Skip links

JESÚS MUESTRA A DIOS COMO PADRE DE TODOS

JESÚS MUESTRA A DIOS COMO PADRE DE TODOS

Jesús vivió desde la experiencia de Dios como su Padre. Él es quien cuida hasta de las criaturas más frágiles, hace salir su sol sobre buenos y malos, se da a conocer a los pequeños, defiende a los pobres, cura a los enfermos, busca a los perdidos. Así lo percibió en sus noches de oración y así lo vivió a lo largo de cada día. Este Padre era el centro de su vida.

Desde tiempos remotos, los judíos daban a Dios el nombre de “Yahvé”, para diferenciarlo de los dioses de otros pueblos. Así dice Miqueas, profeta judío entre los años 738-693 a. c. en  el 4,5: “Los otros pueblos obedecen a sus propios dioses, pero nosotros siempre obedeceremos al Señor nuestro Dios.Sin embargo, después del destierro, este nombre empezó a emplearse cada vez menos. Poco a poco se fueron introduciendo otros para evocar a Dios sin nombrarlo directamente. El “nombre” santo de Yahvé quedó reservado para el culto oficial del templo. Sabemos que lo pronunciaba el sumo sacerdote cuando, el día de la Expiación (Yom Kippur), entraba en el espacio más sagrado del templo.

Un título divino muy arraigado en el judaísmo helenista del siglo I era Kyrios, que significa “Señor”. Sin embargo, Jesús apenas empleó este término. Al parecer no ponía el acento en el señorío de Dios. En la conversación ordinaria se utilizaban expresiones como “los Cielos”, “el Poder”, “el Lugar”, “el que habita en el Templo”, “el Señor”; y Jesús, como todo el pueblo, también recurre a este lenguaje, pero no es su rasgo más característico. Lo que le nacía desde su corazón era llamarle “Padre”; pero esto no era algo absolutamente original puesto que en las Escrituras de Israel se habla de Dios como “padre” en sentido metafórico para destacar su autoridad, que exige respeto y obediencia, pero ante todo para resaltar su bondad, su amabilidad, su delicadeza y su amor, características que invitan a todos a acercarse a Él con confianza. Pero, esta imagen de Dios como “padre” no es central, es una más junto a las de “esposo”, “pastor” o “liberador”. Jesús sabía que la tradición bíblica consideraba las relaciones de Dios con Israel como las de un padre con sus hijos. Algunas oraciones recogidas en el libro de Isaías son conmovedoras: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tus manos” Is 64,7 y en 63,16b17ª dice: “Tú, Señor, eres nuestro padre, desde siempre eres nuestro libertador. Señor, ¿por qué permites que nos alejemos de ti, y endureces nuestro corazón para que no te respetemos?”  Esta visión de Dios como “padre” no se perdió nunca entre los judíos.

En tiempos de Jesús, mientras él recorría Galilea, un sabio judío de Alejandría llamado Filón hablaba de Dios “padre y autor del universo” para subrayar su carácter de creador universal, fuente y principio de todo. En el libro de la Sabiduría, redactado también en Alejandría a finales del siglo I a. C, afirma repetidamente que el justo tiene a Dios como “padre”. En Qumrán no se le llamaba así, pero se ha podido encontrar este texto conmovedor: “Tú cuidarás de mí hasta mi vejez, pues mi padre no me reconoció y mi madre me abandonó a ti, porque tú eres padre para todos tus hijos” (1Himnos IX, 34-35). Es difícil que Jesús, oriundo de un pequeño pueblo de Galilea, conociera algo de esto, pero si sabemos que todos los días pronunciaba las Dieciocho bendiciones, donde repetidamente se le invocaba a Dios como “nuestro padre y nuestro rey”. En la literatura rabínica se designa a Dios como padre, pero no aparece nunca como una invocación a Dios.

Pero, sin duda, lo más original de Jesús es que, al dirigirse a Dios, lo invocaba con una expresión desacostumbrada, lo llamaba Abbá, que podemos traducir como “Padre querido” o “papito”, que es la forma en la que un niñito se dirige a su padre con confianza total. Y aunque Abbá tiene su origen en el lenguaje infantil, se usaba también como forma solemne y adulta de dirigirse a alguien. Por ello podemos pensar que Jesús sentía a Dios tan cercano, bueno y entrañable que, al dialogar con él, le venía espontáneamente a los labios solo una palabra: Abbá. Aunque no se puede asegurar que Jesús utilizara el término Abbá siempre que hablaba de Dios y que, tal vez no era el único en dirigirse así a Dios.

Pero este si es el rasgo más característico de su oración. Abbá era su expresión más íntima para llamar a Dios. Esta costumbre de Jesús provocó tal impacto que, años más tarde, en las comunidades cristianas de habla griega, dejaban el término arameo Abbá como eco de la experiencia vivida por Jesús, aunque lo traducían para que todos comprendieran la profundidad de su comunicación con su Padre, como podemos leer en dos cartas de Pablo de Tarso. La primera está escrita el año 55 a las comunidades de Galacia, en donde dice: “La prueba de que somos hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abbá, es decir, «Padre«. Gál 4,6. La segunda es del año 58 y está dirigida a los cristianos de Roma, en ella escribió: “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: “¡Abbá! ¡Padre!” Ro 8,15. Como mencioné, este modo de tratar con Dios no era acostumbrado. Nació de la experiencia más íntima de Jesús, y se distanciaba del tono solemne con que, por lo general, sus contemporáneos se dirigían a Dios, enfatizando la distancia que había entre Dios y los hombres, pero también por el temor reverencial, el temor de desagradar a Dios a quien se debe respeto y sumisión.

Ni en la literatura rabínica ni en las oraciones oficiales del judaísmo tardío se encuentra el empleo de Abbá para dirigirse a Dios, lo cual destaca la actitud original de Jesús.

Las primeras palabras que balbuceaban los niños de Galilea eran: immá (“mamá”) y abbá (“papá”). Como llamó Jesús a María y a José. Por eso, abbá evoca el cariño, la intimidad y la confianza del niño pequeño con su padre. Sin embargo, al parecer, también los adultos empleaban esta palabra expresando su respeto y obediencia al padre de la familia patriarcal. Llamar a Dios Abbá indica cariño, intimidad y cercanía, pero también respeto y obediencia.

Ahora bien, el cariño que evoca el término abbá usado por Jesús no se oponía al respeto, sino a la distancia, ya que indica cercanía e inmediatez, sin excluir el respeto y la obediencia. El Dios Padre del que habla Jesús, lejos de ser un símbolo machista, fue, de hecho, una crítica radical a la “corriente patriarcal” que hoy llamamos machismo.

Jesús había conocido en su propia casa la importancia del padre. José era el centro de toda la familia. Todo giraba en torno a él. El padre cuida y protege a los suyos. Si faltaba él, la familia corría el riesgo de desintegrarse y desaparecer. Era él quien sostenía y aseguraba el futuro de todos. Hay dos rasgos que caracterizaban a un buen padre. El primero era la atención y el cuidado por sus hijos: era él quien debía asegurarles el sustento necesario, protegerlos y ayudarles en todo. Al mismo tiempo, el padre era la autoridad de la familia: él daba las órdenes para organizar el trabajo y asegurar el bien de todos. Él instruía a sus hijos, les enseñaba un oficio y los corregía si fuera necesario. Los hijos, por su parte, estaban llamados a ser la alegría del padre. Su primera actitud debía ser la confianza: ser hijo era pertenecer al padre y acoger con gozo lo que recibiera de él. Al mismo tiempo debían respetar su autoridad de padre, escucharle y obedecer sus órdenes. Al padre se le debía afecto y sumisión. El ideal de todo hijo era él. Por eso los Mandamientos ordenaban reverencia y obediencia de parte de los hijos, como se lee en Ex 20,12: “Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas una larga vida en la tierra que te da el Señor tu Dios.” Lv 19,3; Dt 5,16.

Esta experiencia familiar ayudó a Jesús a profundizar en su experiencia de un Dios Padre.

A Jesús le gustaba llamar a Dios “Padre”. Le brotaba de dentro, sobre todo cuando quería subrayar su bondad y compasión, para que quienes lo escuchaban fueran tomando conciencia de que podían acudir a Él con confianza y esperanza.

Jesús llamó a Dios Abbá. Antes de él nadie se atrevió a hacerlo, pues haberlo hecho hubiera sido considerado como una blasfemia. Justamente porque Jesús lo hizo, fue condenado por blasfemo, como reporta Jn 5, 18: “Los judíos tenían deseos de matarlo, porque no solamente no observaba el mandato sobre el sábado, sino que además se hacía igual a Dios al decir que Dios era su propio Padre.” y 10, 25-32.

Después de un examen riguroso de todas las fuentes, se concluye que la costumbre de Jesús de llamar “Padre” a Dios, está firmemente atestiguada en Mr que en 11,25 dice: Y cuando estén orando, perdonen lo que tengan contra otro, para que también su Padre que está en el cielo les perdone a ustedes sus pecados.; y en 14,36 en donde dice: En su oración decía: “Abbá, Padre, para ti todo es posible: líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.”

También encontramos que lo llama Padre en Lc 6,36 cuando dice: “Sean ustedes compasivos, como también su Padre es compasivo.” En 10,21: Jesús, lleno de alegría por el Espíritu Santo, dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido.” En 11,2: Jesús dijo: Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre.” Más adelante en el verso13, dice: Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!”; y en 12,30 dice Jesús: Todas estas cosas son las que preocupan a la gente del mundo, pero ustedes tienen un Padre que ya sabe que las necesitan”.  También San Mateo reporta esa costumbre de Jesús en Mt 5,44-45 en donde dice: “Yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.” En el Evangelio de San Lucas encontramos también ese dulce trato a Dios. En Lc 12,32, Jesús dice: No temas, pequeño rebaño, porque el Padre ha querido darles el reino” y, en Lc 23,34ª, mientras se encontraba clavado a la cruz, levantando sus ojos al cielo, Jesús dijo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”

La iglesia primitiva adoptó el término Abbá sobre todo en la oración Ro 8,15; Gal 4,6, pues «el Espíritu de adopción» incorpora al cristiano en esa nueva relación.

El uso de nuestro Señor Jesús, del término íntimo arameo AbbÁ, es tan significativo que se conserva en nuestros Evangelios (Mr 14,36) y rompe decididamente con las formas de dirigirse a Dios distantes y altamente formales empleadas por los judíos de su época. Aunque algunos intérpretes han hecho demasiado hincapié en la informalidad del término, como equivalente a “papito”, parece que es el nombre que un hijo respetuoso le hubiera dado a su padre en toda etapa de la vida, así que, podemos traducirlo más bien, como “papá”, con su connotación de respeto afectuoso. El testimonio que el evangelio da de que Jesús usó Abbá para referirse a Dios en oración personal en público, y la invitación que dio a sus discípulos para llamar también Padre a Dios (“Padre nuestro…”), se ve como la característica más importante de su enseñanza.

De acuerdo con la revelación bíblica, esta forma de tratar a Dios es un grato privilegio anunciado por Dios mismo, y no alguna teoría humana acerca de él que está abierta a revisión. Además, el carácter de Dios que se revela en la Escritura no es solamente masculino, porque las imágenes bíblicas son de uno que se interesa, compadece, ama y protege, no de una deidad machista. Y es ese amor que se evidencia supremamente en nuestra invitación a llamarle nuestro Padre.

Esta paternidad se vuelve más real y satisfactoria cuando recibimos a Cristo como nuestro Redentor, como nos dice San Pablo en Gál 4,4-7: Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer, sometido a la ley de Moisés, para rescatarnos a los que estábamos bajo esa ley y concedernos gozar de los derechos de hijos de Dios. Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones; y el Espíritu clama: “¡Abbá! ¡Padre!” Así pues, tú ya no eres esclavo, sino hijo de Dios; y por ser hijo suyo, es voluntad de Dios que seas también su heredero.” El conocimiento que nosotros, como creyentes, tenemos de Dios como Padre, es el resultado de nuestra adopción como hijos pues el Espíritu de Dios que recibimos nos hace ver a Dios como nuestro padre y como sus hijos, comenzaremos a disfrutar de todas las bendiciones de la adopción por la fe.

La mayor grandeza y el resumen del cristianismo es que, gracias a la redención de Jesús, podamos decir: «soy Hijo de Dios, hermano de Cristo y coheredero con él. Ro 8,15; Gal 4,4-6. Y puesto que mi padre es Dios, y me da todo lo que necesito, Mt 6, 25-34, disfruto de una vida plena de paz y gozo, que es la que Jesús vino a darnos, como dice Jn 10,10b.«

Con esto quiero decir, querido oyente, que todos somos hermanos. Queramos o no queramos, todos somos hermanos, nacidos del mismo Padre y por eso todos debemos amarnos, pues quien ama al Padre, lo demuestra amando a todos los hermanos. Debes tener la certeza que esa actitud filial se origina en el amor paterno de Dios que verdaderamente te ama y procura tu bien. Padre tuyo es y padre bueno que ayuda a todos, y hace bien a los que en él esperan. Y no has de pensar que no necesitas a nadie, pues tienes buen Padre en el cielo, y ese Padre es amigo de la caridad y la humildad, y quiere beneficiar a unos por medio de otros. Por ello, abre tu corazón para que entre Jesús y desde lo profundo de tu ser, te guie por el camino de bendición que lleva al Padre, y con tus oídos espirituales escucha lo que te diga para entonces hagas lo que Dios espera de ti, hónralo con tus manifestaciones de humildad y obras de caridad, por amor al prójimo. Que así sea.

X