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JESÚS LIBERADOR DE DEMONIOS

JESÚS LIBERADOR DE DEMONIOS

Jesús no solo curaba enfermos. Lleno de amor y del Espíritu de Dios, se acercaba también a los poseídos de espíritus malignos y los liberaba. Jesús fue un exorcista de prestigio extraordinario, y nadie lo pone en duda. incluso fuera de los ambientes cristianos; todavía bastantes años después de su muerte había exorcistas que seguían utilizando su nombre como medio poderoso para expulsar demonios. La acción de Jesús con los endemoniados provocó un impacto mucho mayor que sus curaciones. La gente quedaba sobrecogida y se preguntaba dónde estaba el secreto de esa fuerza tan poderosa. Los fariseos veían en él un peligro y decían: Es el propio jefe de los demonios quien le ha dado a este el poder de expulsarlos. Mat 9,34. Le temían y lo acusaban de actuar como agente de Beelzebú.
Pero a Jesús, el poder de expulsar a los demonios le confirmaba la seguridad que iba creciendo en su corazón: “Si el mal está siendo vencido y Satanás es derrotado, significa que el Reino de Dios ya está llegando.
Algunos exégetas, que son los intérpretes de las Sagradas Escrituras, tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad, como epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de conciencia” como Letargia, Estupor, Coma o Confusión que provoca alucinaciones.
Pero lo que vivían aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo. Según la mentalidad de las personas de aquel tiempo, se sentían invadidos y poseídos por algún ser maligno. Esa era su tragedia. El mal que padecían no era una enfermedad más, era vivir sometidos a un poder desconocido e irracional que los atormentaba, sin que pudieran defenderse de él. Pero no hay que confundir una “enfermedad” causada por un espíritu maligno con una “posesión diabólica”, que es a lo que nos referiremos en este capítulo.
Aunque podría verse en el fenómeno de la posesión, una compleja maniobra utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable, como sería la relación entre la opresión que ejercía sobre Palestina el Imperio romano y el fenómeno de tantas personas poseídas por el demonio. ¿Sería esta una forma de rebelarse contra el sometimiento romano y el dominio de los poderosos?
Podría ser, pues se ha demostrado que cuando no hay otro medio para rebelarse, en el individuo se puede desarrollar una personalidad separada que le permite decir y hacer lo que no podría en condiciones normales, al menos sin riesgos importantes.
Bastantes estudiosos consideran la posesión demoníaca en Galilea como una resistencia de gentes desesperadas contra Roma. Es sorprendente que, según la información recabada, la “posesión demoníaca”, tan extendida en tiempos de Jesús, esté prácticamente ausente en siglos anteriores. Sin embargo, es probable que a nosotros se nos escape el terror y la frustración que generaba el Imperio romano sobre gentes impotentes para defenderse de su crueldad, la cual hemos descrito en programas anteriores.
No faltaban tampoco conflictos y opresiones dentro de aquellas familias campesinas de estructura rígidamente patriarcal. Muchos de los poseídos eran mujeres, esposas estériles frustradas y sin honor alguno ante nadie o viudas privadas de defensa ante los atropellos de los varones; así como adolescentes y niños víctimas de abusos. La posesión pudo haber sido para ellos un mecanismo de autodefensa que les permitía atraer la atención, defenderse del entorno y en cierta forma, adquirir un claro poder. Varios autores subrayan la presencia demoníaca en víctimas de abusos y conflictos familiares, como se lee en Lc 8,2 que recuerda que “Jesús había curado de espíritus malignos y enfermedades a diversas mujeres que lo acompañaban, y en concreto a María de Magdala, de la que “habían salido siete demonios”.
Sin embargo, los poseídos a los que se acercó Jesús no eran simplemente enfermos psíquicos. Los endemoniados no se sentían protagonistas de una rebelión contra el mal, sino víctimas de un poder desconocido y extraño que los atormentaba destruyendo su identidad. Como el endemoniado de Gerasa que describe San Marcos en Mr 5,1> con rasgos conmovedores: Era uno que “corría por los montes” en un estado de soledad total; “vivía en los sepulcros”, excluido del mundo de los vivos; lo ataban “con grilletes y cadenas” por una sociedad aterrorizada por su presencia; vivía “lanzando alaridos” en su incapacidad de comunicarse con nadie; “se hería con piedras”, víctima de su propia violencia, violencia interior que solamente podía manifestar en contra de sí mismo. No es fácil responder qué poder maligno se escondía detrás de una experiencia de estas características. Lo que sí sabemos es que Jesús se acercó a ese mundo siniestro y liberó a quienes vivían atormentados por el mal.
Jesús se parecía a otros exorcistas de su tiempo, pero era diferente. Es probable que sus combates con los espíritus malignos no resultaran del todo extraños en las aldeas de Galilea, pero había en su actuación algo que, sin duda, sorprendía a quienes lo observaban de cerca. Jesús utilizaba el lenguaje y los gestos de los exorcistas de su tiempo, pero establecía con los endemoniados una relación muy peculiar. No usaba los recursos utilizados por los exorcistas como: anillos, aros, amuletos, incienso, leche humana o cabellos. Su fuerza estaba en sí mismo. Bastaba su presencia y el poder de su palabra para imponerse. Por otra parte, a diferencia de la práctica general de los exorcistas, que conjuraban a los demonios en nombre de alguna divinidad o personaje sagrado, Jesús no necesitaba revelar el origen de su poder, no explicaba en nombre de quién expulsaba los demonios, no pronunciaba el nombre mágico de nadie, ni invocaba a ninguna fuerza secreta. El historiador judío Flavio Josefo nos habla de la fama que tenía en las leyendas judías el rey Salomón como hombre sabio, conocedor de ciencias ocultas y experto en exorcismos. Por lo que el nombre sagrado más utilizado por los exorcistas judíos de esta época era el de Salomón.
Jesús tampoco se servía de conjuros o fórmulas secretas. Ni siquiera acudía a su Padre. Se enfrentaba a los demonios con la fuerza de su palabra, como leemos en Mr 1,25; 5,8; 9,25, Él decía: “Sal de él”; “cállate”; “no vuelvas a entrar en él”. Esto muestra que, mientras combatía a los demonios, Jesús estaba convencido de estar actuando con la fuerza misma de Dios.
Las Escrituras describen su actuación como una confrontación violenta entre quienes se sienten poseídos por Satán y Jesús que se sabe habitado por el Espíritu de Dios. Los demonios gritaban a Jesús con grandes alaridos; Jesús los amenazaba y les daba órdenes severas. Buscando el sometimiento de los demonios, hablaba directamente con ellos, les preguntaba su nombre para dominarlos mejor, penetraba en su mundo, lo conquistaba, les gritaba sus órdenes, los ponía furiosos y expulsaba a los demonios, que “huían” derrotados. Así destruía la “identidad demoníaca” de la persona y reconstruía en ella una nueva identidad, transmitiéndole su propia fuerza sanadora. Esos “combates”, eran episodios sobrecogedores de los que fueron testigos las gentes de Galilea. En ningún momento imponía Jesús sus manos sobre los endemoniados. Este gesto de bendición lo reservaba para los enfermos.
El evangelio más antiguo Mr 3,21 dice que los familiares de Jesús vinieron desde Nazaret a hacerse cargo de él, pues pensaban que “estaba fuera de sí”, “que se había vuelto loco”. ¿Qué pudieron observar de extraño en su comportamiento para pensar así, sino su inusual actuación con los endemoniados?
Sus adversarios llegaron más lejos, pues como dice Mr 3,22, lo acusaron de “expulsar a los demonios con el poder de Belzebú, el príncipe de los demonios.” En Jn 7,20; 8,48.52 y 10,20 se repite una acusación que le hacen los judíos: “Estás endemoniado”. Quienes lanzaban esta acusación no pensaban en el bien que hacía Jesús a los enfermos. Más bien veían en sus exorcismos algún tipo de amenaza para el orden social. Liberando a los endemoniados, Jesús estaba reconstruyendo un nuevo Israel, constituido por personas más libres; estaba forjando una nueva sociedad. Entonces, para neutralizar su actividad, considerada por los poderosos como peligrosa, nada mejor que desacreditarlo socialmente acusándolo de comportamiento desviado, por lo que decían que su poder de expulsar demonios no provenía de Dios; sino del príncipe de los demonios. Este tipo de acusaciones eran estrategias utilizadas con frecuencia por los poderosos para controlar la sociedad.
Pero Jesús no permaneció callado; se defendió y explicó la razón de su actividad de exorcista. Hizo ver que la acusación era inconsistente cuando les responde: “Si Satanás expulsa a Satanás, es que está dividido. ¿Cómo va mantener su poder?” Mt 12,26. Luego, según los versos siguientes, 27 y 28, arremetió contra sus atacantes y expuso claramente el sentido de su actividad cuando dice: “Ustedes dicen que yo expulso a los demonios por el poder de Beelzebú; pero si es así, ¿quién da a los seguidores de ustedes el poder para expulsarlos? Por eso, ellos mismos demuestran que ustedes están equivocados. Porque si yo expulso a los demonios por medio del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de los cielos ya ha llegado a ustedes.”
A Jesús no le cabe otra explicación. Aquí está el “Espíritu de Dios”. Su esfuerzo por “liberar” a estos desgraciados es una victoria sobre Satán y el mejor signo de que está llegando el reino de Dios, que quiere una vida más sana y liberada para sus hijos e hijas, una vida plena, abundante.
Jesús insistió en aclarar su actuación con los demonios por medio de una imagen de mucho colorido: “Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y robarle sus cosas, si no lo ata primero; solamente así podrá robárselas.” Mr 3,27; Lc 11,21-22 y Mt 12,29. Eso era lo que hacía Jesús con sus exorcismos “ataba” al maligno y controlaba su fuerza destructora.
Esa pequeña parábola debemos entenderla en el contexto cultural de su tiempo, en el que se pensaba que, aunque Dios tiene el poder supremo sobre el mundo, permite a los demonios una cierta influencia sobre la tierra, hasta que al final restablezca su autoridad y los derrote para siempre. En libros conocidos en tiempos de Jesús, como el de Tobías, en 8,3 se lee que es posible “atar a los demonios de pies y manos”.
Jesús no se limitó a aliviar el sufrimiento de los enfermos y endemoniados, sino que dio a su actividad curadora una interpretación trascendental: mostraba en todo ello signos de un mundo nuevo. Frente al pesimismo catastrófico que imperaba en los sectores apocalípticos, que lo veían todo infestado por el mal, Jesús anunció algo sin precedentes: Dios está aquí. La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados fueron su reacción contra la miseria humana: anunciaban la victoria final de su misericordia, liberando al mundo de un destino marcado fatalmente por el sufrimiento y la desgracia.
Jesús no realizaba sus curaciones y exorcismos para probar su autoridad divina o la veracidad de su mensaje. Y cuando le pidieron una prueba espectacular que confirmara que actuaba de parte de Dios, Jesús se negó y aunque Jesús llevó a cabo curaciones, nunca realizó el “signo del cielo” que los fariseos le solicitaban según dicen Mr 8,11-12; Lc 11,29-30 y Mt 12,38-39.
Jesús no ofrecía espectáculo. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, eran un signo de su misericordia. Para los galileos, los “milagros” no probaban nada de manera indiscutible, sin embargo, pudieron advertir su relación estrecha con Dios. Pero los maestros de la ley, seguían incrédulos ante sus hechos prodigiosos. Ellos argumentaban que un “milagro” no probaba nada si no se realizaba dentro de la ley. Por eso el escándalo que provocó Jesús al curar incluso en sábado, desafiando las tradiciones.
Aunque todos deben haber captado la gran diferencia entre su actuación y la del Bautista, pues la misión de éste estaba en función del pecado, ya que su tarea era denunciar los pecados y purificar de su inmundicia moral a quienes acudían al Jordán, donde ofrecía a todos un bautismo purificador para “el perdón de los pecados”. Mientras que el quehacer básico de Jesús, era sacar del sufrimiento a los más desdichados, no caminaba por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados, Él se acercaba a los enfermos y endemoniados para liberarlos de su sufrimiento. Su actividad no estaba orientada a reformar la religión judía, sino a aliviar el sufrimiento de quienes encontraba agobiados por el mal y excluidos de una vida sana, libre, gozosa. Por eso se enfocó en eliminar el sufrimiento, no en denunciar los pecados de las gentes. No es que no le preocupara el pecado, sino que, para Él, el pecado más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de Dios consiste en causar sufrimiento o tolerarlo con indiferencia. Por eso la actuación de Jesús se dedicaba a dos tareas fundamentales, como dice Mt 4,23: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la buena noticia del reino (anunciando la buena noticia de la llegada del reino de Dios) y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo”. Lo cual incluía la liberación de los demonios.
Y es que, su empeño fundamental era despertar la fe en la cercanía de Dios y lo hacía luchando contra el sufrimiento. Por eso, cuando confía su misión a los discípulos, les encomienda la misma tarea. “Los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos.” Lc 9, 2. Más adelante, en Lc 10,9 dice: “Al llegar a un pueblo donde los reciban… …sanen a los enfermos que haya allí, y díganles: ‘El reino de Dios ya está cerca de ustedes.’”
Mt 10,7-8 menciona otros aspectos, ahí leemos: “Vayan y anuncien que el reino de los cielos se ha acercado. Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien de su enfermedad a los leprosos y expulsen a los demonios. Ustedes recibieron gratis este poder; no cobren tampoco por emplearlo.” Este es un detalle que actualmente muchos, llamándose seguidores de Jesús, han pasado por alto.
Pero, no todos los enfermos, que se encontraron con él experimentaron su fuerza curadora. Por las aldeas de Galilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo su mal pues Jesús no pensó en los “milagros” como una forma fácil de suprimir el sufrimiento en el mundo, sino solo como un signo para indicar la dirección en la que sus seguidores han de actuar para acoger el reino de Dios.
La acción salvadora de Dios está ya en marcha. El reino es la respuesta de Dios al sufrimiento humano. La gente más desgraciada puede experimentar en su propia carne los signos de un mundo nuevo en el que Dios vencerá al mal, lo cual ya estaba sucediendo, como les dijo, cuando volvieron, a los 72 que envió a los pueblos a donde él iría: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” Lc 10,18.
El reino de Dios que tanto anhelaba es la entrada al mundo de la misericordia de Dios y la derrota del mal, la eliminación del sufrimiento, la acogida de los excluidos en la sociedad y el establecimiento de una sociedad liberada de toda aflicción.
Todavía no es una realidad acabada ni mucho menos. Por lo que nos corresponde continuar poniendo signos de la misericordia de Dios en el mundo, pues esa es precisamente la misión que confió a sus seguidores y nosotros nos encontramos entre ellos. Llevémosla a cabo con nuestras obras de misericordia, y mostrando a todos el amor de Dios, que desea liberarnos de los todos males físicos y espirituales.
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Bibliografía:
1. Para el estudio específico de los exorcismos
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2. Otros estudios de interés
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