VIVE COMO DIOS QUIERE, AMANDO
VIVE COMO DIOS QUIERE, AMANDO
Jesús habló continuamente, en sus parábolas, de la compasión, del perdón, de la acogida a los perdidos, de la ayuda a los necesitados, en resumen, de las formas de manifestar el amor. Ese era su lenguaje de profeta del reino. Pero habló también como maestro de vida presentando el amor como la ley fundamental y decisiva. Lo hizo asociando de manera íntima e inseparable dos grandes mandatos que gozaban de gran aprecio en la tradición religiosa del pueblo judío: el amor a Dios y el amor al prójimo. Jesús apenas empleó el vocabulario acostumbrado del amor. Los términos agape (“amor”) o agapan (“amar”) aparecieron en sus labios cuando habló del amor a los enemigos. Pero, por lo general, Jesús habló de manera más específica, decía, por ejemplo: que debemos compadecernos del que sufre; perdonar al que nos ha ofendido; dar un vaso de agua al que tiene sed y comida al hambriento o ayudar al necesitado.
Según los Evangelios, cuando le preguntaron cuál es el primero de los mandamientos, Jesús recordando el mandato que repetían los judíos al comienzo y al final de todos los días, en la oración del Shemá, respondió: “El primer mandamiento es: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.» Él mismo había rezado con esas palabras que le ayudaban a vivir amando a su Padre Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas. Enseguida añadió otro mandato que está recogido en el Levítico: “El segundo es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y recalcó la importancia de estos dos cuando cerró diciendo: “No hay otro mandamiento mayor que estos” (Mr 12,29-31).
Los dos textos que Jesús asoció como inseparables se encuentran en: Dt 6,4-5 y Lev 19,18. Con esto dejó claro que el amor a Dios y al prójimo es la síntesis de la ley, que el mandato del amor no se encuentra en el mismo plano que los demás mandamientos y que el amor le concede a todo lo demás una importancia menor. Esto significa que, si nuestra conducta no está basada en el amor o va contra el amor, no sirve para construir la vida como la quiere Dios.
Jesús estableció una estrecha conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Son inseparables. No es posible amar a Dios y desentenderse del hermano. Para buscar la voluntad de Dios, lo decisivo no es solamente leer leyes escritas en tablas de piedra, sino, sobre todo, descubrir las exigencias del amor en la vida de la gente. No es posible que adoremos a Dios en el templo y vivir olvidando a los que sufren; el amor a Dios que excluye al prójimo se convierte en mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios.
Esta síntesis del amor a Dios y al prójimo se venía ya gestando en el judaísmo con anterioridad a Jesús. En el libro de los Jubileos, escrito en el siglo II a. C., se lee: “Teme y adora a Dios, al tiempo que cada cual ama a su hermano con misericordia y justicia”. En otro libro llamado Testamento de los Doce patriarcas, escrito también en el siglo II a. C., dice: “Ama al Señor en tu vida entera y ámense unos a otros con un corazón sincero”; “Ama al Señor y al prójimo, apiádate del débil y del pobre”. Según Filón de Alejandría, filósofo judío contemporáneo de Jesús, la “adoración a Dios” y la “filantropía” (que es procurar el bien de los demás de manera desinteresada, incluso a costa del interés propio), constituyen las dos virtudes principales y gemelas. Lo original de Jesús fue citar literalmente los dos preceptos y situarlos por encima de todos los demás, dando así una fuerza especial a lo que se venía diciendo.
Jesús no confundió el amor a Dios y el amor al prójimo, como si fueran una misma cosa, por eso dejó claro que el amor a Dios no puede quedar reducido a amar al prójimo, ni el amor al prójimo significa que sea ya, en sí mismo, amor a Dios.
Para Jesús, el amor a Dios tiene primacía absoluta y no puede ser reemplazado por nada. Por ello el primer mandamiento es amar a Dios, buscar su voluntad, entrar en su reino, que significa reconocer la realeza de , confiar en su perdón y también obedecerlo. Esa es la razón por la cual nuestra oración se dirige a Dios y no al prójimo. Juan el bautista llamaba a entrar al Reino por medio del arrepentimiento y la conversión que se manifestaba con el bautismo, para luego vivir según las normas establecidas por Dios, pero por amor, no porque la ley obligara.
Por otra parte, el prójimo no es un medio o una ocasión para practicar el amor a Dios. Jesús no pretendió transformar el amor al prójimo en una especie de amor indirecto a Dios. Él amó y ayudó a la gente porque la gente sufría y necesitaba ayuda. Él curaba porque le dolía el sufrimiento de la gente enferma. Jesús era y es concreto y realista y espera que nosotros, como sus seguidores, actuemos de la misma manera. Debemos sentir como propias las necesidades de los demás y hacer cuanto podamos para satisfacerlas de forma precisa y específica, como sería dar un vaso de agua al sediento porque tiene sed; dar de comer al hambriento para que no se muera; vestir al desnudo para que se proteja del frío.
Quienes se sienten hijos de Dios lo aman con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Este amor, significa docilidad y obediencia, disponibilidad total y entrega a un Padre que ama sin límites e incondicionalmente a todos sus hijos. Por tanto, no es posible amar a Dios sin desear lo que él quiere y sin amar incondicionalmente a quienes él ama como Padre. El amor a Dios hace imposible vivir encerrado en uno mismo, indiferente al sufrimiento de los demás. Es precisamente en el amor al prójimo donde se descubre la verdad del amor a Dios.
Por eso no es extraño que Jesús le diera al prójimo una importancia singular. No se limitó a recordar el mandato del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sino que lo explica con la llamada “regla de oro”: “Trata a los demás como quieres que ellos te traten” Lc 6,31 y Mt 7,12. Esta regla era conocida en el judaísmo aunque formulada en forma negativa, como leemos en el libro de Tobías 4,15, escrito el siglo II a.C.: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti”. Por la misma época, un libro hebreo, conocido como el Testamento de Neftalí 1,6 dice: “Que nadie haga a su prójimo lo que no quiere que le hagan a él”.
Hay una anécdota que se cuenta en un libro judío sobre dos rabinos algo anteriores a Jesús. Un hombre se acercó al rabino Shammai para decirle que se haría su discípulo si conseguía enseñarle la Torá durante el tiempo en que él aguantara a mantenerse apoyado sobre un solo pie. Shammai lo rechazó enfadado. Entonces aquel hombre acudió al rabino Hillel con la misma propuesta, y éste le respondió: “No le hagas a otro lo que no quieras para ti. Esta es toda la Ley. El resto es solo comentario”.
No se puede encerrar el amor en fórmulas precisas. El amor necesita imaginación y creatividad. Así se entiende la invitación de Jesús: “Trata a los demás como quieres que ellos te traten.” Con esto estaba diciendo que nuestra propia experiencia podrá ser el mejor punto de partida para que imaginemos cómo tenemos que tratar a nuestro prójimo. Amar al otro “como a ti mismo” significa “amarle como deseamos que el otro nos ame.”
Con las diversas versiones de la “regla de oro” que circulaban en el judaísmo, y que la formulaban de manera negativa, se corría el riesgo de reducir el amor a “no hacer daño” al prójimo. Mientras que la formulación de Jesús: “Trata a los demás como quieres que te traten a ti” es positiva y hace ver que el amor no consiste en “no hacer daño”, sino en tratar al otro lo mejor posible.
Debes ponerte en la situación del otro y preguntarte ¿qué querrías para ti? Al responderte, será fácil que empieces a ver con claridad, la forma en la que debes actuar con él.
Jesús quiso demostrar el carácter ilimitado del amor, con dichos tan inspiradores como los que encontramos en Lc 6,29, en donde se lee: “Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa.” Y este otro que se encuentra en Lc 14,13-14: “Cuando tú des un banquete, invita a los pobres, los inválidos, los cojos y los ciegos y serás feliz. Pues ellos no te pueden pagar.”
Si lo que deseamos para nosotros se convierte en criterio y regla de nuestro comportamiento hacia los demás, ya no habrá excusa ni escapatoria alguna. Y puesto que para nosotros siempre queremos lo mejor, la “regla de oro” nos pone a buscar el bien de los demás, sin restricciones de ninguna clase. Esto es a lo que podemos llamar entregarnos a los demás en servicio de amor.
En el “mundo nuevo” que anuncia Jesús, ésa, ha de ser nuestra actitud básica: disponibilidad, servicio y atención a la necesidad de nuestro prójimo. No hay normas concretas. Amar al prójimo es hacer por él, en cualquier situación de necesidad, todo lo que podamos.
En la parábola del buen samaritano, que se encuentra en Lc 10,25-37 Jesús describe la actuación de aquel hombre que, conmovido, se acerca al herido al lado del camino, y como dice en los versos 34 y 35, hace por él cuanto puede: “desinfecta sus heridas con vino, las cura con aceite, lo venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él y está dispuesto a pagar cuanto haga falta.”
Jesús piensa en unas relaciones nuevas, regidas no por el interés propio o la utilización de los demás, sino por el servicio al necesitado, al que sufre.
La llamada de Jesús es, también hoy, clara y concreta. Aceptar el reino de Dios no es una imagen o un símbolo, es vivir el amor al prójimo en toda situación. Es lo decisivo. Solo se vive como hijo de Dios viviendo de manera fraterna con todos. En el reino de Dios, el prójimo toma el lugar que ocupaba la ley que regía a los judíos.
Debemos seguir los Mandamientos de Dios, pues el Decálogo, es la luz que Dios ofrece a la conciencia de todo hombre para exponerle sus caminos, pero también para protegerlo del mal. Y como dijo San Agustín, “Dios escribió en las tablas de la ley lo que los hombres no leían en sus corazones”. Y como enseñó Jesús, debemos enfocarnos sobre todo en amor a Dios y al prójimo, por lo que debemos reconocer a Dios como el creador de todo cuanto existe y la razón de nuestra existencia, que por amor a nosotros, a cada uno, envió a su Hijo Jesucristo para que nos librara del castigo que merecíamos por haberle ofendido, para perdonarnos y para darnos una nueva vida, por lo que debemos reconocerlo como nuestro Salvador, pero también como nuestro Rey, nuestro Señor merecedor de nuestro amor, y entonces, voluntariamente entregarnos totalmente a su voluntad, que implica obedecer sus enseñanzas y mandamientos.
Jesús también dijo que el otro mandamiento importante es “amarás al prójimo como a ti mismo” Mt 22,39, debemos aprender a ver a los demás con amor, pues a Dios le dejamos reinar en nuestra vida cuando sabemos escuchar con disponibilidad total su llamado que se encuentra escondido en toda persona necesitada.
Jesús enseñó, con su testimonio, sirviendo a los más necesitados, a los rechazados por la sociedad, a los considerados impuros, a los enfermos y también a los pecadores, que, en el reino de Dios, todos, aun los que nos parecen más despreciables, tienen derecho a experimentar el amor de Dios a través del amor que les manifestemos y a recibir de nosotros, la ayuda que necesitan para vivir dignamente. Debemos pues, estar dispuestos, permanentemente, a servir a los demás por amor. Recordemos que como seguidores de Cristo, somos miembros de su cuerpo que es la iglesia, como dice San Pablo en Col 1,24.
Y este San Pablo de Tarso, el último apóstol llamado por Jesús, aprendió directamente de Él lo que después transmitió a las comunidades en donde predicó la Buena Noticia de la salvación eterna por el sacrificio de Cristo. Una de esas comunidades es la de los Corintios a quienes escribió en una de sus cartas una enseñanza que nos deja ver claramente la importancia que tenemos cada uno y el interés que debemos mantener sobre los demás, que, como nosotros, cuando aceptaron a Jesús como Señor y Salvador, pasaron a ser miembros vivos de su Iglesia y por consiguiente nuestros hermanos.
Dice San Pablo en 1Co 12,12-27: “El cuerpo humano, aunque está formado por muchos miembros, es un solo cuerpo. Así también Cristo. Y de la misma manera, todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, fuimos bautizados para formar un solo cuerpo por medio de un solo Espíritu; y a todos se nos dio a beber de ese mismo Espíritu.
Un cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos.
Si el pie dijera: “Como no soy mano, no soy del cuerpo”, no por eso dejaría de ser del cuerpo. Y si la oreja dijera: “Como no soy ojo, no soy del cuerpo”, no por eso dejaría de ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojo, no podríamos oír. Y si todo el cuerpo fuera oído, no podríamos oler. Pero Dios ha puesto cada miembro del cuerpo en el sitio que mejor le pareció.
Si todo fuera un solo miembro, no habría cuerpo. Lo cierto es que, aunque son muchos los miembros, el cuerpo solo es uno. El ojo no puede decirle a la mano: “No te necesito”; ni la cabeza puede decirles a los pies: “No los necesito.” Al contrario, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los que más se necesitan; y los miembros del cuerpo que menos estimamos, son los que vestimos con más cuidado.
Si un miembro del cuerpo sufre, todos los demás sufren también; y si un miembro recibe atención especial, todos los demás comparten su alegría. Pues bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno de ustedes es un miembro con su función particular.”
YSan Pablo consideró tan importante esta enseñanza que también la transmitió a la comunidad de cristianos de Roma en Ro 12,4-5, en donde dice: “Porque, así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros sirven para lo mismo, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y estamos unidos unos a otros como miembros de un mismo cuerpo.” Y a la comunidad de Éfeso les hizo llegar el mismo mensaje: “todos somos miembros de un mismo cuerpo.” Ef 4,25b.
Con esto debe quedarnos claro que debemos vivir en comunión con los hermanos, en la unidad que nos lleva a los seguidores de Cristo a sentirnos parte del cuerpo de Jesucristo, unidos por el amor, sin tomar en cuenta las distinciones sociales, culturales y nacionales; porque como dijo San Pablo: “somos uno en Cristo.”
Pero, para que este ideal perdure, es necesario que pongamos en práctica permanente la orden de Jesús “Les doy un mandamiento nuevo: “Ámense los unos a los otros. Como yo los he amado, así también ámense los unos a los otros.” Jn 13,34. Esto significa que no basta con amar al prójimo como a nosotros mismos; tenemos que amarlo como Jesucristo nos amó. Tengamos en cuenta que él murió por amor a nosotros. Y aun cuando digo que debemos morir por amor a nuestro prójimo, no necesariamente me refiero a que debe ser una muerte como tal; pero sí requiere, que, para darnos a los demás, para manifestarles nuestro amor, muramos a nosotros mismos, a nuestros intereses y darles nuestro tiempo y atención, servirles en todo lo que podamos y hacerlo sin esperar nada a cambio. Y el Señor, que conoce nuestro corazón y nuestras intenciones, nos premiará.
Que así sea.