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JESÚS DIGNIFICÓ A LOS RECHAZADOS Y DISCRIMINADOS

JESÚS DIGNIFICÓ A LOS RECHAZADOS Y DISCRIMINADOS

Los indigentes, los más pobres, los últimos de la sociedad, rechazados y discriminados por todos, que constituían el estrato más bajo de Galilea, no solo carecían de todo; estaban además condenados a vivir en la vergüenza, sin honor ni dignidad alguna, no pertenecían a una familia respetable, no habían podido defender sus tierras; ni podían ganarse la vida con un trabajo digno. Eran indeseables a los que cualquiera despreciaba. Ellos lo sabían por experiencia. Por lo general, los mendigos de Galilea pedían limosna desde el suelo, sin atreverse apenas a levantar su mirada; las prostitutas, para poder sobrevivir, renunciaban al honor sexual de la mujer, tan valorado en aquella sociedad. Al haber perdido el honor, estos hombres y mujeres no lo recuperaban jamás. Su destino era vivir degradados. Si desaparecieran, nadie lo sentiría. El honor y la vergüenza eran categorías centrales en las sociedades mediterráneas del siglo I. La miseria económica se vivía, sobre todo, como vergüenza, indignidad y deshonor y se agravaba todavía más por el sistema de pureza existente, el cual aumentaba las discriminaciones entre los diversos sectores de la sociedad judía. Desde la invasión de la cultura helénica, impulsada por Alejandro Magno, aquel pequeño pueblo se había visto obligado a defender su identidad con todas sus fuerzas. Era cuestión de vida o muerte, por lo que todos comprendieron que solo podrían sobrevivir reafirmando su adhesión incondicional a la ley de Dios dada por medio de Moisés, y también al templo, a donde los israelitas iban para tener conciencia de la presencia de Yahvé, Dios, en medio de su pueblo; y esto lo hacían al promover una política de separación de lo pagano.
En ese clima se desarrolló una cuidadosa acción religiosa de “separación”, encaminada a preservar la santidad propia del pueblo de Dios. El templo de Yahvé, lugar santo por excelencia, debía ser protegido de toda contaminación, excluyendo de su recinto sagrado tanto a gentiles como a los impuros. El cumplimiento estricto de la ley era la mejor forma de vivir en la tierra santa de Dios sin dejarse asimilar por una cultura extraña. En consecuencia, se hizo énfasis en cumplir el sábado, el Sabbat que es el día de reposo en honor al Señor, principal seña de identidad de Israel en medio de los pueblos del Imperio romano; también se prohibió estrictamente el matrimonio con mujeres extranjeras; se estimuló el pago de diezmos y primicias; y por último, se presionó el cumplimiento del “código de santidad”, dispuesto por la ley, como una estrategia de separación de lo impuro, lo no santo, lo alejado de Dios. El “código de santidad” es el conjunto de normas y prescripciones recogidas en el libro del Levítico en los capítulos del 19 al 26, entre las que estaban: la búsqueda de la santidad, el amor al prójimo, no seguir las prácticas de los paganos, el guardar los diez mandamientos, mantenerse puros, los impedimentos para el sacerdocio, tener cuidado de las cosas sagradas para no profanar el nombre santo de Dios, así como cumplir con los requisitos para los animales ofrecidos en sacrificio, así como los requisitos para sacrificar esos animales, las fechas dedicadas como festividades religiosas en las cuales el pueblo deberá reunirse, y del Sabbat, también las normas sobre el aceite para las lámparas que deben arder sin cesar en el Templo delante del Señor; sobre el pan de la ofrenda ante la presencia del Señor; sobre el año de reposo y el año de liberación, del año del jubileo, la redención de las propiedades y la ayuda a los compatriotas así como las advertencias a los desobedientes y los castigos a la desobediencia de esas normas y para los que ofenden a Dios. Pero, no todo en esas normas debía seguirse bajo pena de castigo, pues también proporciona una lista de bendiciones para los que obedecen las normas de Dios. Este libro insiste en la idea de que lo importante es separarse de lo impuro, pues es la única forma de tener acceso a Dios que es santo.
En tiempos de Jesús todos aceptaban la afirmación central de este código de santidad donde el primer mandato de Dios es: “Sean santos, porque yo, Yahvé, su Dios, soy santo” (Lev 19,2). Y todos entendían la “santidad” como separación de lo impuro. Había, sin embargo, grupos y sectores que la buscaban y promovían con mayor severidad. Los esenios de la comunidad de Qumrán llegaron incluso a abandonar la tierra prometida para crear en medio del desierto una “comunidad santa”, pues, según ellos, ya no era posible vivir de manera santa en medio de aquella sociedad tan contaminada, y solo en el desierto, vestidos con túnicas blancas y entregados a toda clase de purificaciones, podrían vivir como “varones de santidad” e “hijos de la luz”, fieles al Dios santo y aislados tanto de los paganos romanos, como de los judíos que vivían de manera impura. En los ambientes fariseos no se llegó a este extremo, pero en los grupos más radicales se esforzaban por observar algunas leyes de pureza que solo para los sacerdotes eran obligatorios.
Es poco lo que se sabe de los fariseos antes del año 70, pero no debemos identificarlos a todos con los que eran un grupo minoritario y más radical que pretendía extender la “pureza sacerdotal” a todo el pueblo. Al parecer, tenían como ideal convertir la tierra prometida en una especie de templo habitado por el Dios santo, y hacer de todo el pueblo un “reino de sacerdotes”. Su ideal se inspiraba en concepciones como la que refleja el libro de los Nm 35,34: “No profanen la tierra en que van a vivir y en la que yo también viviré, pues yo, el Señor, vivo entre los israelitas.” No parece que ese grupo excluyera de la Alianza a quienes no observaban su nivel de pureza, pero vivían más o menos “separados” de ellos, y no los admitían a participar de su mesa.
El sistema de pureza ritual buscaba asegurar la identidad judía frente a la cultura pagana, pero tuvo un resultado inesperado: se endurecieron las diferencias y discriminaciones dentro del mismo pueblo. Según las normas establecidas por Dios en el desierto, ●los sacerdotes y levita , ya por nacimiento, poseían un rango de santidad superior al del pueblo; ●los que observaban el código de santidad gozaban de mayor dignidad que los impuros, que eran los que vivían en contacto con paganos o los que, como los publicanos y prostitutas, ejercían profesiones que implicaban de hecho una permanente transgresión del código; ●los leprosos, eunucos, ciegos y cojos no se podían presentar con el mismo rango de pureza que los sanos; ● y también las mujeres, sospechosas siempre de impureza por su menstruación o los partos, pertenecían a una categoría menos digna y santa que la de los varones.
Con esto notamos, que la sociedad judía mantenía un carácter discriminatorio pues se encontraba estructurada a partir del sistema de pureza. Se debe considerar, sin embargo, ●que la mayor parte de las impurezas no provenían de la transgresión de una ley; ●que caer en estado de impureza ritual no convertía automáticamente al impuro en pecador; ●que el contacto con una persona impura no es pecado, aunque se debía evitar para impedir que la impureza se extendiera; ●que las leyes de pureza que regulaban el acceso al templo, no se referían a compartir los alimentos en la misma mesa; y que ●los que no observaban el código de santidad ni practicaban los ritos de purificación podían ser considerados “pecadores” por despreciar la ley de Moisés.
Era normal en este tipo de sociedad, donde se marcaba ritualmente el grado de pureza o impureza de las gentes, los más proscritos y degradados socialmente, los considerados de manera general “impuros” alejados del Dios, fueran gentes sucias, muchos de ellos enfermos, con la piel de su cuerpo ulcerada como Lázaro. Había entre ellos mendigos, ciegos y prostitutas. Su vida de vagabundos, por lo que, bastante trabajo tenían con buscarse el pan de cada día, les impedía a la mayoría, cumplir las normas de pureza y las purificaciones rituales y su exclusión del templo por esas normas, hacían que se sintieran rechazados también por Dios.
Pero Jesús no lo veía así. Ante lo que proclamaba el código de santidad: “Sean santos porque yo, el Señor su Dios, soy santo”, él introduce otra exigencia que transforma el modo de entender y vivir “imitando a Dios”, cuando dice: “Sean ustedes compasivos como su Padre es compasivo”. Lc 6,36. La compasión es pues, lo que hemos de imitar de Dios. Jesús no niega la “santidad” de Dios, pero la cualidad de esa santidad no es la separación de lo impuro, sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos. Y dice en Mt 5,45. “Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”
La compasión es el modo de ser de Dios, es lo primero que brota de sus entrañas de Padre, por eso es su primera reacción ante los seres humanos. Es compasivo y amoroso con todos, también con los impuros, los privados de honor, los excluidos de su templo. La idea de “compasión” se expresa en hebreo y en arameo, con un término (rahamim), que significa “entrañas”. Ese término sugiere diversos matices, como: “dar vida”, “alimentar” y “cuidar”, porque es la forma en que nos indica que Dios nos lleva en sus entrañas. La compasión es, para Jesús, la manera de imitar a Dios y ser santos como él. Mirar a las personas con amor compasivo y ayudar a los que sufren, es parecerse a Dios, porque es actuar como él.
Jesús introduce así una verdadera revolución pues el “código de santidad” generaba una sociedad discriminatoria y excluyente, dividida, mientras que el “código de compasión” propuesto por él genera una sociedad compasiva, acogedora e incluyente, incluso hacia esos sectores sin honor y respetabilidad. La experiencia que Jesús tiene de Dios no conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la hospitalidad, por lo que, en el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar de la comunidad ya que los impuros y los privados de honor, también tienen la dignidad sagrada de hijos de Dios.
En el contexto cultural de Galilea, el lenguaje de las bienaventuranzas es un lenguaje honorífico que dignifica. Jesús atribuye a quienes no pueden defender su dignidad ante los hombres, un honor ante Dios. Como lo manifestó en la primera bienaventuranza: “Dichosos ustedes, los pobres de espíritu, pues de ustedes es el reino de Dios.” Que podría decirse así: “¡Qué honorables son ustedes, los pobres de espíritu, porque tienen como rey a Dios mismo!”.
El amor compasivo es el que está en toda la actuación de Jesús, es lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras. A Él, por su corazón misericordioso le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en el principio de su actuación. Él es el primero en vivir como el “padre” de la parábola, que, “conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas”, acoge al hijo que viene destruido por el hambre y la humillación, o como el “samaritano” que, “movido a compasión” se acercó a auxiliar al hombre que fue asaltado y herido en el camino”.
Jesús tocó a los leprosos, se dejó tocar por la hemorroísa y también se dejó besar por la prostituta, liberó a los poseídos de espíritus impuros. Nada lo detuvo cuando se trató de acercarse al que sufre. Su actuación, inspirada por la compasión, fue un desafío directo al sistema de pureza. Él creía que lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al impuro, por eso tocó al leproso, y no fue Él quien quedó impuro, sino el leproso quien quedó limpio.
Aprendamos a ser como Jesús, imitémos su conducta compasiva y misericordiosa. Siempre encontraremos a quien podremos mostrar con nuestros hechos, el amor que Jesús puso en nuestro corazón cuando lo aceptamos como nuestro Salvador y Señor. Aunque debemos tratar de alcanzar la santidad, ya que como dice Heb 12,14: “Procuren estar en paz con todos y llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor,” no debemos pretender que vamos a vivir como los grupos de los fariseos más radicales que se esforzaban por observar algunas leyes de pureza que solo eran obligatorias para los sacerdotes. Confiemos en la promesa de Jesús que dice: “Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que les mande otro Defensor, el Espíritu de la verdad, para que esté siempre con ustedes. Los que son del mundo no lo pueden recibir, porque no lo ven ni lo conocen; pero ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.” – “El Defensor, el Espíritu Santo que el Padre va a enviar en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho.” Jn 14,15 -16 y 26
El Espíritu Santo, que Jesús nos dejó como el otro consolador, nos ayudará a mantenernos firmes en sus enseñanzas y nos dirigirá para que seamos sus instrumentos de bendición y mostremos su amor a todos. Para llamarnos testigos de Jesús, debemos mostrar compasión, la compasión que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús; así como dice San Pablo en Hch 20,35 “Con mi ejemplo les he mostrado que es preciso trabajar duro para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús: “Hay más dicha en dar que en recibir.”
Pero recuerda que eso es solamente entre El Señor y tú, pues como leemos en Mt 6,2-4 Él dijo: “Cuando ayudes a los necesitados, no lo publiques a los cuatro vientos, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que la gente hable bien de ellos. Les aseguro que con eso ya tienen su premio. Cuando tú ayudes a los necesitados, no se lo cuentes ni siquiera a tu amigo más íntimo; hazlo en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio.”
Vive actuando con compasión y misericordia con todos, para bendecir, sobre todo a los más necesitados, y para agradar a Dios y dale a Él todo honor y gloria.
Que así sea.

 

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