OBEDECE A DIOS POR AMOR
OBEDECE A DIOS POR AMOR
Obedecer a Dios será verdaderamente una manifestación de amor, sobre todo, si lo hacemos en fe. Dice el Catecismo: Obedecer en la fe, es someterse libremente al Evangelio, la enseñanza de Jesucristo, porque es una verdad garantizada por la segunda persona de nuestro Dios Trino. También es someterse voluntariamente a los mandamientos de Dios, los cuales debemos entenderlos como las normas que Él desea que cumplamos para nuestro bien y no como meras imposiciones que debemos cumplir bajo la amenaza de castigo. Para aceptar esto, es necesario tener una relación con Dios que nos lleva a conocerlo y conocer su amor, pues conocerlo es amarlo; entonces comprenderemos la razón de sus mandamientos, los cuales, como sus enseñanzas a lo largo de toda la Biblia, nos fueron dadas por medio de los profetas y por Jesús mismo, para nuestro bien. Por lo tanto, obedecer los mandamientos es un acto que brotará libremente desde el fondo de nuestro corazón como una forma de mostrar que comprendemos esas normas como manifestación de su amor y deseo de bendecirnos, por lo que, al obedecer, no solo seremos bendecidos, también actuaremos para corresponder a su amor y agradarlo.
Según leemos en Jn 14,15 Jesús dijo: “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos” Y Él, obedeció al Padre al llevar a cabo su plan de salvación para la humanidad al entregar su vida, dando así ejemplo de amor al Padre, y como leemos en Jn 8,29 dijo: “El que me ha enviado está conmigo; mi Padre no me ha dejado solo, porque yo siempre hago lo que a él le agrada”.
Si tenemos una relación con Dios por medio de la oración, de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, conoceremos su amor y en consecuencia obedeceremos sus leyes porque comprendemos que son para nuestro bien, pero también lo hacemos para agradarlo como respuesta al sacrificio de su hijo Jesucristo a quien le entregamos nuestra vida dispuestos a seguir sus enseñanzas y obedecer los mandamientos. Esto significa que no seguiremos haciendo lo que queremos, creemos o sentimos debemos hacer, pues eso sería dejarnos llevar por nuestros pensamientos y sentimientos, es decir estaríamos haciendo nuestra voluntad, no la de Dios que encontramos en la Biblia. Entonces, para obedecer a Dios debemos conocerla; meditar en su mensaje y vivir de acuerdo a sus enseñanzas, normas y mandamientos.
La Palabra de Dios es clara y nos hace saber que a quienes no siguen las normas establecidas por Dios, los alcanzará el castigo; aun cuando parezca a sus ojos, que es lo correcto, o porque es lo que las demás personas esperan que se haga, pues Dios estableció que la desobediencia a sus normas es castigada con maldición como dice en el Dt 11,26-28 y 30,15: “En este día les doy a elegir entre bendición y maldición. Bendición, si obedecen los mandamientos del Señor su Dios, que hoy les he ordenado. Maldición, si por seguir a dioses desconocidos, desobedecen los mandamientos del Señor su Dios y se apartan del camino que hoy les he ordenado.” “Miren, hoy les doy a elegir entre la vida y el bien, por un lado, y la muerte y el mal, por el otro.” De ahí la importancia de conocer lo que Dios dejó establecido en las Sagradas Escrituras pues somos nosotros los que decidimos el camino que tomaremos, y si no estamos conscientes de a dónde nos llevará esa decisión podremos estar dirigiéndonos al mal y la muerte.
Sin embargo, Dios, que respeta nuestra libertad de decisión, desea que recibamos bendición porque nos ama, y nos lo hace saber, como indica en Dt 28,1-14 que menciona la condición para que recibamos sus bendiciones. Dice en los versos 1 y 2: “Si de veras obedeces al Señor tu Dios, y pones en práctica todos sus mandamientos que yo te ordeno hoy, entonces el Señor te pondrá por encima de todos los pueblos de la tierra. Además, todas estas bendiciones vendrán sobre ti y te alcanzarán por haber obedecido al Señor tu Dios. Bendito serás en la ciudad y en el campo. Bendito será el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crias de tus reses y el parto de tus ovejas. Benditos serán tu canasto y tu artesa. Bendito serás al entrar y al salir. El Señor te entregará ya vencidos los enemigos que se alcen contra ti; saldrán contra ti por un camino y por siete caminos huirán. El Señor te mandará la bendición en tus graneros y en tus empresas y te bendecirá en la tierra que va a darte el Señor, tu Dios.”
Notamos en esa cita, que Dios nos hace ver que no tenemos que estar buscando cómo alcanzar sus bendiciones, puesto que si le obedecemos, sus bendiciones nos alcanzarán.
Luego, del verso 3 al 14 se encuentran descritas esas bendiciones. Desde luego, no quiere que recibamos maldición, puesto que aun cuando hayamos tomado el camino equivocado, Dios que nos ama, nos da otra oportunidad para volvernos a Él, como dice en el capítulo 30,2-3 “Si se vuelven al Señor y lo obedecen de todo corazón y con toda su alma, ustedes y los hijos de ustedes, como yo se lo ordeno ahora, entonces el Señor su Dios cambiará la suerte de ustedes y les tendrá compasión.” Comprendemos entonces, que la maldición es la falta de bendición de Dios por no obedecer sus normas, preceptos y mandamientos. Pero recordemos que, por amor, nos da oportunidades para que al enmendar nuestros errores y obedecerle, volvamos a estar bajo su cobertura y recibiendo sus bendiciones. Esto significa que podemos acudir con toda confianza, a buscar el perdón en el Sacramento de la Reconciliación establecido por Jesús. Con ese Sacramento no solo recibiremos la absolución de los pecados que confesamos, también recibiremos la gracia divina que nos ayudará en nuestra lucha contra las tentaciones para no caer más.
En la Biblia hay muchos ejemplos del amor de Dios manifestado en el perdón de los pecados, el Gn 3,5 narra que Adán y Eva, yendo contra la orden de Dios, comieron del fruto prohibido, pero Dios, por amor, desde aquel momento también preparó el plan de salvación cuando dijo al tentador: “Haré que tú y la mujer sean enemigas, lo mismo que tu descendencia y su descendencia. Su descendencia te aplastará la cabeza, y tú le morderás el talón” Gn 3,1
También encontramos manifestaciones del amor de Dios en el libro de los Nm en los capítulos 13 y 14 que doce jefes de los israelitas, luego de cuarenta días de explorar Canaán, la tierra prometida por Dios, cuando informaron lo que encontraron, diez de los exploradores dijeron que no podrían entrar a esa tierra porque sus habitantes eran gigantes. Solo dos, Josué y Caleb, dijeron que, si entraban a conquistar esa tierra, Dios estaría con ellos y les daría esa tierra y esos gigantes serían como pan comido. Sin embargo, al ser la mayoría de los expedicionarios los que opinaron en contra, por temor y porque no confiaron en la promesa de Dios, no entraron a tomar la tierra, por lo que vagaron por el desierto 40 años. De aquellos doce exploradores, solo Josué y Caleb, los dos que querían obedecer a Dios, entraron a esa tierra. Pero, debemos recordar, que, a pesar de la rebeldía de su pueblo, Dios estuvo con ellos siempre, los acompañó durante esos cuarenta años que estuvieron vagando en el desierto y se manifestó su presencia como una nube y como una columna de fuego, y les dio de comer maná y perdices.
Otro ejemplo de que a pesar de que se desobedecieron sus órdenes, Dios se mantiene firme, pero también manifiesta su amor, lo encontramos en el libro de Jos 7 en donde se narra que Acán, un miembro de la tribu de Judá tomó para sí, varias cosas consagradas a la destrucción como ofrenda a Dios, por lo que, por el pecado de uno, todos los israelitas resultaban culpables y la ira del Señor se encendió contra ellos y éstos fueron derrotados por los amorreos de Hai. Y el Señor le dijo a Josué: “Israel ha pecado y ha roto el pacto que les ordené. Han tomado algunas de las cosas que les ordené destruir, han robado, han mentido, y las han puesto entre sus pertenencias. Por eso los israelitas no son capaces de enfrentar a sus enemigos, sino que huyen de ellos porque han actuado mal y han sido condenados a la destrucción. Yo no voy a ayudarles más, a menos que destruyan todo lo que les ordené que fuera destruido. Y “Acán dijo: He pecado contra el Señor, Dios de Israel. Vi entre el botín un manto babilonio precioso, doscientas monedas de plata y una barra de oro de medio kilo, me gustaron y me apropié de ellos. Están escondidos en un hoyo, en mi tienda; el dinero está debajo.” Por eso Acán fue castigado y “El Señor dijo a Josué: –No temas ni te acobardes. Toma contigo todos los hombres aptos para la guerra, y ponte en camino para atacar Hai. Mira, yo te entrego el rey de Hai, su pueblo, su ciudad y su tierra.”
En cada uno de estos ejemplos, para los transgresores de las ordenes de Dios, las excusas eran válidas, pero eso no evitó que fueran castigados. Lo mismo nos puede suceder a nosotros. Por lo que lo mejor será que busquemos con sinceridad hacer siempre lo que Dios espera de nosotros, esto significa que debemos obedecer lo que nos pide en las Sagradas Escrituras.
Ahora bien, existe el peligro de decir que obramos de cierta manera porque Dios nos lo dijo, aun cuando eso no sea cierto, por ello pide, que el Espíritu Santo te conduzca para no caer en el error del que nos advierte Pr 14,12 “Hay caminos que a uno le parecen rectos, pero al final son caminos de muerte.”
Deja ya de cometer los errores que no te permiten disfrutar de las bendiciones que Dios tiene para ti, ríndete al Espíritu Santo, permite que Él te conduzca y acepta la voluntad de Dios, como dices cuando oras el Padrenuestro «…hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…»
También vive de acuerdo a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, para que no te corresponda la llamada de atención que hizo San Pablo en Gal 3,3: “¿Son tan estúpidos, que después de haber comenzado confiando en el Espíritu, terminan ahora confiando en sus propias fuerzas?” Esto significa, que si para comenzar la vida nueva que nos dio Jesús, necesitas la ayuda del Espíritu de Dios, ¿por qué habrías de pretender terminarla mediante tus propios esfuerzos, es decir según lo que crees, o peor aún, lo que sientes o deseas? Si empiezas la vida nueva con el Espíritu Santo, déjate conducir por Él y vive obedeciendo los mandamientos de Dios y las enseñanzas de Jesús. Reconoce y acepta la diferencia entre: tus planes y la voluntad de Dios, es decir, entre ser necios u obedientes a Dios.
Debemos rendirnos y dejar nuestros deseos, para hacer lo que Dios quiere, lo que nos dice en la Biblia. Esto lo lograremos si nos mantenemos apoyados en la oración, buscando la vida en el espíritu, evitando que la mundanidad y la carne nos influencien. Esto significa que debemos morir a nosotros mismos para obedecer a Dios, a quien nos rendimos, sabiendo que El estará con quien le obedezca, como le ofreció a Josué cuando le dijo: “Yo soy quien te manda que tengas valor y firmeza. No tengas miedo ni te desanimes porque yo, tu Señor y Dios, estaré contigo dondequiera que vayas.” Jos 1,9.
Entonces, confiados en esa promesa de Dios, que es también para nosotros, caminemos confiados en que Jesús, el León de Judá, el Gran Guerrero Victorioso, va con nosotros para librarnos de nuestros enemigos y mostrarnos el camino de bendición. Su ayuda llegará, cuando actuemos de acuerdo a su voluntad, porque si actuamos por nuestras propias ideas o intereses, tarde o temprano lamentaremos los frutos amargos que eso producirá, por lo que es mejor que correspondamos al amor de Dios, amándole y obedeciéndole aun en las dificultades, porque si en nuestro caminar tropezamos y caemos, Él nos levantará y nos dará nuevas fuerzas.
Dice el Catecismo: «En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, a la que debe obedecer y cuya voz resuena, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal…»
Esto significa que debemos obedecer siempre a esa voz que es nuestra conciencia, pues si actuamos deliberadamente contra ella, nos condenaríamos a nosotros mismos. En relación a esto, Santo Tomás Moro dijo: Dios nos da fortaleza para obedecer y hacer su voluntad en los momentos difíciles. Y dio testimonio de esa fortaleza al mantenerse fiel a las enseñanzas del Señor y oponerse al matrimonio del rey Enrique VIII con Ana Bolena, a pesar de que por eso sería condenado a muerte y así fue, murió decapitado por orden del rey.
Pero puede suceder que por ignorancia la conciencia se forme ideas equivocadas sobre actos que ya realizamos o queremos llevar a cabo y nos lleve a actuar en contra de la voluntad de Dios, por ello debemos leer, estudiar y meditar las Sagradas Escrituras y vivir de acuerdo a ellas. Por ejemplo, Is 11,1-2 enseña los siete dones del Espíritu Santo, que nos ayudan a una mejor relación con Dios: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos dones, que pertenecen a Cristo, completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben y los hacen dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. Esos dones del Espíritu, podemos pedirlos, pero, se comunican al alma cuando recibimos los sacramentos y nos fortalecen y nos ayudan a llevar la vida bienaventurada a la que somos llamados.
También debemos tomar en cuenta que la oración es una condición indispensable para obedecer los mandamientos de Dios, por eso Jesús dijo: «Oren siempre sin desanimarse» Luc 18,1.
San Juan Crisóstomo en su Homilía sobre san Mateo dijo: «Dios no necesita de nuestros trabajos, sino de nuestra obediencia» Y con toda seguridad puedo decirte que si obedeces verás milagros.
Nosotros los bautizados, que nos llamamos seguidores de Jesús, fuimos llamados a evangelizar, a mostrar la salvación por Jesucristo, entonces, obedezcamos y esmerémonos en llevar a cabo con entusiasmo y gozo la última orden que dio Jesucristo antes de ascender al cielo: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos la buena noticia”. Mr 16,15. Dispongámonos entonces para presentar a Jesucristo con nuestro testimonio de vida primero, para después dar a conocer el plan de salvación de Dios para la humanidad por medio del sacrificio de su Hijo Jesucristo, esa es la buena nueva de salvación, pero antes debemos prepararnos pidiendo la dirección y el respaldo del Espíritu Santo en oración, para que Dios toque los corazones de las personas a las que vamos a mostrarles la vida nueva que Jesús puede darles y luego darles a conocer el Evangelio, lo que las Sagradas Escrituras dicen de Jesús, sus enseñanzas y lo que hizo para darnos la salvación eterna.
Puesto que “Dios quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad”, como dice San Pablo en 1Ti 2,4, debemos, todos los bautizados, responder al llamado de Jesús que dijo Mt 9,37: “La mies es mucha, pero los obreros pocos.” Y nosotros, a partir de lo que dice el Código de Derecho canónico: «Fieles cristianos somos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, nos integramos en el pueblo de Dios y, hechos partícipes a Su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, somos llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» y esta misión la ordenó Jesús cuando dijo: “Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura.” Y tomando en cuenta lo que Jesús dice en Mr 11,23-24: “Tengan fe en Dios. Les aseguro que si alguien le dice a esta montaña: «Quítate de ahí y arrójate al mar», si lo hace sin dudar y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo: Todo lo que pidan en su oración, lo obtendrán si tienen fe en que van a recibirlo.” Confiando en esa promesa te invito a que acudamos a nuestro Padre poniendo nuestra fe en acción. Acompáñame en la siguiente oración a nuestro Padre celestial, en nombre de Jesús, a quien declaramos nuestro Salvador y Señor. Di conmigo: “De común acuerdo nos ofrecernos para que nos utilices como tus instrumentos para llevar la buena nueva de salvación a quienes necesitan ser liberados de las ataduras del pecado. Condúcenos con tu Santo Espíritu para que podamos estudiar y comprender las Escrituras, para vivir según tu voluntad y entonces, presentemos a Jesús y sus enseñanzas a quienes no te conocen y a los que están alejados de ti, para que, conociendo el amor que tiene por cada uno, amor por el que estuvo dispuesto a morir en la cruz para librarlos del castigo que merecían sus pecados, para que lo reconozcan como su Salvador y Señor, tomen la decisión de dejar el pecado, se vuelvan a Él, y le rindan su vida.
Señor, queremos obedecerte por amor y agradecimiento, y para que lo hagamos bien, ayúdanos a conocer tu voluntad; condúcenos en la lectura, estudio y meditación de las Sagradas Escrituras, para que vivamos según tus instrucciones y hagamos lo que tú esperas de nosotros, para que también podamos enseñarlas a los demás. Guía nuestra vida, condúcenos en nuestra oración y danos tus dones para que comprendamos lo que deseas de cada uno de nosotros y sirvamos a nuestro prójimo con amor y así llevemos a cabo la pesca de almas y ampliar tu Reino aquí en la tierra. Danos un corazón dócil para aceptar tu voluntad y obedecerte siempre. Que así sea.
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Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 1987
Es clave en la noción de pueblo la idea de la elección divina y la alianza; ambas fueron al mismo tiempo un acto de liberación (Dt 7,6-11; 26,5-9). El pueblo prometió obedecer al Señor (Ex 19,1-8; 24,1-8). La alianza puede resumirse en la promesa divina: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev 26,11-13). La especial relación instaurada quedaba puesta de relieve por la restricción de `ám (LXX laos) al pueblo o familia de Dios, mientras que a los demás pueblos se los denominaba góyim (LXX ethnai). Había una tensión continua entre el sentido religioso de «pueblo» en términos de alianza y culto y su sentido político. Se describía la relación de la alianza por medio de diversos términos (cf LG 6): esposo (Is 54,5-8), indicando la fidelidad del amor de Dios y la inconstancia de Israel»; viña (Is 5,1-7), poniendo de relieve las atenciones y cuidados de Dios y la necesidad del pueblo de dar fruto»; grey, cuyo pastor es Dios (Ez 34), subrayando de nuevo los desvelos de Dios así como la vulnerabilidad de las ovejas». Aunque Israel se empeñaba en desobedecer, Dios prometió una nueva alianza (Jer 31,31-34).
La nueva alianza fue sellada con la sangre de Cristo (1Cor 11,25) y de este modo los discípulos de Jesús se convirtieron en pueblo. Con el tiempo comprendieron que de todas las promesas y dones del Antiguo Testamento ellos eran ahora los legítimos herederos (cf lPe 2,9-10, que recoge Ex 19,6 y la versión de los LXX de Is 43,20-21). Pero no se puede ser simplistas al hablar de la relación de la Iglesia con el antiguo Israel. Algunos autores insisten en la continuidad; Pablo, por ejemplo, ve la fe como el medio por el que las personas entran a formar parte del pueblo de Dios (Gál 3,7.9.28-29), y en Rom 9-11 habla de que los cristianos son injertados (11,17.24), aunque sigue confiando en la salvación final de los que han quedado desgajados (11,25-29). Otros textos del Nuevo Testamento hablan más de un desplazamiento del pueblo judío por parte de la Iglesia (cf lPe 2,9-10; Ef 2,15). En Mateo y Juan hay datos evidentes acerca del conflicto entre los judíos y la Iglesia (Mt 4,23; 21,43; In 9,22.28; 16,2). En Lucas la resurrección de Jesús representa una nueva fase en la historia del pueblo». La cuestión sigue viva en el diálogo con los >judíos y mantiene su importancia a la hora de comprender la significación que cabe atribuir al Estado de Israel fundado en 1948.
El Vaticano II acude al esquema del pueblo de Dios para exponer la doctrina del >sacerdocio común de todos los creyentes (LG 10), sacerdocio ejercido en los sacramentos (LG 11), el sentido de la fe (>Sensus fidei) y los >carismas (LG 12). Desarrolla una rica noción de la catolicidad (>Católico) de la Iglesia: su difusión universal en la unidad, su diversidad en los distintos pueblos, estados y funciones dentro de la Iglesia, en las diferentes tradiciones y en la común participación en los recursos (LG 13). La cuestión de la >pertenencia a la Iglesia se plantea en términos de incorporación plena o parcial: los católicos en estado de gracia («en posesión del Espíritu de Cristo») están plenamente incorporados (LG 14); los otros cristianos están unidos a la Iglesia de diversos modos (LG 15; cf UR 3, 14-23); los no cristianos, especialmente los judíos y los musulmanes, y todos los que creen en Dios, están ordenados al pueblo de diversos modos, como también lo están de hecho todos aquellos que, sin falta por su parte, no han podido llegar a un conocimiento explícito de Dios (LG 16). Finalmente la Iglesia tiene una misión de cara al mundo (LG 17).
Mientras que el Código de Derecho canónico de 1917 titula su segundo libro «Personas», la revisión de 1983 lo titula «El pueblo de Dios», tratando en él de todos los fieles, laicos, jerarquía y religiosos. Los fieles se definen como miembros del pueblo: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» (CIC 204). Esta definición es una adaptación de una afirmación de LG 31 sobre los laicos con el fin de incluir a todos los miembrosdel pueblo de Dios. Por primera vez se recogen explícitamente en el derecho canónico los derechos y las obligaciones de los fieles: los que se derivan de la igualdad básica de todos los fieles (CIC 208-211); los que se siguen de la estructura jerárquica de la Iglesia (CIC 212-214); afirmaciones relativas a la misión de la Iglesia (CIC 215-218). Se recogen derechos personales (CIC 219-220) y obligaciones sociales (CIC 222-223). Hay en el Código de Derecho canónico cierta tendencia a recaer en posiciones jurídicas preconciliares acerca de la Iglesia incluso dentro de esta segunda parte dedicada al pueblo de Dios (>Derecho canónico).
A propósito de la interpretación de la noción de pueblo de Dios, la Comisión Teológica Internacional observaba en 1984: «La constitución (LG) usa el término con todas las connotaciones que el Antiguo y el Nuevo Testamento le han ido atribuyendo. En la expresión «pueblo de Dios» está además el genitivo «de Dios», que confiere a la frase su significación específica, situándola en el contexto bíblico en el que apareció y se desarrolló. Por consiguiente, toda interpretación del término «pueblo» en un sentido exclusivamente biológico, racial, cultural, político o ideológico ha de rechazarse radicalmente. El «pueblo de Dios» procede «de lo alto», del plan divino, es decir, de la elección, de la alianza, de la misión».
En el sínodo de obispos de 1985, convocado para conmemorar el XX aniversario del Vaticano II, tanto los cronistas como los obispos comentaron favorablemente el impacto que había tenido la noción de pueblo.
Pero la mayoría de las referencias parecían detectar una mala interpretación ideológica del término, su aislamiento respecto de otras nociones, su utilización con el fin de fomentar falsas oposiciones: comunión/institución, Iglesia popular/Iglesia jerárquica. Como resultado de ello el concilio pareció decidirse más bien por la noción de >comunión, de modo que la idea de pueblo de Dios ha perdido buena parte de la fuerza que había adquirido en la época posconciliar.
La idea de pueblo tiene muchas posibilidades ecuménicas comparada con la presentación de la Iglesia de la >Mystici Corporis: permite la relación positiva con otros cristianos. Es un concepto más dinámico que el de cuerpo de Cristo y también más histórico, incluyendo la idea de la Iglesia entera que avanza en peregrinación escatológica. Pero tampoco puede sustituir las nociones de cuerpo y de >templo: cada una de ellas encierra una contribución propia a una auténtica eclesiología trinitaria23: el plan divino es que «todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se coedifique en un único templo del Espíritu Santo» (AG 7; cf LG 17; PO 1).
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
OBEDIENCIA
Jesús, a través de su palabra de vida, (su conducta, su testimonio) propone de nuevo la autoridad-obediencia dentro del espíritu de la alianza, que él renueva perfeccionándola.
2. La comunidad primitiva.- La comunidad primitiva mantuvo su fe en la enseñanza caritativa del Señor Jesús. Aceptó la obligación de tender a vivir la obediencia de manera ideal como respuesta a la Palabra, como sumisión a la voluntad de Dios en Jesucristo, como participación-continuación de la obediencia de Cristo. La obediencia entra en la historia salvífica sólo si es una manera de unirse a Dios en Cristo según las indicaciones de la nueva alianza.
3. Autoridad-obediencia en la comunidad eclesial.- La autoridad-obediencia en la comunidad eclesial están ancladas en Cristo (2 Tes 3,14), para llegar a Dios Padre (Hch 6,7. ,Roml,5, Tes 1,8).. En virtud del bautismo, el yo va adquiriendo lentamente una transformación radical; se convierte en un ser resucitado; se califica como espíritu: se hace uniforme con la vida caritativa; adquiere la capacidad de permanecer en unión de intimidad con el Señor.
4. El Vaticano II – El Vaticano II dice que la autoridad humana tiene que ser cada vez más transparente a la voluntad divina, de forma que la misma obediencia de los creyentes pueda expresarse y orientarse como sumisión inmediata a Dios Padre en Jesucristo. La autoridad-obediencia refleja la índole escatológica de toda la vida cristiana (LG 42). «En los obispos, asistidos por los presbíteros, está presente Jesucristo, sumo pontífice, en medio de los creyentes» (LG 21; CD 2). La jerarquía, al hacer presente a Cristo, no hace más que facilitar una auténtica obediencia cristiana entre los fieles, obediencia que puede definirse de esta manera: «ofrecer directamente a Dios la plena entrega de la propia voluntad como sacrificio de sí mismo» (PC 13). El Vaticano II, señalando una perspectiva ideal de la autoridad eclesial, no ha pretendido negar las posibles deformaciones de las situaciones existenciales autoritativas, Cristo está presente en la jerarquía, aunque sus titulares pueden ser intermediarios y representantes indignos.
El concilio es consciente de las limitaciones del hombre, incluso cuando está revestido de lo sagrado. El Vaticano II recomienda a todos los que ejercen la autoridad que «no apaguen el Espíritu» (LG 12) y que sean conscientes de que toda la comunidad tiene siempre necesidad de purificación (cf. LG 8. UR4 7).
El’ Vaticano II dirige un discurso análogo a los fieles sobre el deber de la obediencia. Recordando cómo tienen que vivir acatando inmediatamente al Señor, les recomienda que se preserven ante todo de la ilusión de estar iluminados de forma carismática y que no deben creerse autosuficientes en su caminar hacia el Señor Al mismo tiempo les invita a recordar que están en posesión de Cristo, evitando vivir en el servilismo a los superiores : « Hermanos, vosotros habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5,13).
El Vaticano II reconoce repetidas veces la vocación del cristiano a la libertad (LG 9. GS 39, 42): «Lleva a una libertad más madura a los hijos de Dios» (PO 15). La autoridad debe ejercerse como humilde servicio y no como dominio: «El que quiera ser grande entre vosotros, que se haga siervo vuestro» (Mt 20,26; Rom 11,13; LG 24, 27, 32). De manera semejante los cristianos son obedientes cuando, siguiendo el ejemplo de Cristo y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se consagran con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (LG 4142).
La autoridad se confiere dentro del dinamismo pascual, con el empeño concreto de purificarse cada día del propio egoísmo radical y con la convicción de que así se ofrece a los demás a través del «servicio» a la redención de Cristo.
El cristiano sabe que la obediencia vivida como señaló el concilio no disminuye su dignidad personal, sino que la lleva a su desarrollo pleno, ya que acrecienta su libertad de hijo de Dios (cf. PC 14). El que obedece, posee la verdadera libertad, la paz, el gozo de quien cumple la voluntad de Dios. Y -añade la Escritura- da gozo también a Dios: «El Señor se alegrará… por ti, haciéndote feliz…, cuando obedezcas a la voz del Señor tu Dios, guardando sus mandamientos…» (Dt 30,9-10). «Si observáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno» (Jn 1 5, 1 0- 1 1 ).
A.A. Tozzi
Bibl.: T Goffi, Obediencia, en NDE, 1002-1015: íd., Obediencia y antonomía personal, Mensajero, Bilbao 1969: A, MUller, El problema de la obediencia en la iglesia, Taurus, Madrid 1970: R, Laurentin, La «contestación» en la iglesia, Taurus, Madrid 1970:AA. W , La obediencia en el cristianismo, en Concilium 159 (1980), número monográfico.
San Agustín: «Cristo, a quien el universo está sujeto, estaba sujeto a los suyos» (Sermón 51).
Santa Teresa: «Muchas veces me parecía no se poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural, me dijo el Señor: Hija, la obediencia da fuerzas». (Fundaciones)
Fray Luis de León: «La aceptación del sufrimiento no está en no sentir, que eso es de los que no tienen sentido, ni en no mostrar lo que duele y se siente, sino aunque duela, y por más que duela, en no salir de la ley ni de la obediencia a Dios. Que el sentir, natural es a la carne, que no es bronce» (Exposición del libro de Job, c. 3)
«Sabía Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante el peligro de ser torturados y quiso darles ánimo con el ejemplo de su propio dolor, su propia tristeza, su abatimiento, su miedo inigualables.
De otra manera, desanimadas esas personas al comparar su propio estado temeroso con la intrépida audacia de los más fuertes mártires, podrían llegar a conceder sin más aquello que temen que de todos modos les será arrebatado por la fuerza. A quien en esta situación estuviera, parece como si Cristo se sirviera de su propia agonía para hablarle con vivísima voz:
«Ten valor, tú que eres débil y flojo, y no desesperes. Estás atemorizado y triste, abatido por el cansancio y el temor al tormento. Ten confianza. Yo he vencido al mundo, y a pesar de ello sufrí mucho más por el miedo y estaba cada vez más horrorizado a medida que se acercaba el sufrimiento.
Deja que el hombre fuerte tenga como ejemplo mártires magnánimos, de gran valor y presencia de ánimo.
Deja que se llene de alegría imitándolos. Tú, temeroso y enfermizo, tómame a Mí como modelo. Desconfiando de ti, espera en Mí.
Mira cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de temores.
Agárrate al borde de mi vestido y sentirás fluir de él un poder que no permitirá a la sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias; hará tu ánimo más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca mis pasos -fiel soy, y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas, sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla-, y alegra también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea se convertirá en un peso de gloria inmenso» (La agonía de Cristo, La oración en Getsemaní).
