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AMBIENTE RELIGIOSO EN NAZARET

AMBIENTE RELIGIOSO EN NAZARET

Para Faro de Luz 1201AB

Galilea no era Judea. La ciudad santa de Jerusalén quedaba lejos. En aquella aldea perdida en las montañas, la vida religiosa no giraba en torno al templo y a sus sacrificios. A Nazaret no llegaban los grandes maestros de la ley. Eran los mismos vecinos quienes se ocupaban de alimentar su fe en el seno del hogar y en las reuniones religiosas de los sábados. Una fe de carácter bastante conservador y elemental, probablemente poco sujeta a tradiciones más complicadas, pero hondamente arraigada en sus corazones. Para confortar en su dura vida de campesinos tenían la fe en su Dios. Al parecer, la fe y la piedad de las aldeas de Galilea eran de carácter conservador y además, allí no había presencia de escribas y maestros.
Desde Nazaret no podía Jesús conocer de cerca el pluralismo que se vivía en aquel momento entre los judíos. Solo de manera ocasional y vaga pudo oír hablar de los saduceos de Jerusalén, de los diversos grupos fariseos, de los “monjes” de Qumrán o de los terapeutas de Alejandría. Su fe se fue alimentando en la experiencia religiosa que se vivía entre el pueblo sencillo de las aldeas de Galilea.
Los vecinos de Nazaret, como todos los judíos de su tiempo, confesaban dos veces al día su fe en un solo Dios, creador del mundo y salvador de Israel. En un hogar judío era lo primero que se hacía por la mañana y lo último por la noche. No era propiamente un credo lo que se recitaba, sino una oración emocionada que invitaba al creyente judío a vivir enamorado de Dios como su único Señor: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Con estas palabras del Dt 6,4-5 comenzaba la oración llamada Shemá Israel “Escucha, Israel”. Estas palabras repetidas todos los días al levantarse y al acostarse se fueron grabando muy dentro en el corazón de Jesús. Más tarde lo diría a la gente: “Esta oración que recitamos todos los días nos recuerda lo más importante de nuestra religión: vivir totalmente enamorados de Dios”. Según Mr 12,29-30, cuando un escriba le preguntó “cuál es el primero de todos los mandamientos”, y Jesús le respondió citando las primeras palabras del Shemá Israel.
A pesar de vivir perdidos en aquella pobre aldea, los vecinos de Nazaret tenían conciencia de pertenecer a un pueblo muy querido por Dios. Todas las naciones hacían pactos y alianzas entre sí para defenderse de los enemigos, pero el pueblo judío vivía otra alianza original y sorprendente entre ese Dios único e Israel, alianza por la que tenían una relación especial. Él había elegido a aquel pueblo pequeño e indefenso como algo muy suyo, y había establecido con él una alianza: el Señor era su Dios protector, e Israel el “pueblo de Dios”. Ser israelita quería decir pertenecer a ese pueblo elegido. Los varones judíos eran circuncidados para llevar en su propia carne la señal que los identificaba como miembros del pueblo elegido. Jesús lo sabía. Siguiendo lo prescrito por la ley, había sido circuncidado por su padre José a los ocho días de su nacimiento. El rito se llevó a cabo probablemente una mañana en el patio de la casa familiar. Así se acostumbraba en las pequeñas aldeas. Por el rito de la circuncisión, Jesús era aceptado por su padre como hijo, pero, al mismo tiempo, era acogido en la comunidad de la Alianza. El rito de la circuncisión terminó llamándose berit, es decir, “alianza”, porque significaba la entrada del niño en el pueblo de la Alianza.
Los judíos vivían orgullosos de contar con la Torá o Ley de Moisés, el texto que contiene la ley, la instrucción, enseñanza y la doctrina, patrimonio que caracteriza al pueblo judío, involucra la totalidad de la revelación y enseñanza divina otorgada al pueblo de Israel por Dios. Allí se le revelaba lo que debía cumplir para responderle fielmente. Nadie la discutía. Nadie la consideraba una carga pesada, sino un regalo que les ayudaba a vivir una vida digna de su Alianza con Dios. En Nazaret, como en cualquier aldea judía, toda la vida transcurría dentro del marco sagrado de esta ley. Día a día, Jesús iba aprendiendo a vivir según los grandes mandamientos del Sinaí. Sus padres le iban enseñando además los preceptos rituales y las costumbres sociales y familiares que la ley prescribía. La Torá lo impregnaba todo. Era el signo de identidad de Israel, lo que distinguía a los judíos de los demás pueblos. Flavio Josefo subraya con orgullo esta originalidad de su pueblo, gobernado por la ley de Dios. Jesús nunca despreció la ley, pero un día enseñaría a vivirla de una manera nueva, escuchando el corazón de un Dios Padre que quiere reinar entre sus hijos e hijas otorgando a todos una vida digna y dichosa.
En Nazaret no había templo. Los extranjeros quedaban desconcertados al comprobar que los judíos no construían templos ni daban culto a imágenes de dioses. Solo había un lugar sobre la tierra donde su Dios podía ser adorado: el templo santo de Jerusalén. Era allí donde el Dios de la Alianza habitaba en medio de su pueblo de manera invisible y misteriosa. Hasta allí peregrinaban los vecinos de Nazaret, como todos los judíos del mundo, para alabar a Dios. Allí se celebraban con solemnidad las fiestas judías. Allí se ofrecía el sacrificio por los pecados de todo el pueblo en la “fiesta de la expiación”. Solo en esa fiesta del Yom Kippur entraba el sumo sacerdote en el lugar más recóndito y santo del templo para llevar a cabo la expiación por los pecados del pueblo. El templo era para los judíos el corazón del mundo. En Nazaret lo sabían, por eso, al orar, orientaban su mirada hacia Jerusalén. Jesús probablemente aprendió a orar así. Más tarde, sin embargo, las gentes lo verán orar según dicen Mr 6,41; 7,34; Lc 9,16: “alzando los ojos al cielo” según una costumbre que se observaba ya en los salmos. Para Jesús, Dios es el “Padre del cielo”. No está ligado a un lugar sagrado. No pertenece a un pueblo o a una raza concretos. No es propiedad de ninguna religión. Dios es de todos.
Los sábados, Nazaret se transformaba. Nadie madrugaba. Los hombres no salían al campo. Las mujeres no cocían el pan. Todo trabajo quedaba interrumpido. El sábado era un día de descanso para la familia entera. Todos lo esperaban con alegría. Para aquellas gentes era una verdadera fiesta que transcurría en torno al hogar y tenía su momento más gozoso en la comida familiar, que siempre era mejor y más abundante que durante el resto de la semana. El sábado era otro rasgo esencial de la identidad judía. Los pueblos paganos, que desconocían el descanso semanal, quedaban sorprendidos de esta fiesta que los judíos observaban como signo de su elección. Profanar el sábado era despreciar la elección y la alianza.
El descanso absoluto de todos, el encuentro tranquilo con los familiares y vecinos permitía a todo el pueblo vivir una experiencia renovadora. El sábado era un día de descanso total. No solo se dejaba el trabajo. Se evitaba, además, todo esfuerzo. No se podían transportar cargas. Solo se podía caminar algo más de un kilómetro. El sábado era vivido como un “respiro” querido y exigido por Dios, que, después de crear los cielos y la tierra, él mismo “descansó y tomó respiro el séptimo día”. Lo leemos en el Éx 31,14-17: “El sábado será sagrado para ustedes, y deberán respetarlo. El que no respete ese día, será condenado a muerte. Además, la persona que trabaje en ese día será eliminada de entre su gente. Se podrá trabajar durante seis días, pero el día séptimo será día de reposo consagrado al Señor. Cualquiera que trabaje en el sábado, será condenado a muerte.’ Así que los israelitas han de respetar la práctica de reposar en el sábado como una alianza eterna a través de los siglos. Será una señal permanente entre los israelitas y yo.” Porque el Señor hizo el cielo y la tierra en seis días, y el día séptimo dejó de trabajar y descansó.”
Sin tener que seguir el penoso ritmo del trabajo diario, ese día se sentían más libres y podían recordar que Dios los había sacado de la esclavitud para disfrutar de una tierra propia Dt 5,12-15. En Nazaret seguramente no estaban muy al tanto de las discusiones que mantenían los escribas en tomo a los trabajos prohibidos en sábado. Tampoco podían saber mucho del rigorismo con que los esenios observaban el descanso semanal. Para las gentes del campo, el sábado era una “bendición de Dios”. Jesús lo sabía muy bien. Cuando más tarde le criticaron la libertad con que curaba a los enfermos en sábado, se defendió con una frase lapidaria: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” Mr 2,27. ¿Qué día mejor que el sábado para liberar a la gente de sus dolencias y enfermedades?
El sábado por la mañana, todos los vecinos se reunían en la sinagoga del pueblo para un encuentro de oración. Era el acto más importante del día. Sin duda, la sinagoga de Nazaret era muy humilde. Tal vez una simple casa que servía no solo como lugar de oración, sino también para tratar asuntos de interés común para todo el pueblo, trabajos que realizar entre todos o la ayuda a gente necesitada.
En Galilea en tiempos de Jesús, había sinagogas, probablemente con diversas funciones, se celebraban asambleas de carácter religioso y también con fines comunitarios. Probablemente, en los pueblos pequeños se reunían en la plaza, en algún patio o en un espacio habilitado para ello, en aldeas mayores fueron construyendo edificaciones más adecuadas, pero de Nazaret la escena que narra Lc 4,16-22 en la que Jesús, en la sinagoga de Nazaret, lee el capítulo 61 del libro de Isaías, nos indica que ahí había una.
A la reunión del sábado asistían casi todos, aunque las mujeres no estaban obligadas. El encuentro comenzaba con alguna oración como el Shemá Israel o alguna bendición. Se leía a continuación una sección de la Torá, seguida a veces de algún texto de los profetas. Todo el pueblo podía escuchar la Palabra de Dios, hombres, mujeres y niños. Esta costumbre religiosa, que tanto sorprendía a los extranjeros, permitía a los judíos alimentar su fe directamente en la fuente más genuina. Sin embargo, eran pocos los que podían entender el texto hebreo de las Escrituras. Por eso un traductor iba traduciendo y parafraseando el texto en arameo. Después comenzaba la predicación, en la que cualquier varón adulto podía tomar la palabra. Esta reconstrucción está basada en la literatura rabínica posterior al año setenta. Los especialistas piensan que también en tiempos de Jesús se aproximaría bastante a este esquema. La “Sagrada Escritura” que el pueblo de las aldeas tenía en su cabeza no era el texto hebreo que nosotros conocemos hoy, sino esta traducción aramea que sábado tras sábado oían en la sinagoga. Al parecer, Jesús lo tenía en cuenta al hablar a las gentes.
Pasado el sábado, todo el mundo volvía de nuevo a su trabajo. La vida dura y monótona de cada día solo quedaba interrumpida por las fiestas religiosas y por las bodas, que eran, sin duda, la experiencia festiva más disfrutada por las gentes del campo. La boda era una animada fiesta familiar y popular. La mejor. Durante varios días, los familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas de boda y cantando canciones de amor. Jesús debió de tomar parte en más de una, pues su familia y los miembros de su clan eran numerosos. Al parecer, disfrutaba acompañando a los novios durante estos días de fiesta, y gozaba comiendo, cantando y bailando. Cuando más tarde acusaron a sus discípulos de no vivir una vida austera al estilo de los discípulos de Juan, Jesús los defendió de una manera sorprendente. Explicó sencillamente que, junto a él, la vida debía ser una fiesta, algo parecido a esos días de boda. No tiene sentido estar celebrando una boda y quedarse sin comer y beber, como dice en Mr 2,19: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?”.
También las fiestas religiosas eran muy queridas por todos. El otoño era un tiempo especialmente festivo. En septiembre se celebraba la “fiesta del año nuevo”. Diez días más tarde, el “día de la expiación” (Yom Kippur), una celebración que transcurría principalmente en el interior del templo, donde se ofrecían sacrificios especiales por los pecados del pueblo. A los seis días se celebraba una fiesta mucho más alegre y popular que duraba siete días. La llamaban “fiesta de las tiendas” (Sukkot). En su origen había sido, probablemente, una “fiesta de la vendimia” que se celebraba en el campo, en pequeñas chozas instaladas entre los viñedos. Durante la fiesta, esperada con ilusión por los niños, las familias vivían fuera de casa en cabañas, que les recordaban las tiendas del desierto, donde se habían cobijado sus antepasados cuando Dios los sacó de Egipto.
En primavera se celebraba la gran “fiesta de Pascua” (Pésaj), que atraía a miles de peregrinos judíos procedentes del mundo entero. La víspera del primer día se degollaba el cordero pascual, y al anochecer cada familia se reunía para celebrar una emotiva cena que conmemoraba la liberación del pueblo judío de la esclavitud de Egipto. La fiesta continuaba durante siete días en un clima de alegría y orgullo por pertenecer al pueblo elegido, y también de esperanza por recuperar de nuevo la libertad perdida bajo el yugo del emperador romano. Cincuenta días después, en la proximidad del verano, se celebraba la “fiesta de Pentecostés” o “fiesta de la cosecha”. En tiempos de Jesús estaba asociada al recuerdo de la Alianza y del regalo de la ley otorgada por Dios en el Sinaí.
La fe de Jesús fue creciendo en este clima religioso de su aldea, en las reuniones del sábado y en las grandes fiestas de Israel, pero sobre todo fue en el seno de su familia donde pudo alimentarse de la fe de sus padres, conocer el sentido profundo de las tradiciones y aprender a orar a Dios. Los nombres de sus padres y hermanos, todos de fuerte raigambre en la historia de Israel, sugieren que Jesús creció en una familia judía profundamente religiosa. Su padre José lleva el nombre de uno de los hijos de Jacob. Su madre Miryam, el de la hermana de Moisés. Seguramente José se preocupó no solo de enseñarle un oficio, sino de integrarlo en la vida de adulto fiel a la Alianza con Dios. La influencia de José sobre su hijo fue más importante de lo que se estima. Jesús tenía la costumbre de llamar a Dios Abbá, con la misma expresión con que se dirigía a su “padre” adoptivo José.
Jesús aprendió a orar desde niño. Los judíos piadosos sabían orar no solo en la liturgia de la sinagoga o con las plegarias prescritas para el momento de levantarse o acostarse. En cualquier momento del día elevaban su corazón a Dios para alabarlo con una oración típicamente judía llamada (beraká) “bendición”. Estas oraciones comienzan con un grito de admiración: Baruk atá Adonai, “¡Bendito eres, Señor!”, seguido del motivo que provoca la acción de gracias. Para un israelita, todo puede ser motivo de “bendición” a Dios: el despertar y el atardecer, el calor bienhechor del sol y las lluvias de primavera, el nacimiento de un hijo o las cosechas del campo, el regalo de la vida y el disfrute de la tierra prometida. Jesús respiró desde niño esta fe impregnada de acción de gracias y alabanza a Dios. Una antigua fuente cristiana ha conservado una “bendición” que brotó espontáneamente de su corazón al ver que su mensaje era acogido por los pequeños: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Lc 10,21 // Mt 11,25).
Hagamos nuestra la costumbre que tenía Jesús de dar gracias a Dios por todo, y oremos diciendo en cualquier momento del día Baruk atá Adonai, “¡Bendito eres, Señor!” Gracias por tus bendiciones, por la vida, por la familia, por el trabajo, porque me provees de lo necesario para vivir dignamente, como hijo tuyo. Condúceme por tus caminos de justicia, de paz, de amor y hazme fuerte para mantenerme firme en tus mandamientos y enseñanzas. Que así sea.

 

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