Jesús también se expresó sobre los ricos terratenientes diciendo que su riqueza era “injusta”, pues se enriquecían explotando a los campesinos, que eran los únicos que producían riqueza. Argumentaba que el reino de Dios exige terminar con esa explotación inmoral. Decía: “No se puede servir a Dios y al Dinero” Mt 6,24 y Lc 16,13.
No es posible entrar en el reino acogiendo como señor a Dios, defensor de los pobres, y al mismo tiempo, acumular riqueza a costa de ellos. Había que cambiar, puesto que “entrar” en el reino de Dios significa construir la vida no como quiere Tiberio, las familias cercanas a Herodes o los ricos terratenientes de Galilea, sino como Dios quiere. Por eso, “entrar” en su reino, es “salir” del imperio que tratan de imponer los jefes de las naciones y los económicamente poderosos.
Jesús denunciaba lo que se oponía al reino de Dios, y sugería un estilo de vida de acuerdo con el reino del Padre. No buscaba solo la conversión individual de las personas, los veía angustiados por las necesidades más básicas: pan y vestido, y entiende que entrando en la actividad del reino de Dios, esa situación podía cambiar, y con su enseñanza trataba de introducir un nuevo modelo de comportamiento social, por ello, el núcleo de su enseñanza era: “No se preocupen por lo que han de comer para vivir, ni por la ropa que necesitan para el cuerpo…. Pongan su atención en el reino de Dios, y recibirán también estas cosas.” Lc 12,22.31 y Mt 6,25.33.
Con ello no apelaba a una intervención milagrosa de Dios, sino a un cambio de comportamiento de las personas, cambio que podía llevar a todos a una vida más digna y segura. Lo que se vivía en aquellas aldeas: riñas entre familias, insultos y agresiones, abusos de los más fuertes y olvido de los más indefensos, no podía ser del agrado de Dios porque eso no era vivir bajo su reinado. Jesús invitaba a un estilo de vida diferente y lo ilustraba con ejemplos que todos podían entender: había que terminar con los odios entre vecinos y adoptar una postura más amistosa con los adversarios y con aquellos que herían el honor. Como menciona Mt 5,38-42 había que superar la vieja “ley del talión”, aquella que decía: “ojo por ojo y diente por diente”. Dios no podía reinar en una aldea donde los vecinos vivían devolviendo mal por mal. Había que contener la agresividad ante el que humillaba al prójimo golpeándole el rostro, por ello enseñó: “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra”.
También enseñaba que había que dar con generosidad a los necesitados que vivían mendigando, decía: “Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames”. Además, se debía comprender incluso, al que, urgido por la necesidad, se llevaba el manto; pues tal vez necesitaba también la túnica. Por ello dijo: “Al que te quite el manto, no le niegues la túnica”.
Su enseñanza, que prevalece hasta hoy, es que hay que tener un corazón grande con los más pobres, que hay que parecerse a Dios, decía: “Sean compasivos como su Padre es compasivo”. Si los campesinos de aquellas aldeas llegaran a vivir así, a nadie le faltaría pan ni vestido. El conjunto de sus dichos que transmiten sustancialmente esta enseñanza de Jesús se encuentra en Lc 6,27-36 y Mt 6,25-34.
Una fuente de conflictos y disputas era el fantasma de las deudas. Todos trataban de evitar a toda costa caer en la espiral del endeudamiento, que los podía llevar a perder las tierras y quedar en el futuro a merced de los grandes terratenientes. Todos exigían a su vecino el pago riguroso de las deudas contraídas por pequeños préstamos y ayudas para poder responder a las exigencias de los recaudadores, y Jesús, intentó crear un clima diferente invitando incluso al perdón y a la cancelación de deudas, pues si Dios llega ofreciendo a todos su perdón. ¿Cómo se lo podía acoger en un clima de coacción y de exigencia del pago de las deudas? El perdón de Dios tenía que crear un comportamiento social más fraterno y solidario. De ahí la petición que Jesús quiere que nazca del corazón de sus seguidores, cuando enseña a orar diciendo: “Padre, perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Mt 6,12 y Lc 11,4.
Jesús inició su actividad cuando como narra Lc 4,18-19, leyó el libro de Is 61,1-2 y se atribuyó para sí esas palabras: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena noticia; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos; para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Según algunos expertos, este texto era uno de los que se seleccionaba para ser leído en las sinagogas al comienzo del año del Jubileo y Lucas, al presentar el programa de la actuación de Jesús, sugiere que viene a proclamar el gran “Jubileo de Dios”, el cual consistía, según la tradición, en que cada cuarenta y nueve años se debía declarar en Israel “el año del Jubileo”, para restaurar de nuevo la igualdad y estabilidad social en el pueblo de la Alianza. Ese año se devolvía la libertad a quienes se habían vendido como esclavos para pagar sus deudas, se restituían las tierras a sus primeros propietarios y se perdonaban todas las deudas, como se indica en el capítulo 25 del Levítico y Jesús anuncia el reino de Dios como una realidad que exige la restauración de la justicia social.
El reino de Dios estaba llegado y su fuerza estaba ya actuando en los corazones de las personas, y Jesús invitaba a “entrar” en el reino de Dios, y al mismo tiempo, enseñaba a sus discípulos a vivir diciendo: “Venga a nosotros tu reino”.
Jesús hablaba con toda naturalidad del reino de Dios como algo que estaba presente, y al mismo tiempo, como algo que estaba por llegar pues el reino de Dios no es una intervención puntual que se lleva a cabo en un momento, sino una acción continuada del Padre que pide una acogida responsable, pero que no se detendrá, a pesar de todas las resistencias, hasta alcanzar su plena realización. El reino de Dios está pues, haciendo que germine ya un mundo nuevo, pero solo en el futuro alcanzará su plena realización y Jesús la desea ardientemente, como lo manifiestan dos peticiones directas y concisas que reflejan su anhelo y su fe, recogidas en Lc 11,2 y Mt 6,9-10ª dijo: “Padre, santificado sea tu nombre” y “venga tu reino”.
Jesús se percató que el “nombre de Dios” no era reconocido ni santificado. Aquellas gentes de Galilea que lloraban y pasaban hambre eran prueba clara de que su nombre de Padre era ignorado. Por eso su exclamación: “Padre, santificado sea tu nombre”, que llevaba sobreentendida la petición: “Padre hazte respetar, muestra pronto tu poder salvador”. Pero también pidió directamente: “Venga tu reino” y con esa frase expresó su deseo: “Padre, ven a reinar, solo tú puedes eliminar la injusticia y el sufrimiento de tu pueblo. Revela tu fuerza salvadora y como Padre de todos transforma sus vidas para siempre.”
Y el reino de Dios llegó, pero solo como una semilla que se estaba sembrando en el mundo; y llegará el día en que se recogerá la cosecha. El reino de Dios entró en la vida como una porción de levadura y Dios hará que un día esa levadura lo transforme todo. La fuerza salvadora de Dios estaba ya actuando secretamente en el mundo, pero era todavía como un tesoro escondido que muchos no lograron descubrir; pero un día todos lo podrán disfrutar. Jesús no dudó de este final bueno y liberador. A pesar de todas las resistencias y fracasos que se producen, Dios hará realidad la desaparición del mal, de la injusticia y de la muerte.
En el Apocalipsis, escrito probablemente hacia el año 95, el autor consuela a los perseguidos con esta fe sembrada por Jesús, dice en 21,4: “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá muerte ni llanto, ni gritos ni trabajo, porque todo esto es ya pasado.”
Hay que vivir en alerta porque el reino puede venir en cualquier momento. Jesús ignoraba cuándo puede llegar, y lo reconoció humildemente, cuando dijo: “Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni aun los ángeles del cielo, ni el Hijo. Solamente lo sabe el Padre.” Mr 13,32.
Jesús mantuvo siempre su confianza en la llegada del reino de Dios y la confirmó en la cena en que se despidió de sus discípulos horas antes de ser crucificado. La última cena que, con gozo, celebró por los pueblos simbolizando el banquete definitivo en el reino de Dios. ¡La disfrutó anticipando la fiesta final en la que Dios compartirá su mesa con los pobres y los hambrientos, con los pecadores y los impuros, incluso con los paganos extraños a Israel! En esa lista nos encontramos nosotros, si aceptamos sus enseñanzas y lo reconocemos como nuestro libertador y Señor. Jesús se sentó a la mesa sabiendo que no todo Israel había escuchado su mensaje. Su muerte estaba próxima, pero en su corazón seguía ardiendo la esperanza que el reino de Dios vendría y que Dios acabará triunfando, y también él mismo triunfará, a pesar de su aparente fracaso con su muerte. Dios llevará a plenitud su reino y hará que Jesús se siente en el banquete final a beber un “vino nuevo”. Él manifiestó esa esperanza, cuando dijo en Mr 14,25: “Les aseguro que no volveré a beber del producto de la vid, hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios.”
Que nuestro Señor Jesús nos ayude y nos guíe para que un día celebremos y compartamos con Él el vino nuevo en el reino de Dios.
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