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DEBEMOS AMAR INCLUSO A NUESTROS ENEMIGOS

DEBEMOS AMAR INCLUSO A NUESTROS ENEMIGOS

El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel era para ellos el Dios que conducía la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo comprobar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida. Recordemos la salida de Egipto y el paso por el Mar Rojo, la manifestación del apoyo de Dios a los israelitas en la guerra contra los amalecitas así como la toma de Jericó.

Pero la crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo por enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia, como narra 2 Re caps 24 y 25? ¿Qué debían hacer, abandonar a Yahvé y adorar a los dioses de Asiria y Babilonia? Pronto encontraron la respuesta al percatarse que Dios no había cambiado; fueron ellos los que se habían alejado de él desobedeciendo sus mandatos. Y Yahvé dirigió su violencia justiciera sobre su pueblo, que con su conducta alejada de sus normas y mandamientos se había convertido, de alguna manera, en su “enemigo”.

Dios seguía siendo grande, y se sirvió de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado, como dice en Pr 12,28: “El sendero recto lleva a la vida, y el camino torcido conduce a la muerte.” Con esto, el Señor nos indica que, si deseamos tener la vida que Jesús vino a darnos, una vida plena, abundante, de amor, paz, gozo y libertad, debemos mantenernos en el camino que nos indica Dios en los Mandamientos y en sus normas y enseñanzas que se encuentran a lo largo de toda la Biblia. Recordemos también que San Pablo dice en Ro 6,23: “la paga del pecado es la muerte”.

Esto nos lleva a comprender que, si tomamos la mala decisión de pecar, pagaremos con nuestra vida, y moriremos. Ahora bien, debemos entender que hay dos tipos de muerte, la muerte física que es la separación del alma del cuerpo. Y la muerte espiritual que es la separación del espíritu o alma de Dios. Esta muerte espiritual, puede llegar a ser eterna, que es la separación definitiva e irremediable entre el pecador y Dios y se conoce como pecado mortal porque se da cuando el que peca resiste la voluntad de Dios, es decir, va en contra de las enseñanzas y los mandamientos, consciente e intencionalmente.

No se trata de un simple pecado o de una transgresión ordinaria; es una rebeldía impulsada por el orgullo y por no reconocer la soberanía divina, es decir, no se arrepiente de su actuar, rechaza el sacrificio de Jesucristo y no lo acepta como Salvador y Señor.

El autor de la carta a los Hb define el pecado mortal, dice: “Porque si seguimos pecando intencionalmente después de haber conocido la verdad, (es decir después de haber conocido a Jesucristo y por Él a Dios Padre, consecuentemente su voluntad, que se encuentra en la Biblia) ya no queda más sacrificio por los pecados; solamente nos queda la terrible amenaza del juicio y del fuego ardiente que destruirá a los enemigos de Dios. Cuando alguien desobedece la ley de Moisés, si hay dos o tres testigos que declaren contra él, se le condena a muerte sin compasión. Pues ¿no creen ustedes, que, mucho mayor castigo merecen, los que pisotean al Hijo de Dios y desprecian su sangre, los que insultan al Espíritu del Dios que los ama? Esa sangre es la que confirma la alianza, y con ella han sido ellos consagrados.Hb 10,26-29. Con esto, debemos entender que al pecar le estaremos dando la espalda a Jesucristo que murió precisamente para rescatarnos de la esclavitud del pecado, y que despreciamos que haya derramado su sangre, con la cual selló el pacto de darnos una vida nueva que hizo con nosotros. Darle la espalda al Espíritu Santo significa que rechazamos ser de su propiedad, que rechazamos su actuar en nosotros y decidimos desobedecer a Dios y vivir fuera de su justicia.  Ahora bien, según hemos escuchado, Dios desea la vida para todos, por lo que incluso para quienes han cometido pecado mortal, si se presentan ante Él arrepentidos y con corazón contrito y humillado le piden perdón y acuden al Sacramento de la Reconciliación, recibirán el perdón de sus pecados y serán aceptados nuevamente en su Reino de amor, paz y gozo, como sucedió con el hijo pródigo.

Si vamos a las enseñanzas del Antiguo Testamento, allí se nos presenta a un Dios violento que dirige la historia con su poder. Por ejemplo, cuando Dios dice en el Lv 26,3.6-7.14-17:Si siguen mis leyes, y cumplen mis mandamientos y los practicanLes daré bienestar en el país, y dormirán sin sobresaltos, pues yo libraré al país de animales feroces y de guerras. Ustedes harán huir a sus enemigos, y ellos caerán a filo de espada ante ustedes... Pero si no me obedecen ni ponen en práctica mis mandamientos, sino que rechazan y menosprecian mis leyes y decretos y no cumplen con ninguno de mis mandamientos, faltando así a mi alianza, yo les enviaré mi terror, epidemia mortal, fiebre, enfermedades de los ojos y decaimiento del cuerpo; de nada les servirá sembrar, porque sus enemigos se comerán la cosecha. Yo me pondré en contra de ustedes, y serán derrotados por sus enemigos; serán dominados por aquellos que los odian, y tendrán que huir aunque nadie los persiga.

Pero al pasar los años el pueblo empezó a pensar que su castigo era excesivo, que el pecado había sido ya expiado con creces, y las esperanzas que se despertaron en el pueblo al volver del destierro, habían quedado frustradas. Además, sentían que la invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma, eran una injusticia cruel e inmerecida. Algunos, considerando cómo los había salvado Dios de la esclavitud en Egipto,  comenzaron a hablar de una “violencia apocalíptica” en la que, de nuevo intervendría Dios de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza. Por eso, en tiempos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo intervendría, cómo lo haría y qué ocurriría cuando llegara con su poder castigador. Todos esperaban a un Dios vengador, que, como recitaban varios salmos que pedían la salvación, hablaban de la “destrucción de los enemigos”. Ejemplo claro es el Sal 94,1-2, que era la súplica general del pueblo judío que decía al unísono: ¡Muéstrate, Señor, Dios de las venganzas! Tú eres el Juez del mundo ¡levántate contra los orgullosos y dales su merecido!

En ese clima, todo invitaba a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Era incluso un signo de pasión por la justicia de Dios, como vemos en el Sal 139,21-22, en donde leemos: Señor, ¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan contra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos”. Este odio se manifestaba sobre todo entre los esenios de Qumrán, y para los miembros de esa comunidad Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza era un principio fundamental. En concreto se pedía a los miembros de la comunidad en una de sus Reglas: “Amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su suerte en el designio de Dios, y odiar a todos los hijos de las tiniebIas.

Según el historiador judío Flavio Josefo, en su obra La guerra judía en el número 139, dice que, al entrar en la comunidad, los esenios formulaban el juramento de odiar… siempre a los injustos y luchar en el bando de los justos. El trasfondo oscuro del odio aparece en varios textos donde se invitaba al “odio eterno contra los varones de corrupción” o a “la cólera contra los varones de maldad”. Excitados por ese odio, se preparaban para tomar parte en la guerra final de “los hijos de la luz” contra “los hijos de las tinieblas”.

Como dimos a conocer en un programa anterior, en la Comunidad de Qumrán se excluía a los cojos, a los ciegos, a los sordos, a los mudos, a los dementes, y a los menores… y la razón era, probablemente, porque no podían tornar parte en esa guerra final. Pero Jesús, por el contrario, acogía a todos los rechazados, porque no preparaba a nadie para la guerra y el odio, sino para la paz y el amor.

Jesús hablaba un lenguaje nuevo y sorprendente; daba a conocer que Dios no es violento, sino compasivo; que ama incluso a sus enemigos; y que no busca la destrucción de nadie, que su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones violentas y destructoras, que Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su amor, compasión y misericordia es incondicional para todos. Y es en base a ese pensamiento suyo que dijo: “Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” Mt 5,45. Y en Lc 6,35 dice Jesús: “Ustedes deben amar a sus enemigos, y hacer bien, y dar prestado sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa, y ustedes serán hijos del Dios altísimo, que es también bondadoso con los desagradecidos y los malos.”

Jesús sencillamente contempló la creación y confirmó que Dios es bueno con todos y enseñó que Dios no retiene celosamente su sol y su lluvia, los comparte con sus hijos e hijas de la tierra sin hacer discriminación entre justos y culpables. No restringe su amor solo hacia los que le son fieles. Hace el bien incluso a los que se le oponen. No reacciona ante los hombres según sea su comportamiento. No responde a su injusticia con injusticia, sino con amor. Y quiere que lo imitemos, que amemos y que nuestro comportamiento sea amable y misericordioso con todos.

La experiencia que Jesús tiene de Dios es la de un padre que es acogedor, compasivo y perdonador. Por eso no coincidía con las expectativas mesiánicas que hablaban de un Dios guerrero o del Mesías, un Enviado suyo, que destruiría a los enemigos de Israel. Tampoco aceptaba las fantasías de los apocalípticos, que anunciaban castigos catastróficos prontos, inmediatos para cuantos se le opusieran.

Jesús sabía que Dios no había apoyado a quienes se habían sublevado a la muerte de Herodes el Grande en el año 4 a.C. También que no había intervenido para salvar al Bautista de manos de Herodes Antipas, pero sabemos que enseñó que “No hay que alimentar odio contra nadie”, como hacían los esenios de Qumrán.

Dios que no excluye a nadie de su amor, nos llama a actuar como Él y Jesús lo enseñaba diciendo: Han oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo.’ Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen. Así ustedes serán hijos de su Padre que está en el cielo; pues él hace que su sol salga sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.” Mt 5,43-45 y encontramos el mismo mensaje con unas variantes, en Lc 6,27-28. 35, dice ahí: “Pero a ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los insultan. Ustedes deben amar a sus enemigos, y hacer bien, y dar prestado sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa, y ustedes serán hijos del Dios altísimo, que es también bondadoso con los desagradecidos y los malos.”  Al analizar el contenido de ambos evangelistas, encontramos que el contenido sustancial es: “Amen a sus enemigos para que sean dignos de su Padre del cielo.

Esta llamada de Jesús a “amar a los enemigos” debió provocar escándalo y perturbación en el pueblo, pues los salmos, como hemos visto, invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los “enemigos de Dios y de su pueblo”. Las condenaciones contra los enemigos son terribles, como leemos también en el Sal 137,8-9:¡Tú, Babilonia, serás destruida! ¡Feliz el que te dé tu merecido por lo que nos hiciste! ¡Feliz el que agarre a tus niños y los estrelle contra las rocas!”

Jesús al decir “Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen.” Mt 5,44, seguramente pensaba en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. Él quería dejar claro que dentro del reino de DIOS la enemistad no existe, está eliminada, por ello Dios no discrimina, sino, por amor, busca el bien de todos. De la misma manera, quienes lo seguimos, debemos parecernos a él, por lo que tampoco debemos discriminar, y sí, buscar el bien para todos, pues el llamado de Jesús podemos resumirlo así: “No sean enemigos de nadie, ni siquiera de quien les hace daño. Parézcanse a Dios”.

Pero al hablar de amor no estaba pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y difícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, “hacer” lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna. Y el mejor bien podemos hacer a nuestros enemigos es orar por ellos, interceder ante Dios para que los bendiga, que toque su corazón, para que se vuelvan a Él y vivan según sus mandamientos y enseñanzas, y así vivan en paz, con gozo y actuando con amor. Y más, orar para que alcancen la salvación eterna.

Jesús, sin respaldo de la Ley, la expresión de la voluntad divina, se enfrentó a los salmos de venganza que alimentaban la oración de su pueblo, se opuso al clima general de odio a los enemigos de Israel, se alejó de las ideas apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, y dijo: “Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los insultan. Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa. A cualquiera que te pida algo, dáselo, y al que te quite lo que es tuyo, no se lo reclames.” Y al final, como leemos en Lc 6,27-31, hizo énfasis en una conducta que había enseñado en muchos lugares a muchas personas, cuando recalcó el concepto claro y sencillo que todos comprendieron: “Hagan ustedes con los demás como quieren que los demás hagan con ustedes.”

Vivamos pues de esa manera y hagamos la parte que nos corresponde como llamados al reino de Dios, para que éste sea el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre las personas. Que así sea.

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