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¿EN QUÉ CONSISTE LA RESURRECIÓN DE JESÚS?

¿EN QUÉ CONSISTE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS?

La resurrección no fue un retorno a la vida anterior de Jesús en la tierra, pues Él no regresó a la vida biológica que conocemos, para morir después de manera irreversible. Los Evangelios nunca sugieren eso. La resurrección no fue la reanimación de un cadáver, fue mucho más. Los primeros cristianos nunca confundieron la resurrección de Jesús con lo que, según dicen los Evangelios, les ocurrió a Lázaro, a la hija de Jairo o al hijo de la viuda de Naín. Jesús no volvió a esta vida, cuando resucitó, Él entró en la vida gloriosa de Dios.

El evangelio de Juan no confunde la “revivificación” de Lázaro, que salió del sepulcro “atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario”. Al resucitar Jesús, dejó en el sepulcro “los lienzos y el sudario tendidos”. Lázaro volvió a esta vida con sus esclavitudes y tinieblas. Jesús, por el contrario, entró en el Reino de Dios, Reino de la libertad y de la luz. La suya fue, en adelante, una vida liberada donde ya la muerte no tuvo ningún poder sobre él. San Pablo lo afirmó de manera terminante cuando dijo: Sabemos que Cristo, habiendo resucitado, no volverá a morir. La muerte ya no tiene poder sobre él. Pues Cristo, al morir, murió de una vez para siempre respecto al pecado; pero al vivir, vive para Dios. (Ro 6,9-10).

Los relatos que encontramos en los Evangelios sobre las “apariciones” de Jesús resucitado son “catequesis” que recuerdan las primeras experiencias que los discípulos tuvieron, para ahondar más en la fe en Cristo resucitado y sacar importantes consecuencias de lo que eso significaba para los creyentes.

Según los evangelistas, vieron y tocaron a Jesús, y lo vieron comer mientras estuvo con ellos varios días hasta que marchó al Padre, y lo vieron subir al cielo hasta que una nube lo ocultó. Como dice en Lc 24,36-43, en donde leemos: “Jesús se puso en medio de ellos y los saludó diciendo: Paz a ustedes. Ellos se asustaron mucho, pensando que estaban viendo un espíritu. Pero Jesús les dijo: ¿Por qué están asustados? ¿Por qué tienen esas dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tóquenme y vean: un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que tengo yo. Al decirles esto, les enseñó las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creerlo, a causa de la alegría y el asombro que sentían, Jesús les preguntó: ¿Tienen aquí algo que comer? Le dieron un pedazo de pescado asado, y él lo aceptó y lo comió en su presencia.

También leemos más datos de sus apariciones en Hch 1,3 en donde dice: “Después de muerto se les presentó en persona, dándoles así pruebas evidentes de que estaba vivo. Durante cuarenta días se dejó ver de ellos y les hablaba del reino de Dios.”  Más adelante, en Hch 1,9 leemos: “Mientras ellos lo estaban mirando, Jesús fue levantado, y una nube lo envolvió y no lo volvieron a ver.” Ese hecho también lo reportan los Evangelios de Mc 16,19-20 y Lc 24,50-51.

Si entendemos estos detalles narrativos de manera material, da la impresión de que Jesús regresó a esta tierra para seguir con sus discípulos como en otros tiempos, sin embargo, los mismos evangelistas nos dicen que no fue así. Jesús era el mismo, pero no el de antes; se les presentó lleno de vida, sin embargo, no le reconocieron de inmediato; como mencionan también Mr 16,12 y Lc 24,13-32; que narran la aparición a los dos discípulos en el camino a Emaús, estuvo en medio de los suyos, pero no lo pudieron retener; era alguien real y concreto, pero no pudieron convivir con él como en Galilea. Sin duda era Jesús, pero con una existencia nueva.

Los seguidores de Jesús tampoco entendieron su resurrección como una misteriosa supervivencia de su alma inmortal, al estilo de los griegos, para quienes el alma era inmaterial, inmortal, inteligible y eterna, y  procedía del mundo de las ideas, donde había contemplado la verdad y la belleza absolutas. Por ello, los discípulos de Jesús, para hablar del resucitado, recurrieron al lenguaje de la “resurrección”, de la “exaltación” a la gloria de Dios, o de la “vida”, pero nunca pensaron ni dijeron nada sobre la “inmortalidad del alma” de Jesús, ni que el resucitado fue alguien que después de la muerte vivió despojado de su corporalidad. Ellos eran hebreos por lo que creían, que el “cuerpo” no es simplemente la parte física o material de una persona, algo que se puede separar de la parte espiritual. Para ellos el “cuerpo” es toda la persona tal como se siente enraizada en el mundo y conviviendo con los demás; y cuando hablaban de “cuerpo” pensaban en la persona con todas sus relaciones y vivencias, con toda su historia de conflictos y heridas, de alegrías y sufrimientos. Por lo tanto, para ellos era impensable imaginar a Jesús resucitado sin cuerpo.

Pero, no estaban pensando en un cuerpo físico, de carne y hueso, sometido al poder de la muerte, sino en un “cuerpo glorioso” que recogió y dio vigor a su vida desarrollada en este mundo. Cuando Dios resucitó a Jesús, lo resucitó a su vida terrena marcada por su entrega al reino de Dios, con sus gestos de bondad hacia los pequeños, con su juventud truncada de manera tan violenta, con sus luchas y conflictos, y con su obediencia hasta la muerte. Jesús resucitó con un “cuerpo glorioso”, como lo llama San Pablo en Fil 3,21, un cuerpo nuevo que recogió y dio plenitud a su vida terrena.

Para los primeros cristianos, por encima de cualquier otra representación o esquema mental, la resurrección de Jesús fue un acto de Dios que, con su fuerza creadora, lo rescató de la muerte para introducirlo en la plenitud de su propia vida. Así lo repitieron una y otra vez las primeras confesiones cristianas y los primeros predicadores. Para decirlo de alguna manera, Dios acogió a Jesús en el interior de la muerte, y lo llenó de Su fuerza creadora.

Jesús murió gritando: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y, al morir, se encontró con su Padre, que lo acogió con amor inmenso, impidiendo que su vida quedara aniquilada. En el mismo momento en que Jesús sintió que todo su ser se perdía definitivamente siguiendo el triste destino de todos los humanos, Dios intervino para darle su propia vida. Cuando todo había acabado para Jesús y parecía hundirse sin remedio en la muerte, Dios empezó una nueva creación, algo radicalmente nuevo.

Esta acción creadora de Dios acogiendo a Jesús en lo incomprensible de su misterio, fue un acontecimiento que sobrepasa nuestra razón. Y, puesto que fue diferente a cualquier experiencia que podamos tener en este mundo no lo podemos representar de ninguna manera, por eso, ningún evangelista se atrevió a narrar cómo fue la resurrección de Jesús pues nadie fue testigo de ese acto de Dios tan trascendente.

La resurrección es una acción que no pertenece a este mundo que podemos observar. Por eso no se puede decir que es propiamente un “hecho histórico”, como tantos otros que suceden en el mundo y que podemos constatar y verificar, aunque es un “hecho real” que sucedió verdaderamente. No solo eso, para los que creemos en Jesús resucitado, es el hecho más real, importante y decisivo que ha ocurrido para la historia humana, pues constituye el fundamento de nuestra fe y nuestra esperanza; fe y esperanza que se confirman en las respuestas que recibimos a nuestras oraciones, y en el cumplimiento en nuestras vidas de las promesas que hizo Jesús, como las que encontramos en Mr 16,17-18.

San Pablo dice en 1Co 15,14: “Si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no vale para nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen”.

Y es que según San Pablo, como dice en 2 Cor 13,4 y Ef 1,19-20; Jesús fue resucitado por la Gracia de Dios, que es la fuerza (virtud, potencia o poder) que le hizo vivir su nueva vida de resucitado, pues al ser resucitado pasó a poseer un cuerpo glorioso, que no significa un cuerpo radiante y resplandeciente, sino una personalidad rebosante de la gloriosa presencia de Dios con su poder creador. Dice también en Ro 6,4 y Fil 3,21; que fue resucitado por la Gloria de Dios en la que se revela lo grande que es; por eso Jesús puede ser llamado “Señor”, que es el mismo nombre que se le da a Yahvé, (Dios Padre), entre los judíos de lengua griega. También, en Ro 8,11 y 1 Cor 15,35-49, dice que fue resucitado por el Espíritu de Dios, por su aliento creador, por lo que su cuerpo resucitado es un “cuerpo espiritual”, esto significa, un cuerpo plenamente vivificado por el poderoso aliento creador de Dios.

Los primeros cristianos pensaban que con esta intervención de Dios inició la resurrección final, la plenitud de la salvación. San Pablo en Col 1,18, dice que Jesús fue el “primogénito de entre los muertos” es decir que fue el primero que nació a la vida definitiva de Dios, que Él se nos anticipó a disfrutar de una plenitud que nos espera también a nosotros. Y con esto debemos entender que su resurrección no fue algo privado, que le afectó solo a él; sino que es el fundamento y la garantía de la resurrección de la humanidad y de la creación entera.

En 1 Cor 15,20 San Pablo dice que Jesús es la “primicia”, el primer fruto de una cosecha universal y que “Así como Dios, resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder” (1 Cor 6,14). Al resucitar a Jesús, Dios comenzó la “nueva creación”. Salió de su ocultamiento y reveló su intención última, lo que buscaba desde el comienzo al crear el mundo, esto es: compartir su felicidad infinita con el ser humano.

En efecto eso lo podemos empezar a disfrutar aquí, en esta vida, al aceptar a Jesús como el Hijo de Dios que vino a la tierra para enseñarnos la forma de vida que debemos llevar la vida, que es la relación armoniosa con Dios y con nuestro prójimo; pero también debemos aceptar que Jesús es nuestro Salvador, pues con su sacrificio en la cruz, pagó el castigo que merecíamos por haber ofendido a Dios al pecar, puesto que los seres humanos no podemos salvarnos a nosotros mismos por nuestros propios esfuerzos como indica San Pablo en Tit 3,4-7 en donde leemos: Pero Dios nuestro Salvador mostró su bondad y su amor por la humanidad, y, sin que nosotros hubiéramos hecho nada bueno, por pura misericordia nos salvó lavándonos y regenerándonos, y dándonos nueva vida por el Espíritu Santo. Pues por medio de Jesucristo nuestro Salvador nos dio en abundancia el Espíritu Santo, para que, después de hacernos justos por su bondad, tengamos la esperanza de recibir en herencia la vida eterna.”

Si hemos reconocido a Jesús como nuestro Salvador, también debemos aceptarlo como nuestro Señor, por lo que debemos comprender, que Señor, es un título de reverencia que se refiere a Dios como nuestro dueño, es decir debemos aceptar que somos suyos, por lo tanto, que debemos obedecerle. En el Antiguo Testamento, Señor es el título con que los profetas mencionaban al Dios de Israel (Éx 15,1; Is 43,10; Jer 2,2).

San Pedro en 2Pe 1,16b se refiere a Jesús como Señor cuando dice: “La enseñanza que les dimos sobre el poder y el regreso de nuestro Señor Jesucristo, no consistía en cuentos inventados ingeniosamente, pues con nuestros propios ojos vimos al Señor en su grandeza.” También San Pablo lo reconoce como tal cuando dice en Ro 5,1:Puesto que Dios ya nos ha hecho justos gracias a la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.” Y nosotros, por medio de la fe, también podemos decir que por la fe disfrutamos de la paz que Dios da, una paz que sobrepasa todo entendimiento, paz que esta en nosotros aún en medio de las dificultades.

Por lo que, si reconocemos a Jesús como Salvador, debemos vivir agradecidos por habernos liberado del castigo que merecíamos por haber ofendido a Dios al pecar y porque nos ha dado una vida nueva, Su vida, pero si también reconocemos que es nuestro Señor, le debemos fidelidad y obediencia. Actuemos entonces como verdaderos seguidores suyos y obedezcamos las instrucciones que nos dejó a través de lo que escribieron los apóstoles en los Evangelios y en la cartas. Hagámoslo por amor y con deseo de agradarlo, en respuesta a lo que Él hizo y continúa haciendo por nosotros y en nosotros.

Que así sea.

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