LOS NOMBRES DADOS A JESÚS 1ra parte
NOMBRES DADOS A JESÚS – 1ª parte
La resurrección de Jesús fue una explosión de vida y esperanza que difícilmente podemos evocar nosotros hoy desde nuestro mundo cultural. Sin duda se han perdido para siempre muchos detalles de lo ocurrido, pero hay algo que no se puede negar: en la primera mitad del siglo I irrumpió de forma inesperada y con fuerza increíble en el mundo mediterráneo un movimiento de seguidores de Jesús que rápidamente se extendió por todo el Imperio. Cristo se convirtió para muchos en la vía para acceder al misterio de Dios, para descubrir la verdad de la vida y para mirar el futuro con una esperanza nueva.
Hay algunos hechos que resultan especialmente sorprendentes. El pueblo judío proclamaba su fe en Dios en una invocación muy querida para todos y se encuentra en el Dt 6,4-5. Dice así: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Cuando en el año 70 el templo fue destruido, los judíos, dispersados por las ciudades del Imperio y rodeados por el culto a diferentes dioses, repetían con más fuerza que nunca su credo: Dios, el Señor de Israel, es único; ningún otro puede ocupar el corazón del creyente; solo él es digno de amor. ¿Cómo es posible que precisamente un grupo de judíos llegue a invocar a Jesús como Señor, el mismo nombre con que los judíos de habla griega designaban a Yahvé? ¿Cómo se atrevieron a proclamar, con los himnos cristianos, que Dios le ha dado a Jesús “el Nombre que está por encima de todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos?” como dice San Pablo en Fil 2,9-10.
Por otra parte, para defender su identidad, fuertemente amenazada por las potencias extranjeras, sobre todo a partir de la invasión de la cultura helénica, Israel observaba fielmente el día del “sábado”. Era su principal seña de identidad en medio del Imperio. Una fiesta arraigada profundamente en sus corazones, pues era el día consagrado a bendecir y alabar a Yahvé, creador del universo y liberador del pueblo. ¿Cómo pudieron atreverse los judíos seguidores de Jesús a abandonar el sábado, ese día sagrado, para establecer otro dedicado a celebrar a Jesús resucitado? En poco tiempo, el domingo o día del Señor había eclipsado entre ellos la tradición del sábado que tenía muchos siglos de antigüedad.
Se produjo también otro hecho singular. El impacto de la resurrección empujó a los seguidores de Jesús a buscar nombres y títulos para tratar de expresar el “misterio” que intuyeron en él. La resurrección les hizo pensar y preguntarse: ¿con quién se encontraron realmente en Galilea? ¿Quién era este profeta que los sedujo tanto con su vida y su mensaje? ¿Qué misterio se encierra en este hombre al que la muerte no pudo vencer? ¿Cuál es la verdadera identidad de ese crucificado al que Dios resucitó infundiéndole su propia vida? ¿Cómo lo tenían que llamar? ¿Cómo lo deberían anunciar?
En la mentalidad semita, el nombre no es una designación arbitraria, sino que indica el ser de la persona. Como ejemplo tenemos a Simón a quien Jesús llamó “Pedro” que significa roca, porque sobre esa “roca” Jesús edificaría su Iglesia.
El misterio maravilloso que percibían en Jesús no podía ser expresado solo con un nombre. Pronto circularon por las comunidades cristianas diversos títulos y nombres tomados del mundo cultural judío o de los ámbitos más helenizados. Se pueden considerar más de treinta nombres, títulos y apelativos. Sin embargo, a pesar de su variedad, no se observa ninguna sensación de dispersión o confusión. Todos los nombres se refieren a Jesús, el Profeta admirable que conocieron en Galilea, y todos son interpretados a la luz de su persona y su actuación, como: Jesús es Señor, que se refiere a un Señor, que solo sabe “servir”, no dominar; o como este otro: Mesías, del hebreo masiah; y que en griego es, christos, en español Cristo. Según la tradición, una de sus principales características sería un rey “ungido” de la familia de David que encabezaría la liberación de Dios para su pueblo y que reuniría en sí los tres ministerios fundamentales del antiguo pacto, que Jesús de Nazaret, como el Cristo de Dios, mostró y ejerció. Éstos son los de sacerdote, profeta y rey. La tradición también decía que vendría para establecer el reino de Dios entre los hombres, y dispensar todas las bendiciones que Dios, en su infinita misericordia, reservó para los que en Él creyeran. Aunque en el caso de Jesús se refería a un Mesías crucificado, no un rey victorioso que destruiría a sus adversarios. El término mesías, se llegó a usar regularmente como “ungido” para describir a este personaje que esperaban con ansias.
Naturalmente, los cristianos siguieron hablando de Jesús, que es el nombre con el que todos lo habían llamado siempre cuando vivía entre ellos. Los evangelistas lo llaman así, sin añadirle ningún título.
Pero, San Mateo encontró en el nombre Mesías, un significado profundo: Dios padre se lo puso por inspiración del ángel del Señor, porque aquel niño nacería para “salvar a su pueblo de sus pecados”, como dice en Mt 1,21 pues, el nombre hebreo Yehoshúa significa Yahvé salva, por lo que otro de los nombres con el que se identifica a Jesús es Salvador.
Desde el comienzo, los cristianos llamaron a Jesús Mesías o Cristo, que fue el título más usado por todos y así lo proclamaron los primeros predicadores, como encontramos en Hch 2,36; 5,42; 9,22…: “Al resucitarlo, Dios lo ha hecho Señor y Mesías.”
El Mesías al que tanto esperaban había sido crucificado. Jesús era el Mesías. Por eso, con toda espontaneidad, los seguidores de Jesús comenzaron a llamarse “cristianos” o “mesianistas”. Fue en Antioquía donde recibieron por primera vez ese nombre como dice Hch 11,26. El impacto de la resurrección de Jesús debió de ser muy grande, pues en la memoria de los discípulos persistía el recuerdo de que Jesús se había resistido a ser considerado “Mesías” o “Cristo”. De hecho, la figura del Mesías se había vuelto muy difusa y hasta ambigua puesto que la mayoría veía en él un descendiente de la familia real de David, lo cual fue cierto. También había algunos que pensaban sería un personaje sacerdotal. En cualquier caso, casi todos lo imaginaban con rasgos de un liberador guerrero que terminaría con la dominación romana, limpiaría Israel de la presencia de paganos, restauraría al pueblo elegido y establecería la paz. Es probable que Jesús, por sus palabras y obras, haya suscitado expectativas que hicieron pensar en el Mesías, pero Jesús se resistió a aceptar tal título. Los Evangelios, como Mt 16,13-20, donde Jesús aparece aceptando ser llamado Mesías, reflejan la fe de los primeros cristianos, no la actuación de Jesús puesto que Él no quiso ser confundido con un Mesías nacionalista, ya que su proyecto del reino de Dios era mucho más que eso.
La crucifixión terminó con todos los malentendidos. Ya no era posible imaginarse a Jesús como un guerrero nacionalista, al estilo de Judas, hijo de Ezequías, o Simón de Perea o Atronges, que fueron rebeldes que se enfrentaron a los romanos*. Pablo lo dice con claridad: “Yo no he querido saber entre vosotros sino de Jesús Mesías, y a éste crucificado” 1Cor 2,2. Jesús es el Mesías verdadero, pero no trajo la salvación destruyendo a los romanos, sino buscando el reino de Dios y su justicia para todos. No fue un Mesías victorioso, sino crucificado por vivir liberando a la gente de opresiones e injusticias. Así lo conocieron todos. Poco a poco, por influencia de San Pablo, el término Cristo se fue convirtiendo en el nombre propio de Jesús. Entre los cristianos se hablaba indistintamente de Jesús, de Cristo o de Jesucristo. Lamentablemente, usado de manera rutinaria, el nombre de Cristo fue perdiendo su fuerza original y se olvidó su significado real.
Probablemente, muchos creen hoy en Cristo, sin saber que Cristo, fue como Juan el Bautista presentó al Señor Jesucristo a la nación de Israel Jn 1,19-36. En esta presentación, los judíos debían tener conciencia de que la misión de Cristo era redimir del pecado no sólo a Israel, sino a todo el mundo, por eso significa: Liberador de injusticias y opresiones, luchador por una vida más digna y justa, buscador del reino de Dios y su justicia. Por lo que, quienes se llaman cristianos deben saber que esta palabra quiere decir mesianistas, buscadores de un mundo nuevo según el corazón de Dios, luchadores por la paz y la justicia, portadores de esperanza para las víctimas.
Algo más, Jesús nunca se llamó a sí mismo Mesías o Cristo. Por el contrario, al hablar de sí mismo y de su misión empleó con frecuencia la expresión Hijo del hombre, que es una manera muy semita de decir humano. Esta expresión resultaba incomprensible y enigmática a los oídos griegos, pero, incluso para quienes hablaban arameo, referirse a sí mismo en esos términos para aclarar que era un hombre, generaba un aire misterioso.
Hijo del hombre no es propiamente un título atribuido a Jesús. Nadie lo confesaba ni le invocaba con ese nombre en la comunidad cristiana. Es una manera de hablar que los evangelistas pusieron en labios de Jesús y que, subraya su condición humana: Jesús era un ser humano vulnerable, un hijo de hombre que no tenía dónde reclinar su cabeza, que vino no a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate, que siempre andaba tras los excluidos y pecadores buscando salvar lo que estaba perdido, un Hijo de hombre que, finalmente, sería crucificado para resucitar al tercer día.
Jesús también habló del “Hijo del Hombre, sentado a la derecha del Todopoderoso, que vendrá entre las nubes del cielo” Mr 13,26 y 14,62. Notamos en ese texto la relación con la visión de Daniel, que después de las cuatro bestias que vienen del mar, las cuales representan a los reinos poderosos que han oprimido al pueblo elegido, menciona a alguien que “viene sobre las nubes, semejante a un hijo de hombre que se dirigió hacia el anciano [Yahvé-Dios] y fue presentado ante él. Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino jamás será destruido” Dn 7,13-14.
Los primeros cristianos, partiendo de la costumbre de Jesús de designarse como Hijo de hombre, vieron en él al hombre, al humano que está ahora exaltado y glorificado a la derecha de Dios, y vendrá como Juez definitivo del mundo. En cualquier caso, a Jesús se le ve como un verdadero humano, que ha luchado hasta la muerte por una vida digna para todos y que, constituido ahora por Dios como Juez definitivo, vendrá un día a poner justicia en el mundo. El suyo no será un juicio arbitrario; Jesús sabe qué es ser un humano, por eso juzgará a la humanidad y todo será comparado con él. Entonces aparecerá lo auténticamente humano y se verá la verdad y la mentira, quiénes han actuado con justicia y quiénes han sido injustos e inhumanos.
A principios del año 58, Pablo de Tarso escribió desde Grecia una carta a la comunidad cristiana de Roma, y puesto que él también veía a Jesús como el Hombre en el que se había manifestado lo humano, lo consideró el nuevo Adán, un hombre nuevo que dio comienzo a una nueva humanidad (Ro 5,12-21). Desde su visión religiosa, el primer Adán, al desobedecer a Dios, dio comienzo a una historia de pecado que llevó a la destrucción y a la muerte. Pero Jesús, el “nuevo Adán”, con su actitud fiel, leal y de obediencia a Dios, dió origen a una nueva época de justicia que conduce a la salvación. Con el primer Adán, la injusticia, el sufrimiento y la muerte penetraron en la historia humana. Con Jesús, la gracia y la salvación están al alcance de todos. Pablo no ocultó su alegría y entusiasmo, como manifiesta en Ro 5,20, donde da a conocer que es cierto que, desde Adán, abunda el pecado y el mal, pero que, desde Jesús, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Con esto se refiere a que la mala acción de Adán no se compara a la fuerza salvadora de Jesús.
A pesar de su riqueza, el título de Hijo de hombre cayó pronto en el olvido pues no les decía nada a los nuevos cristianos del Imperio. Algo parecido sucedió con otro nombre introducido por un escrito que llama a Jesús Sumo Sacerdote. Como Hijo del Hombre, se capacitó para hacerse nuestro suficiente Sumo Sacerdote. Por ser como nosotros, sufrió todas las tentaciones y amarguras reservadas a los descendientes de Adán. Ese título ilumina de manera profunda la actuación mediadora de Jesús entre Dios y los hombres. Sin embargo, puesto que en tiempos de Jesús los sumos sacerdotes eran muy desprestigiados porque, aunque el sumo sacerdote seguía siendo mediador entre Dios y su pueblo, según el sentir de muchos, más que defender a los pobres, servía a sus propios intereses y a los de Roma, por lo que fue muy extraño atribuirle a Jesús este título, pues ¿Qué tenía que ver él con Anás o Caifás?
Presentar a Jesús como Sumo Sacerdote fue la mejor manera de hacer común la religión del templo, pero también una forma de presentar al mundo judío la identidad de Jesús. Porque ¿Qué imagen podía tener más impacto entre los judíos que seguían peregrinando a Jerusalén a ofrecer sacrificios al Dios de la Alianza? Ya que el sacerdote seguía siendo el hombre de lo sagrado, separado de los impuros para poder ofrecer sacrificios agradables a Dios por los pecados. Así le designa la carta a los Hebreos, que fue una exhortación dirigida a una comunidad de judíos convertidos al seguimiento de Jesús probablemente en Alejandría, aproximadamente el año 64. En Hb 4,14 leemos: “Jesús, el Hijo de Dios, es nuestro gran Sumo Sacerdote que ha entrado en el cielo. Por eso debemos seguir firmes en la fe que profesamos.”
Jesús, acogió a pecadores y prostitutas, tocó a leprosos y enfermos excluidos del templo; no se separó de nadie para poder estar cerca de Dios; se movió entre la gente y estuvo cerca de todos para hacer presente a su Padre querido en medio de los más olvidados y humillados. Además, el sumo sacerdote ofrecía sacrificios incapaces de perdonar los pecados, como dice Hb 10,4: “La sangre de los toros y de los chivos no puede quitar los pecados”; pero Jesús no ofreció ningún sacrificio ritual; ya que no es eso lo que agrada a Dios; Él vino a “hacer la voluntad del Padre”, por ello su sacrificio fue “la ofrenda de su vida” Hb 10,5-10.
Es admirable cómo se fue describiendo a Jesús como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por una parte, como continúa diciendo Hb 1,3; es “resplandor de la gloria de Dios” e “imagen perfecta de su ser.” Es su Hijo primogénito entronizado a su derecha, no como los ángeles, que están a sus pies o a su alrededor. Por otra parte, este mismo Jesús, que comparte la vida de Dios, es plenamente humano; su solidaridad con los hombres es total; no se avergüenza de llamarlos hermanos Hb 2,11; no es como aquellos sumos sacerdotes que la gente contemplaba desde lejos cuando entraban con aire solemne en el recinto más sagrado e inaccesible del templo. Hb 2,17 dice: Jesús, “tenía que ser hecho en todo semejante a sus hermanos para llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y digno de confianza en las cosas de Dios, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo.”, no como la familia de Anás, que durante años había explotado sin misericordia a las gentes perdiendo credibilidad ante los pobres. Más aún, Jesús se identificó con todos los que sufrían, puesto que “habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que sufren” Hb 2,18. El autor utilizó estas palabras para exponer esa increíble solidaridad: “Jesús no es un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, pues las ha experimentado todas, excepto el pecado” Hb 4,15. Es como nosotros, por lo que también Él “aun siendo Hijo, debió aprender a obedecer a través del sufrimiento” Hb 5,8. Él también tuvo que vivir de la fe; por eso debemos imitarle y caminar “con los ojos fijos en Jesús, el que inició y consumó la fe” Hb 12,2.
Jesús fue llamado Señor, del griego Kyrios, desde el principio. Es el maravilloso título conferido a Cristo como consecuencia de su pleno señorío sobre todas las cosas, en el cielo y en la tierra Ro 10,9. Éste no es solo un tratamiento de honor. Ese título encierra un contenido más profundo. Según los primeros predicadores, es Dios mismo quien “ha constituido Señor y Mesías a este Jesús” como dice Hch 2,36. Sólo Él reunía las condiciones necesarias para hablarles a los hombres de parte de Dios, hablarle a Dios de parte de los hombres y gobernar sobre todos. Y los cristianos no tuvieron ninguna duda. Para Pablo, la confesión Jesús es el Señor es una síntesis de la fe cristiana y escribe en Ro 10,9: “Si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás”. Esta confesión es tan importante como “nadie puede decir Jesús es el Señor si no está movido por el Espíritu Santo” 1 Cor 12,3. Con lo que no solamente se manifiesta la decisión personal, sino la obra del Espíritu de Dios actuando en quienes tienen fe en Jesús. El título Señor se convirtió en una afirmación central para los seguidores de Jesús por su profundo significado ya que el término griego kyrios, significa “señor”, “amo” y “dueño de la casa”. Su correspondiente arameo, mar, se solía aplicar al padre, al juez y al rey. Pero ambos términos adquieren un contenido mucho más profundo cuando se atribuyen a Dios o a Jesús.
Los cristianos sabían que, en Siria, Grecia, Asia Menor o Egipto, los dioses recibían el nombre de Kyrios, Señor; tampoco ignoraban que se iba gestando en el Imperio el culto al emperador. Aún cuando, a finales del año 54, Claudio aceptó ser llamado Kyrios, el título no tenía todavía una clara connotación divina, pero pronto Calígula, Nerón y, sobre todo, Domiciano (81-96) exigieron ser adorados como “Señores divinos”. Domiciano en concreto fue invocado como Señor y Dios (Kyrios kai Theós). Los seguidores de Jesús reaccionaron, como San Pablo que escribió: “Es verdad que hay muchos que reciben el nombre de dioses y señores, pero, para nosotros no hay más que un Dios, el Padre de quien proceden todas las cosas… y un solo Señor, Jesucristo.” 1 Cor 8,5.6. San Juan, por su parte, desafió de manera gráfica y audaz las pretensiones de Domiciano cuando escribió que Tomás, rendido ante Jesús resucitado, pronunció precisamente la confesión que exigía para sí el emperador: “¡Señor mío y Dios mío!” Jn 20,28.
Solo Jesús es Señor, no porque él mismo se lo haya atribuido, como Calígula o Domiciano, sino porque, “siendo de condición divina, se despojó de su grandeza, tomó condición de esclavo y se hizo obediente a Dios hasta terminar crucificado, por lo cual Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está por encima de todo nombre…, para que toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Fil 2,6-11.
Este señorío de Jesús no es un homenaje del poder pues Jesús no es Señor para dominar, oprimir, gobernar o controlar. Toda su vida sirvió y dio vida a los más pobres y necesitados. Su señorío no es despótico, autoritario e impositivo. Es fuerza para hacer vivir, y energía para dar vida. Mientras los emperadores de Roma gobiernan como “señores absolutos” y los grandes oprimen a las gentes con su poder, no es así en Jesús ni en sus seguidores Mr 10,42-45. Jesús, exaltado por Dios, es el único Señor de la comunidad. Él ha de configurar la vida de sus seguidores. Y así lo transmitió San Pablo en Ro 14,8-9: “Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor. Para eso murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos”. Así vivían las primeras generaciones de cristianos: escuchando la “Palabra del Señor”, celebrando la “Cena del Señor”, esperando el “Día del Señor”.
Jesús enseñó a sus discípulos a clamar: “Venga a nosotros tu reino”, por lo que convencidos de que había llegado a la plenitud de ese reino, sus seguidores clamaban: Maranatha, que significa: “Ven Señor Jesús”. 1Cor 16,22; Ap 22,20; Didajé 10,6
Por su parte, San Juan, al principio de su evangelio, se refiere a Jesús como el Verbo o la Palabra. Dice en Jn 1,1: “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.” Después, esa expresión desapareció incluso en este evangelio y en las primeras generaciones cristianas, nadie volvió a identificar así a Jesús. Pero, esta expresión sirvió más tarde para ahondar, desde la fe cristiana, el núcleo del misterio encerrado en Jesús. Jn 1,1-18. Es importante comprender la referencia que hace San Juan, pues en el Antiguo Testamento, se menciona “la palabra de Dios” 394 veces a la comunicación divina que llega a los hombres de parte de Dios ya sea como mandato, profecía, advertencia o aliento. Por lo que debemos entender que la palabra de Dios es extensión de la personalidad divina, investida con autoridad divina, y debe ser escuchada y obedecida por los hombres (Sal 103,20; Dt 12,32); la Palabra de Dios permanece para siempre (Is 40,8), y una vez pronunciada no volverá a Dios sin que se cumpla (Is 55,11), por lo que se la usa como sinónimo de Ley.
Con la introducción que hizo San Juan en su Evangelio, queda claro que Jesús es Dios, por lo que debemos entender esa Palabra como Dios mismo hablando, comunicándose, revelándose en la creación y en la historia apasionante de la humanidad. Dice San Juan, todo ha sido creado y dirigido por la Palabra y podemos estar seguros de ello pues por todas partes a donde dirijamos nuestra mirada podemos percibir sus huellas. En la Palabra está la vida y la luz que ilumina el entendimiento de todas las personas. Y aunque en el mundo hay tinieblas que pretenden ocultar la obra de Dios, la luz de Jesús brilla y las hace retroceder.
Los judíos creían esto y también fue aceptado por muchas gentes de otras culturas. Lo sorprendente es la audaz proclamación que dice a continuación: “La Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros” Jn 1,14 indicando así que la Palabra de Dios hecha carne es Jesús, sin embargo, eso no es fácil de comprender, pues como dice Jn 1,11: “vino al mundo y el mundo no la reconoció; ni siquiera los suyos la recibieron.” En Jesucristo Dios se hizo carne, por lo que, en sus palabras, sus gestos y su vida nos encontramos con Dios. Jesús es Dios hablándonos desde la vida frágil y vulnerable de un ser humano que mira a las personas como las mira Dios; y acoge, cura, defiende, ama y perdona mostrándonos siempre su amor, como lo hace Dios.
Aunque hay muchas otras formas en las que se ha nombrado a Jesús, por hoy llegamos hasta aquí con la primera parte de este apasionante tema de los nombres con los que se ha identificado a Jesús, y si Dios lo permite, la segunda parte del tema se las presentaré la próxima semana con otros nombres con los que se ha identificado a Jesús, y mientras ese momento llega, te invito a que medites en lo que representan para ti los nombres que presenté en este tema.
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