RESUCITADO POR DIOS
RESUCITADO POR DIOS
Podemos pensar que los apóstoles de Jesús, que lo vieron ir a la muerte obedientemente, debieron preguntarse “¿Por qué Dios abandonó a Jesús dejando que fuera injustamente ejecutado por defender su causa?”¿Cómo pudo Dios desentenderse de él? Ellos todavía tenían grabado en su corazón el recuerdo de la última cena y pudieron percibir en sus palabras y gestos de despedida su inmenso amor y bondad.
Según la más primitiva concepción bíblica como encontramos en el Sal 88,6-13 y 115,17, como en Job 17,13.14 y 38,17, al morir, las personas descendían a un lugar situado bajo tierra, llamado sheol, donde reinaba el silencio total y la oscuridad. Que era la “región de las tinieblas”, donde no había ningún signo de vida. Un lugar en donde los muertos eran como “sombras” y dormían sin poder alabar a Dios, que nadie retornaba del sheol y que allí permanecían olvidados por Dios.
¿Abandonaría Dios en el “país de la muerte” al que, lleno de su Espíritu, infundió salud y vida a tantos enfermos y desvalidos? Jesús, el que había despertado tantas esperanzas en la gente ¿Yacería en el polvo para siempre, como una “sombra” en el “país de las tinieblas”? ¿No podrá ya vivir en comunión con Dios él que confió totalmente en su bondad? ¿Cómo se cumplirá aquel anhelo suyo de beber vino nuevo juntos en la fiesta final del reino? ¿Habrá sido todo, una ilusión de Jesús?
Sin duda les apenó la muerte de aquel hombre cuya bondad y grandeza de corazón conocieron de cerca. Lo que más les debe haber escandalizado fue su ejecución brutal e injusta. ¿No debió reaccionar Dios ante lo que hicieron con él? ¿No era el defensor de las víctimas inocentes? ¿Se habrá equivocado Jesús al proclamar su justicia a favor de los débiles?
Nunca podremos precisar el impacto de la ejecución de Jesús sobre sus seguidores. Solo sabemos que los discípulos huyeron a Galilea. ¿Habrá desaparecido su fe cuando murió Jesús en la cruz? ¿O huyeron más bien pensando solo en salvar su vida? Nada podemos decir con seguridad. Solo que la rápida ejecución de Jesús los hundió en una crisis. Probablemente, más que hombres sin fe, fueron en aquellos momentos, discípulos desolados que, desconcertados ante lo ocurrido, huyeron del peligro.
La huida de los discípulos se acepta como un hecho histórico por la mayoría de los estudiosos. Algunos la consideran como signo de su pérdida de fe en Jesús. Sin embargo, al poco tiempo sucedió algo difícil de explicar: Aquellos hombres que habían huido temerosos, volvieron a Jerusalén y se reunieron en nombre de Jesús, proclamando a todos que el profeta ajusticiado días antes por las autoridades del templo y los representantes del Imperio estaba vivo. ¿Qué habrá ocurrido para que abandonaran la seguridad de Galilea y se presentaran de nuevo en Jerusalén, un lugar realmente peligroso donde pronto podrían ser detenidos y perseguidos por los dirigentes religiosos? ¿Qué o quién los habrá arrancado de su cobardía y desconcierto? ¿Por qué hablaban con tanta audacia y convicción? ¿Por qué volvieron a reunirse en el nombre de aquel a quien habían abandonado al verlo condenado a muerte? Y la respuesta que ellos dieron fue: “Jesús está vivo. Dios lo ha resucitado”. Su convicción fue unánime e indestructible. La podemos verificar, pues aparece en todas las tradiciones y escritos que han llegado hasta nosotros.
En cuanto a la narración de que las mujeres encontraron vacío el sepulcro de Jesús y expusieron lo que todos creyeron, que Jesús resucitó, por lo que no hay que buscarlo en el mundo de los muertos. No es posible imaginar que se creó esa historia para reforzar la resurrección de Jesús, escogiendo precisamente como protagonistas a un grupo de mujeres, cuyo testimonio era poco valorado en la sociedad judía. Además, no se trató de llevar a pensar que un hecho tan fundamental como la resurrección de Jesús era un asunto de mujeres.
La lectura atenta del relato permite verlo desde una perspectiva que va más allá de lo puramente histórico. Lo decisivo en la narración no es el sepulcro vacío, sino la revelación que el ángel hace a las mujeres. El relato no parece escrito para presentar el sepulcro vacío de Jesús como una prueba de su resurrección ya que, lo que provocó en las mujeres no fue fe, sino miedo, temblor y espanto. Es el mensaje del ángel a lo que hay que poner atención, y, naturalmente, esta revelación exige fe, pues solo quien cree en la explicación que ofrece el enviado de Dios descubre el verdadero sentido del sepulcro vacío.
De diversas maneras y con lenguajes diferentes, todos confiesan lo mismo: “La muerte no ha podido con Jesús; el crucificado está vivo. Dios lo ha resucitado”. Los seguidores de Jesús sabían que estaban hablando de algo que supera a todos los humanos. Nadie sabía por experiencia qué sucedía exactamente en la muerte, y menos aún qué le puede suceder a un muerto si es resucitado por Dios. Sin embargo, muy pronto lograron condensar lo más esencial de su fe en fórmulas breves y muy estables, que circularon entre los cristianos de la primera generación, por los años 35 a 40. Las empleaban, seguramente, para transmitir su fe a los nuevos creyentes, para proclamar su alegría en las celebraciones y, tal vez, para reafirmarse en su adhesión a Cristo en los momentos de persecución. Esto es lo que confesaban: “Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos”. Esta expresión de fe en la resurrección de Jesús es la más antigua. Encontramos un ejemplo típico en Ro 10,9: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás.”
Dios no se quedó pasivo ante su ejecución. Intervino para arrancarlo del poder de la muerte. La idea de resurrección la expresaban con dos términos: “despertar” y “levantar”. Los primeros cristianos emplearon dos términos griegos: egeirein, que significa “despertar” al muerto del sueño en que está sumido, y anistanai, que significa “levantar” o “poner de pie” al muerto que yace en el polvo del sheol. Lo que sugieren estas dos imágenes, es grandioso y a quienes escuchaban ese testimonio los impresionaba, porque significaba que Dios bajó hasta el mismo sheol y se adentró en el país de la muerte, donde yacen los muertos cubiertos de polvo, dormidos en el sueño de la muerte. De entre ellos, Dios “despertó” a Jesús, el crucificado, lo puso de pie y lo “levantó” a la vida.
Muy pronto aparecieron otras fórmulas en las que se confesaba que “Jesús murió y resucitó”. No se hablaba más de la intervención de Dios. La atención se trasladó a Jesús. Es él quien se despertó y se levantó de la muerte, aunque, en realidad, todo se debió a Dios porque Dios lo despertó y lo levantó, y Dios le infundió su vida. La actuación amorosa de Dios, su Padre ,siempre estuvo detrás de todo.
Un ejemplo de estas confesiones de fe se encuentra en la carta más antigua que conservamos de Pablo 1Tes 4,14: “Así como creemos que Jesús murió y resucitó, así también creemos que Dios va a resucitar con Jesús a los que murieron creyendo en él.”
En todas estas fórmulas, los cristianos hablaban de la “resurrección” de Jesús. Pero, por esa misma época, encontramos también cantos e himnos litúrgicos en los que se aclama a Dios porque ha exaltado y glorificado a Jesús como Señor después de su muerte. No se hablaba de “resurrección”. En estos himnos, nacidos del entusiasmo de las comunidades cristianas, los creyentes expresaban otro esquema mental y otro lenguaje: Dios “ha exaltado” a Jesús, “lo ha elevado a su gloria”, lo “ha sentado a la derecha de su trono” y lo “ha constituido como Señor”.
Encontrar vacío el sepulcro de Jesús no sirve como prueba irrefutable de su resurrección, pues el hecho se prestó a explicaciones muy diversas: el cadáver pudo ser robado, que es la explicación que, según Mt 28,13, los jefes de los sacerdotes dijeron a los soldados sobornados que debían dar; o como dice Jn 20,15 que pudo ser trasladado a otro lugar, que fue lo que María Magdalena pensó. Otra explicación que podría darse es que el cadáver pudo ser “revivificado” sin entrar en la vida de Dios como sucedió con Lázaro, cuyo sepulcro también quedó vacío.
El relato expone de manera narrativa lo que la primera y segunda generación cristiana venían confesando, que “Jesús de Nazaret, el crucificado, fue resucitado por Dios”. Las palabras que se ponen en boca del ángel solo repitieron, casi literalmente, lo que fue la predicación de los primeros discípulos, como se lee en Hch 2,22-24 que dice: “Jesús de Nazaret el hombre a quien Dios acreditó ante ustedes con los milagros, prodigios y señales, ustedes, lo crucificaron y lo mataron. Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que la muerte lo retuviera en su poder,”; en 3,15, dice: “Dios lo resucitó, y de ello nosotros somos testigos.”; en 4,10 dice: “Este hombre que está aquí, delante de todos, ha sido sanado en el nombre de Jesucristo de Nazaret, el mismo a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó.” Y en 5,30 leemos: “El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, el mismo a quien ustedes mataron colgándolo de una cruz.” Esa es la manera de proclamar la victoria de Dios sobre la muerte. Pues no fue un sepulcro vacío lo que generó la fe en Cristo resucitado, sino el encuentro que vivieron los seguidores que lo experimentaron lleno de vida después de su muerte.
La actitud de Pablo de Tarso es iluminadora, pues explica y desarrolla su teología de la resurrección corporal de Cristo sin que sienta necesidad de hablar del sepulcro vacío. Por supuesto, para Pablo, Jesús tiene un “cuerpo glorioso”, pero esto no parece implicar necesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento de morir. Pablo insiste en 1 Cor 15,50, que “lo puramente material no puede tener parte en el reino de Dios, y que lo corruptible no puede tener parte en lo incorruptible.” Para él, la resurrección de Jesús es una novedad radical: Dios creó para Jesús un “cuerpo glorioso” en el que se recoge la integridad de su vida terrena.
Este lenguaje es tan antiguo como el que habla de “resurrección”. Para los primeros cristianos, la exaltación de Jesús a la gloria del Padre no era algo que sucedía después de su resurrección, sino otro modo de afirmar lo que Dios había hecho con el crucificado. “Resucitarlo” fue exaltarlo, es decir, fue introducido en la vida del mismo Dios. Ser exaltado es resucitar, ser arrancado del poder de la muerte. Los dos lenguajes se enriquecen y complementan mutuamente para sugerir la acción de Dios en Jesús muerto, como notamos en Hch 5,30-31, que dice: “El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, el mismo a quien ustedes mataron colgándolo en una cruz. Dios lo ha levantado y lo ha puesto a su derecha, y lo ha hecho Guía y Salvador, para que la nación de Israel se vuelva a Dios y reciba el perdón de sus pecados.”
La confesión de fe más importante y significativa la encontramos en una carta que San Pablo escribe, hacia el año 55/56, a la comunidad cristiana de Corinto, una ciudad internacional donde convivían en extraña mezcla diferentes religiones helenistas y orientales, con sus diversos templos erigidos a Isis, Serapis, Zeus, Afrodita, Asclepio o Cibeles. Pablo les animó a permanecer fieles al evangelio que él les enseñó en su visita hacia el año 51, la “Buena Noticia” es “lo que los está salvando”. Esa “noticia” no era una invención de Pablo, sino una enseñanza que él recibió, y que transmitió fielmente junto a otros predicadores que vivían y anunciaban la misma fe. Dice en 1Cor 15,3-5: “Les he enseñado la misma tradición que yo recibí, a saber, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que lo sepultaron y que resucitó al tercer día, también según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y luego a los doce.”
Esa declaración no se trata de una repetición estereotipada de un relato oficial. Además, existe un notable acuerdo en cuanto a los hechos principales. Hay una gran variedad de testigos. A veces uno o dos vieron al Señor, otras veces un número mayor, como en el caso de los once apóstoles, y una vez a un grupo grande de quinientos discípulos. Entre ellos había hombres y mujeres. La mayor parte de las apariciones fueron a creyentes. Especialmente importante es la de Pablo. Aquí no se trata de un hombre crédulo, sino de un hombre culto que se oponía enconadamente a los cristianos. Y Pablo es terminante cuando afirma que vio a Jesús después de su resurrección de entre los muertos. Tan seguro estaba de ello que afincó todo el resto de su carrera terrenal en esa certidumbre.
Esta confesión de fe es de origen judío y fue adaptada al mundo griego. Probablemente es una tradición que proviene de la Iglesia de Jerusalén y fue acuñada por los que dirigían la Iglesia de Antioquía hacia los años 35 o 40. San Pablo la conoció seguramente durante su estancia en esta ciudad hacia los años 40 o 42.
Diferentes comentarios rabínicos interpretaban este “tercer día”, anunciado por Os 6,1-2, como “el día de la resurrección de los muertos”, “el día de las consolaciones en el que Dios hará revivir a los muertos y nos resucitará” Se trata de escritos de carácter midriático, que traducen y comentan el texto de Oseas. Los primeros cristianos creían que, para Jesús, había llegado ya ese “tercer día” definitivo. Él entró en la salvación plena. Según la mentalidad Judía, un difunto estaba realmente muerto “después de tres días”. Entonces, la expresión de la confesión cristiana significa que Dios resucitó a Jesús no de una muerte aparente de uno o dos días, sino de una muerte real, después de tres días.
No debemos pasar por alto la transformación de los discípulos en todo esto. Como mencioné anteriormente, eran hombres vencidos y profundamente desalentados. Estos seguidores que fueron testigos de la crucifixión, poco después se mostraron dispuestos a ir a la cárcel, e incluso a morir, por amor a Cristo. ¿Qué fue lo que los hizo cambiar de esta manera? Los hombres no corren semejantes riesgos a menos que estén seguros de lo que creen y estos discípulos estaban completamente convencidos. Debo añadir que su certeza se reflejaba en su modo de adorar. Eran judíos, y los judíos son tenaces en la adherencia a sus costumbres religiosas. Sin embargo, estos hombres comenzaron a observar el día del Señor, en memoria semanal de la resurrección en lugar del día de reposo. En ese día del Señor celebraban la santa comunión, que no era una conmemoración de un Cristo muerto, sino una agradecida rememoración de las bendiciones que les trasmitía un Señor vivo y triunfante. El otro sacramento, el bautismo, era un recuerdo de que los creyentes eran sepultados con Cristo, y que resucitarían con él (Col 2,12). La resurreccion daba significado a todo lo que hacían.
Este lenguaje podría ser entendido en ambientes judíos, pero los misioneros que recorrían las ciudades del Imperio sentían que la gente de cultura griega se resistía a la idea de “resurrección”. Lo pudo comprobar Pablo en el Areópago de Atenas, cuando empezó a hablar de Jesús resucitado. “Al oír aquello de resurrección de entre los muertos, unos se echaron a reír y otros dijeron: «Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión» (Hch 17,32). Por eso, en algunos sectores encontraron otro lenguaje que, sin distorsionar la fe en el resucitado, fuera más apropiado y fácil de aceptar por gentes de mentalidad griega. San Lucas fue uno de los que más contribuyó a introducir un lenguaje que presentaba al resucitado como “el que está vivo”. En su evangelio, así le dice el ángel a las mujeres que van al sepulcro: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5). También Lc 24,23 y Hch 1,3; 25,19. Años más tarde, el Apocalipsis pone en boca del resucitado expresiones muy alejadas de las primeras fórmulas de fe: “Soy yo, el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo”. Ap 1,17-18 y 2,8. Este libro, que ocupa el último lugar de los escritos del Nuevo Testamento, fue compuesto hacia el año 95, a finales del reinado de Domiciano, en Asia Menor.
El relato del sepulcro vacío, tal como está recogido al final de los escritos evangélicos, encierra un mensaje de gran importancia, porque es la razón de nuestra fe, como dice San Pablo en 1Co 15,14 “Si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no vale para nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen.” Por ello es un error buscar al crucificado en un sepulcro; no está ahí; no pertenece al mundo de los muertos, ha resucitado, está más lleno de vida que nunca y sigue animando y guiando a sus seguidores que debemos seguir sus pasos, llevando a cabo las obras de misericordia que Él realizó, sobre todo, cumplir con la misión que nos dejó: anunciar que el reino de Dios está cerca, que con Jesús es posible un mundo diferente, más amable, más digno y justo, que hay esperanza para todos, porque su promesa es que Él estará con nosotros siempre. Mt 28,20.