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JESÚS DEFENSOR DE LOS ÚLTIMOS

JESÚS DEFENSOR DE LOS ÚLTIMOS

Herodes Antipas, tratando de imitar a su padre, Herodes el grande, quiso construir su pequeño “reino”, aunque desde Roma solo había recibido la categoría de “tetrarca”. Pronto reconstruyó la ciudad de Séforis en la Baja Galilea y más tarde, recordando la ciudad de Cesarea, levantada por su padre en la costa del Mediterráneo, construyó una nueva capital a orillas del lago de Genesaret y la llamó Tiberíades en honor de Tiberio, el nuevo emperador. Con la construcción de estas dos ciudades, Galilea conoció por vez primera el fenómeno de la urbanización en su territorio. En los veinte primeros años de la vida de Jesús, el desarrollo de estas dos ciudades situadas a menos de cincuenta kilómetros la una de la otra generó un profundo cambio social y Jesús lo pudo vivir de cerca.

Séforis y Tiberíades fueron los centros administrativos desde donde se controlaba toda la región. Allí se concentraban las clases dominantes: militares, poderosos recaudadores de tributos, jueces, administradores, grandes terratenientes y los responsables del almacenamiento de mercancías. Aunque no eran muchos, constituían la elite urbana protegida por Antipas. Eran los “ricos” de Galilea: poseían riqueza, poder y honor.
En el campo la situación era muy diferente. Por los grandes proyectos de construcción aumentaron los tributos y las tasas exigidas a los campesinos. Algunas familias apenas podían asegurarse la subsistencia y una mala cosecha, una enfermedad o la muerte de algún varón podía ser el comienzo de la desgracia. Cuando una familia no tenía reservas suficientes para llegar hasta la siguiente cosecha, acudía antes que nada a pedir ayuda a sus familiares y vecinos, pero no siempre era posible, pues, con frecuencia, la escasez era general en las aldeas. La única salida era entonces pedir un préstamo a los que controlaban los almacenes de grano. Al no poder pagar sus deudas, se veían obligados a desprenderse de sus tierras, que pasaban a ser de los grandes terratenientes.
Había otros factores que hacían cada vez más vulnerable la situación de los campesinos pobres. Para sacarle un mayor rendimiento a las tierras, desde el poder se impulsaba cada vez más el monocultivo o la producción especializada. Los terratenientes decidían lo que se iba a cultivar en sus grandes extensiones en función de sus negocios en el comercio del trigo, el aceite o el vino. Mientras tanto, los campesinos pobres, los arrendatarios y jornaleros no sabían cómo obtener la cebada, las legumbres y otros modestos productos necesarios para la alimentación diaria de la familia.
Tampoco la difusión de la moneda impulsada por Antipas beneficiaba a los campesinos. Solo las elites urbanas disponían de sumas importantes de dinero para operar en sus negocios, y solo ellos podían acumular monedas de oro o plata. Este dinero se llamaba en arameo con el término mammón, que procede del término fenicio mommon que significa «beneficio» o «utilidad» lo que está seguro, lo que da seguridad. Y define el afán o deseo desordenado de poseer riquezas, bienes u objetos de valor abstracto. (Lc 16,9.11), en arameo identifica al ‘dios de la avaricia’. En cambio, los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o cobre de escaso valor, por lo que vivían intercambiándose productos y servicios en un régimen de pura subsistencia.
Imperio de Tiberio, reino de Herodes o tetrarquía de Antipas: el resultado siempre era el mismo: lujosos edificios, riqueza y ostentación en las ciudades, miseria, deudas y hambre en las aldeas; enriquecimiento continuo de los terratenientes, pérdida de tierras de los campesinos pobres. Creció la inseguridad y la desnutrición; las familias privadas de tierra se desintegraban; aumentó el número de jornaleros, mendigos, vagabundos, prostitutas, bandoleros y gentes que huían de sus acreedores pues nada podían esperar de Tiberio ni de Antipas.
Fue sobre todo el desarrollo de las ciudades de Séforis y Tiberíades, la pérdida de tierras por endeudamiento, el desarrollo de la monetización y el impulso creciente del monocultivo, lo que provocó, en tiempo de Jesús, la crisis y desintegración de las familias más pobres de las aldeas galileas, y los más oprimidos, al quedarse sin tierras, se vieron obligados a buscar trabajo como jornaleros o a vivir de la mendicidad o de la prostitución.
En Galilea, la inmensa mayoría de la población era pobre, pues estaba compuesta por familias que luchaban día a día por sobrevivir, pero al menos tenían algún pequeño terreno o algún trabajo estable para asegurarse el sustento. Pero en Mt 5, 1, cuando Jesús habla de los pobres, se está refiriendo a los que no tienen nada: gentes que viven al límite, sin riqueza, sin poder y sin honor, los desposeídos de todo. Les dijo: “Dichosos ustedes los pobres, pues de ustedes es el reino de Dios.”
Ya desde el siglo IV a. C. se distinguen dos categorías: el pobre que vive de un duro trabajo y el desposeído de todo, el que no tiene de qué vivir y Jesús se refería a estos últimos.
De ellos, muchos son mujeres; hay también niños huérfanos que viven a la sombra de alguna familia. La mayoría son vagabundos sin techo. No saben lo que es comer carne ni pan de trigo; se contentan con hacerse con algún mendrugo de pan negro de cebada o robar unas cebollas, unos higos o algún racimo de uvas. Se cubren con lo que pueden y casi siempre caminan descalzos. Es fácil reconocerlos. Entre ellos hay mendigos que van de pueblo en pueblo y ciegos o tullidos que piden limosna junto a los caminos o a la entrada de las aldeas. Hay también esclavos fugitivos de amos crueles, y campesinos escapados de sus acreedores. Entre las mujeres hay viudas que no han podido casarse de nuevo, esposas estériles repudiadas por sus maridos y prostitutas obligadas a ganarse el pan para sus hijos. Dentro de ese mundo de miseria, las mujeres son sin duda las más vulnerables e indefensas por ser pobres y, además, mujeres. La situación de estas gentes se volvía más trágica en tiempos de sequía y epidemias. Flavio Josefo informó de dos períodos de hambre extrema: el año 25 a.C. bajo Herodes, y del 46 al 48 d. C. en Jerusalén.
Rasgos comunes caracterizaban a este sector oprimido. Todos ellos eran víctimas de los abusos y atropellos de quienes tenían poder, dinero y tierras. Desposeídos de todo, vivían en una situación de miseria de la que no lograban escapar. No podían defenderse de los poderosos. No tenían un patrón que los protegiera, no interesaban a nadie. Eran vidas sin futuro. Pero Jesús les hace ver que Dios es de los que no tienen a nadie.
La vida insegura de itinerante acercaba mucho a Jesús a este mundo de indigentes. Vivía prácticamente como uno de ellos: sin techo y sin trabajo estable. No llevaba consigo ninguna moneda con la imagen del César: no tenía problemas con los recaudadores. Se había salido del dominio de Antipas. Vivía entre esos excluidos buscando el reino de Dios y su justicia.
Pronto invitó a hacer lo mismo al grupo de seguidores que se va formando en su entorno. Compartiendo la vida de aquella pobre gente caminaron descalzos como ellos, prescindieron de la túnica de repuesto, la que servía de manta para protegerse del frío de la noche cuando se dormía al raso, no llevaron provisiones, vivieron del favor de Dios y de la hospitalidad de la gente. Exactamente como aquellos indigentes. (Mr 6,8-11; Lc 9,3-5; Mt 10,9-14; Lc 10,4-11; Evangelio [apócrifo] de Tomás 14,4). Para Jesús, era el mejor lugar anunciar el reino de Dios y que fuera acogido.
No podía olvidar a estas gentes al anunciar el reino de Dios y su justicia, por lo que les tenía que hacer sitio para hacer ver a todos que tienen un lugar privilegiado en el reino de Dios; tenía que defenderlos para que pudieran creer en el Dios defensor de los últimos; tenía que acoger a los que día a día se topaban con las barreras levantadas por las familias protegidas por Antipas y por los ricos terratenientes. No se acercaba a ellos de manera fanática o resentida, ni rechazando a los ricos. Solo quería dejar claro que Dios no abandona a los últimos.
Identificado con ellos y sufriendo de cerca sus mismas necesidades, Jesús había tomando conciencia de que, para estos hombres y mujeres, el reino de Dios solo podía ser una “buena noticia”. Mr 2,23-28 cuenta que los discípulos de Jesús, urgidos por el hambre, arrancaron algunas espigas, las desgranaron con sus manos y comenzaron a comer. El episodio muestra que Jesús y los suyos también pasaron hambre en más de un momento.
Aquel estado de cosas era injusto y cruel. No respondía al proyecto de Dios. La llegada de su reino significará un “vuelco” total: aquellos vagabundos, privados hasta de lo necesario para vivir, serán los “primeros”, y muchos de aquellos poderosos que parecen tenerlo todo serán los “últimos”. Jesús en Lc 16,19-31, expresó de forma muy gráfica su condena narrando la siguiente parábola:
“Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno , en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Y Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
Todos los que le escuchaban le entendieron y la alegría de los mendigos no podía ser mayor porque a su corazón llegó la esperanza.
Esa parábola con el escandaloso contraste entre el rico y el mendigo, la falta de una escena de juicio y el vuelco de la situación que se está viviendo en Galilea es muy del estilo de Jesús. El rico poderoso que describe Jesús, con túnica de lino fino habla de su vida de lujo y ostentación. El color púrpura de sus vestidos indica que era muy cercano al rey. Su vida era una fiesta continua, con espléndidos festines todos los días. Seguramente los pobres que escuchan a Jesús no habían visto nunca de cerca, a un personaje así, pero sabían que pertenecía a los privilegiados que vivían en Tiberíades, Séforis o Jerusalén. Poseían riquezas, tenían poder y disfrutaban de una vida espléndida en la que ellos no podían ni soñar.
Muy cerca de este rico, echado junto a la hermosa puerta de su mansión, un mendigo que no posee nada, excepto un nombre lleno de promesas: “Lázaro”, que significa, “aquel a quien Dios ayuda”. Este mendigo, que es el único personaje de las parábolas de Jesús que tiene nombre propio, está cubierto de llagas. No sabe lo que es un festín; ni siquiera puede comer los trozos de pan que los invitados arrojan bajo la mesa después de haberse limpiado con ellos sus dedos. Solo se le acercan los perros que vagan por la ciudad. No parece tener ya fuerzas ni para pedir ayuda, pues en ningún momento Jesús dice que se mueve para hacer algo. Impuro a causa de sus llagas, degradado todavía más por el contacto con perros callejeros, su situación de extrema miseria, es el mejor signo del abandono y la maldición de Dios y su final no está lejos. Es lo les esperaba a los que sobraban en aquella sociedad y vivían hundidos en la miseria. Tal vez alguno de los que escuchaban a Jesús se estremeció, Lázaro podía ser uno de ellos.
Con esa parábola, Jesús estaba desenmascarando la terrible injusticia de aquella sociedad. Las clases más poderosas y los estratos más oprimidos parecían pertenecer a la misma sociedad, pero estaban separados por una gran barrera: esa puerta que el rico no atraviesa nunca para acercarse a Lázaro. Mientras los ricos están dentro de sus palacios celebrando espléndidas fiestas; los pobres están afuera muriendo de hambre.
De pronto todo cambia, Lázaro muere y, a pesar de que ni se habla de su entierro, es llevado al seno de Abrahán, donde es acogido para tomar parte en su banquete. También muere el rico, que es enterrado con todo honor, pero no entra en el seno de Abrahán, sino en el hades.
Los judíos del siglo I hablan del “más allá” de maneras diferentes. El hades de la parábola no es el “infierno”, sino el sheol, un lugar de sombras y muerte a donde van a parar todos los muertos por igual. Al parecer, en tiempos de Jesús era considerado como un lugar de espera donde se congregan, aunque separados, tanto justos como pecadores, mientras llega el juicio de Dios. El libro de Henoc un texto religioso atribuido al bisabuelo de Noé, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa de Etiopía y de Eritrea, pero no es reconocido como canónico, dice: “Cuando los pecadores mueren y son enterrados, si durante su vida no han sido sometidos a juicio, sus espíritus son colocados aparte en un lugar de gran sufrimiento hasta que llegue el día del juicio, del castigo y del perdón”.
El cambio de la situación es total. Lázaro fue acogido en el seno de Abrahán y el rico se quedó en un lugar de aflicción. El rico reaccionó por primera vez. El que no había tenido compasión del mendigo, la pedía a gritos; el que no había visto a Lázaro cuando lo tenía junto a su puerta, ahora lo veía “a lo lejos” y lo llamó por su nombre; el que no había atravesado la puerta para aliviar el sufrimiento del pobre quería que Lázaro se acercara a aliviar el suyo. Pero era muy tarde. Abrahán le informó que aquella barrera en la tierra se ha convertido en un abismo insuperable.
Los pobres no podían creer lo que Jesús estaba diciendo. Según la tradición de Israel, la prosperidad es signo de la bendición de Dios, y la miseria, por el contrario, señal de su maldición. Los salmos repiten una y otra vez: “A quienes temen a Dios no les falta de nada” (34,10; 23,1). Y a ellos les faltaba todo. ¿Cómo puede Lázaro, un mendigo impuro y miserable, ser acogido en el seno de Abrahán, y cómo puede este rico, bendecido por Dios, quedarse sufriendo en el sheol? ¿No gozan los ricos de la bendición de Dios? ¿No son los vagabundos y mendigos unos malditos? Con su parábola, Jesús no está describiendo ingenuamente la vida del más allá, sino desenmascarando lo que sucede en Galilea. La parábola no es una descripción de la otra vida, sino que encierra un mensaje sobre lo que está sucediendo en Galilea entre ricos y pobres. Ricos viviendo espléndidamente mientras a las puertas de sus palacios hay gente que se muere de hambre es una injusticia hiriente. Esa riqueza que crece gracias a la opresión sobre los débiles no es signo de la bendición de Dios. Es una injusticia intolerable que Dios hará desaparecer un día. La llegada de su reinado significará un vuelco total de la situación.
Jesús empezó a hablar un lenguaje nuevo, sorprendente y provocativo. Su voz se escuchó por toda Galilea. Se encontró en las aldeas con la gente humillada que no podían defenderse de los grandes terratenientes. Jesús había visto con sus propios ojos el hambre de esas mujeres y niños desnutridos, y no pudo reprimir sus sentimientos: Vió llorar de rabia e impotencia a esos campesinos al quedarse sin tierras o al ver que los recaudadores se llevaban lo mejor de sus cosechas, y los alentó diciéndoles: “Dichosos los que ahora tienen hambre, pues quedarán satisfechos. Dichosos los que ahora lloran, pues después reirán.”
El reino de Dios no fue una “buena noticia” para todos, pues no la pudieron escuchar todos por igual, porque los terratenientes seguían con sus banquetes en Tiberíades mientras los mendigos morían de hambre en las aldeas. Jesús no podía soportar esta situación cruel y anunció que el reino de Dios traerá el cambio. Su venida es vista como una suerte para los que viven oprimidos y una amenaza para quienes viven oprimiendo.
Jesús está con ellos, es un indigente más que les habla con fe y convicción total que esa miseria que los condena al hambre y a la aflicción no tiene su origen en Dios, que, al contrario, Dios los quiere ver saciados y felices; que Dios viene para ellos. Lo que Jesús quiere dejar bien grabado en su corazón es que los que no interesan a nadie, le interesan a Dios; los que sobran en los imperios construidos por los hombres, tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen patrón alguno que los defienda, tienen a Dios como Padre.
Jesús sabía que no tenia poder político ni religioso para transformar aquella situación, tampoco tenía ejércitos para levantarse contra las legiones romanas ni para derrocar a Antipas. Él es el profeta enviado por Dios, que anunció su misericordia y que se hizo uno con los últimos, con los necesitados de amor, paz, comprensión, consuelo. Aun cuando su palabra no significó en aquel momento el final del hambre y de la miseria de estas gentes, sí les dio a todas las víctimas de abusos y atropellos, la dignidad de hijos de Dios, como dice Jn, 1,12: “Pero a quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios.” Por eso debemos presentar a Jesús a cuantos podamos. Todos deben saber que su vida es sagrada y que son amados por Dios, y esto confiere dignidad. Nunca se construirá la vida tal como la quiere Dios si no se liberan a estos hombres y mujeres de la miseria, la humillación y del hambre, que puede ser hambre de paz, de justicia, de comprensión, de paz espiritual, como nos hace ver San Lucas al extender la bienaventuranza a los pobres de espíritu cuando traslada que Jesús dijo en Lc 6,20: “Dichosos los que tienen espíritu de pobres, porque de ellos es el reino de los cielos.
Esto significa que Jesús quiere que, como sus seguidores, como sus testigos, nos acerquemos también a aquellos que se han apartado de Dios y sus mandamientos y están padeciendo por haberse alejado de Dios al pecar. Estos otros pobres, son los pobres de espíritu, los necesitados “de Jesús y lo que él ofrece”: como su perdón, el perdón que nos concedió en su pasión y muerte en la cruz, o necesitados de su amor que nos manifestó al aceptar padecer para liberarnos del castigo que por nuestros pecados merecíamos, o necesitados de su paz, esa paz que sobrepasa todo entendimiento o necesitados del gozo de sabernos aceptados por Dios y redimidos por su Hijo. Porque el mensaje de Jesús no va dirigido solamente a los pobres de las cosas materiales, él quiere liberar a todos los que son abandonados, abusados, maltratados, incomprendidos, traicionados, a los heridos del alma y a los pecadores para liberarlos de las ataduras del pecado.
Si tú te encuentras en cualquiera de esas situaciones y aun no has aceptado a Jesús como tu salvador, entrégale tu vida ahora. Basta con que le pidas de corazón que venga a ayudarte, a darte una vida nueva, una vida plena. Pon tu fe en acción y actúa. Él dijo: “Yo vine para darles vida y vida en abundancia.” Y si lo dijo, lo hará.
Y si has reconocido a Jesús como tu salvador y lo has aceptado como tu Señor, debes mostrar a los demás, sobre todo a los más necesitados, el amor que has recibido de él con actos de bondad y servicio, porque es a nosotros, los seguidores de Jesús, a quienes corresponde hacer todo cuanto podamos para presentarlo. Él nos dio la orden cuando dijo “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos la buena noticia.” Mr 16,15. Para ello debemos tratar a todos como hizo Jesús: con amor, con respeto, con gozo, haciéndoles saber con nuestras acciones y lo que dicen los evangelios, que Dios los ama.
Aun cuando parezca que no se logra mucho con lo que hagamos, ya sea en cosas materiales, como comida, ropa o trabajo, o con el apoyo espiritual a través de la compañía, el consejo, la oración y la enseñanza de las Sagradas Escrituras, debemos hacerlo, porque a Dios solo se le puede acoger en el corazón, y con nuestras buenas obras, haremos nuestra parte al preparar los corazones de esas personas para que acepten a Jesús. Entonces, con Jesús en nuestro corazón, dediquémonos con amor, paz y gozo, a construir un mundo nuevo, un mundo de personas libres. Que así sea

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