FIEL CREYENTE EN LA FE DE SU PUEBLO
FIEL CREYENTE EN LA FE DE SU PUEBLO
En la vida de Jesús su experiencia de Dios fue central y decisiva. Él, profeta ambulante del reino de Dios, curador de enfermos y defensor de pobres, el misericordioso maestro del amor, el creador de un movimiento nuevo al servicio del reino de Dios, no fue un hombre atraído por varios intereses, sino una persona profundamente unida a Dios, y su único interés fue agradarlo. Fue Él, a quien llamaba el Padre de todos, quien inspiró su mensaje, por Él llevó a cabo su intensa actividad y en quien concentró sus energías. Dios estuvo siempre en el centro de su vida. Por ello el mensaje y la actuación de Jesús solo puede explicarse por su vivencia de Dios, a través del Espíritu Santo, que estuvo con Él siempre, pues Jesucristo, en cuanto hombre, tenía plenamente el Espíritu Santo, porque era el Hijo de Dios que por medio del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María. Y esa vivencia permanente de Dios fue lo que fortaleció, le dio autenticidad y un contenido profundo a su mensaje. Su actuación tuvo el sentido que él predicaba, pues su vida estuvo siempre acorde a sus enseñanzas.
Jesús actuó movido por su experiencia de Dios e invitó a las gentes y a sus seguidores a creer y acoger a Dios con la misma confianza con que él lo hacía. Y la relación de Jesús con Dios fue la razón por la que causó honda impresión en todos.
A pesar de que Jesús se mostró muy discreto sobre su vida interior, sí sabemos que su vivencia de Dios se debía a que se comunicaba con su Padre Dios por medio de la oración, como nos dan a conocer los Evangelios con muchos ejemplos, entre ellos:
El que narra Mt 14,23 en donde narra que después de alimentar a la multitud con cinco panes y dos peces “Jesús la despidió y luego subió a un cerro, para orar a solas.” Y luego caminó sobre las aguas.
Otro ejemplo está en Mr 1,35 (Lc 4,42–44) “De madrugada, cuando todavía estaba oscuro, Jesús se levantó y salió de la ciudad para ir a orar a un lugar solitario.” Esto fue antes de anunciar el mensaje en las sinagogas y expulsar demonios.
Un ejemplo más está en Mt 26,36 (MR, 14,32–42; Lc 22,39–46): “Jesús fue con sus discípulos a un lugar llamado Getsemaní, y les dijo: Siéntense aquí, mientras yo voy allí a orar.” En esa oración se rindió ante el Padre para hacer Su voluntad y cumplir con la Misión que le había encomendado.
Esa relación estrecha con Dios Padre le permitía hablar y actuar de tal manera que sus palabras y sus gestos mostraban de alguna manera su experiencia y quienes lo observaban, lo percibían enseguida, pues como notamos en esos tres ejemplos, en la comunicación que tenía con su Padre por medio de la oración, recibió la dirección y la fortaleza para realizar los milagros y permanecer firme en la misión a la que el Padre lo había enviado. Y si somos sus discípulos, podemos también, por medio de la oración, recibir la fuerza y el poder para seguir adelante obedeciendo los Mandamientos y las enseñanzas de Jesús, que como advertimos en los Evangelios, no proponía una doctrina sobre Dios. Nunca se le vio explicando su experiencia de Dios, que, para Él, no era una teoría, era una experiencia que lo transformaba y le hacía vivir buscando una vida mejor, más satisfactoria y gozosa para todos. No pretendió en ningún momento sustituir la doctrina tradicional de Dios con otra nueva. Su Padre, a quien Él acudía, era el Dios de Israel, el único Señor, creador de los cielos y de la tierra, el salvador de su pueblo querido, el Dios de la Alianza en el que creían los israelitas. Ningún sector judío discutía con Jesús sobre la bondad de Dios, su cercanía o su acción liberadora, pues todos creían en el mismo Dios.
La diferencia estaba en que los dirigentes religiosos de aquel pueblo asociaban a Dios con su sistema religioso, y no con la felicidad y la vida de la gente. Lo primero y más importante para ellos era dar gloria a Dios observando la ley, respetando el sábado y asegurando el culto del templo. Jesús, por el contrario, asoció a Dios con la vida: lo primero y más importante para él era que los hijos de Dios disfrutaran de la vida de manera justa y digna. Mientras los sectores más religiosos se sentían obligados por Dios a cuidar la religión del templo y el cumplimiento de la ley, Jesús, por el contrario, se sabía enviado a promover la justicia y la misericordia de Dios, mostrándolo amoroso, acogedor de todos, buenos y malos, enfermos y pecadores; y por ello también lo mostraba sanador, perdonador y liberador.
Y con esa actitud, Jesús sorprendió a todos, no porque haya expuesto doctrinas nuevas sobre Dios, sino porque lo involucró en la vida de las personas de manera diferente. Él nunca criticó la idea de Dios que se transmitía en Israel, pero si se rebeló contra los efectos deshumanizadores que producía esa religión de la forma como estaba organizada. Jesús no dudó en invocar a Dios para condenar o transgredir la religión que lo representaba “oficialmente”, cuando ésta se convertía en opresión y no en principio de vida, de amor, de paz, de misericordia. Su experiencia de Dios le empujaba a liberar a las gentes de miedos y esclavitudes que les impedían sentir y experimentar a Dios como él lo sentía y experimentaba: como amigo de la vida y de la felicidad de sus hijos.
Jesús nació en un pueblo creyente y como todos los niños de Nazaret, aprendió a creer, en el seno de su familia de la mano de su madre, y cuando creció, en las reuniones que se celebraban los sábados en la sinagoga. Más tarde conocería en Jerusalén la alegría religiosa de aquel pueblo que se sentía acompañado a lo largo de su historia por un Dios amigo al que alababan y cantaban en las grandes fiestas y guardó en su corazón las tradiciones religiosas que alimentaban la espiritualidad de Israel. Sin embargo, no es posible saber con certeza qué textos bíblicos leyó o escuchó Jesús, ni a qué tradiciones religiosas pudo tener acceso, ni qué salmos rezó con más frecuencia. Pero si podemos verificar el trasfondo bíblico que se percibe detrás de las principales partes de su mensaje o de su actuación, y así captar su “herencia judía” y los modos personales con que Jesús la vivía.
El pueblo sentía que Dios era el amigo de Israel porque las tradiciones históricas judías contaban, recordaban y celebraban los gestos que había tenido con su pueblo. Desde el comienzo, Dios había sido su aliado; cuando los israelitas vivían como esclavos del faraón, Él escuchó sus gritos, tuvo compasión de aquel pequeño pueblo oprimido por el poderoso Imperio egipcio, lo liberó de la esclavitud y lo llevó a una tierra escogida por Él para que Israel pudiera vivir en libertad. Esa fue la experiencia central que Jesús captó en la fe de su pueblo. No era una fe ingenua. Dios actuaba en la historia de Israel, pero nadie lo confundió con un líder o un rey humano. Dios es trascendente y aunque actuaba en lo más profundo de los acontecimientos, nadie lo veía ni lo sentía, por eso, en el pueblo judío estaba prohibido cualquier tipo de imágenes que pretendieran representar físicamente a Dios. Lo que ocurrió en la historia tenía sus propias causas y protagonistas; todos sabían que era así, pero por medio de Jesús, Dios estaba actuando en el interior de la vida del pueblo para verlo libre y dichoso. Los israelitas trataban de “sugerirlo” por medio de símbolos diversos, diciendo, por ejemplo, que la acción de Dios es como la del “viento”, que nadie lo puede ver, pero cuyos efectos se sienten; que es también como la acción de la “palabra”, que, cuando sale de la boca, es aliento que no se ve, pero cuya fuerza se puede observar cuando se escucha lo pronunciado. Por ello, en la tradición religiosa de Israel se dice que Dios es “Espíritu” o rúaj, que literalmente significa aire, aliento o viento.
En Jesús, quedó grabada desde niño, la imagen de ese Dios salvador, interesado en la felicidad del pueblo, un Dios cercano que actuaba en la vida movido por su ternura hacia los que sufrían. Su propio nombre se lo recordaba, pues Yeshúa significa “Yahvé salva”. La convicción de que Dios busca lo mejor para sus hijos llenaba de gozo su corazón, sin embargo, no parece que le interesara mucho lo que Dios había hecho en el pasado, pues en los Evangelios no se menciona que haya hablado de la liberación de Egipto o del éxodo de su pueblo hasta llegar a la tierra prometida; aunque sí mencionó algo sobre la elección de Israel o su alianza con Yahvé, según encontramos en Mr 14,24 en donde dice: “Esto es mi sangre, con la que se confirma la alianza.” Haciendo referencia a la alianza que Dios había hecho con Israel por medio de Moisés, según narra el Ex 24,8 y confirmó en el Ex 34,27.
También el tema de la elección de Israel por Dios aparece en su mensaje, aunque de manera velada, como leemos en Mt 24,24 en donde dice: “Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y darán señales grandes y prodigios; de tal manera que engañarán, si es posible, aun a los escogidos.” Cuando dijo “a los escogidos”, se refería al pueblo de Israel, considerando lo que dice Dt 7,6: “Porque ustedes son un pueblo apartado especialmente para el Señor su Dios; el Señor los ha elegido de entre todos los pueblos de la tierra, para que ustedes le sean un pueblo especial.”
Asimismo, en Mt 24,31 y Mr 13,27 leemos que Jesús, cuando a sus discípulos les habló de la Parusía, de su regreso en gloria, les dijo: “Todos verán al Hijo del Hombre llegar en las nubes del cielo, con gloria y poder grande. Y él mandará a sus ángeles con una gran trompeta, para que reúnan a sus escogidos de los cuatro puntos cardinales, desde un extremo del cielo hasta el otro.” Esta es una forma que se basa en Is 11,12 que dice: “Levantará una señal para las naciones y reunirá a los israelitas que estaban desterrados; juntará desde los cuatro puntos cardinales a la gente de Judá que estaba dispersa.” Los elegidos que menciona Jesús son pues los judíos. Aunque también por voluntad de Jesús, somos escogidos todos los que hemos sentido el llamado de Jesús y habiéndolo aceptado como nuestro Señor y Salvador seguimos sus enseñanzas, según dijo en Mt 28,19: Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y dice San Pablo en 2 Co 5, 17 “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí son hechas nuevas.” Y San Pedro dice en Hch 10,35: “Dios no hace diferencia entre una persona y otra, sino que en cualquier nación acepta a los que lo reverencian y hacen lo bueno.”
Jesús sentía a Dios actuando en Él con su acción creadora, como cuando mientras recorría los caminos de Galilea, y percibía su aliento de vida alimentando a los pájaros del cielo y vistiendo de colores a las flores del campo. La acción salvadora de Dios es algo que también pudo contemplar, al percibir la presencia de su Espíritu cuando curaba a los enfermos y liberaba del mal a los poseídos por “espíritus malignos”. Y se alegró de que las gentes más sencillas e ignorantes escucharan la revelación del Padre por medio de Él. El énfasis que Jesús ponía en la acción de Dios en su tiempo y su poco interés por el pasado lo diferenciaron claramente de sus contemporáneos.
Jesús conocía también el mensaje de los profetas de Israel cuyo mensaje era escuchado con atención en las sinagogas, que era traducido y comentado en arameo para que todos lo entendieran mejor. Los profetas eran los centinelas que habían alertado siempre al pueblo de su pecado, pues el “pueblo de Dios” estaba llamado a ser espejo de su justicia y de su atención compasiva a los oprimidos, por lo que, en Israel se debía tratar así, con compasión y justicia, a los pobres, a los huérfanos, a las viudas y a los extranjeros, recordando lo que Dios había hecho con ellos cuando “eran esclavos en Egipto” (Dt 24,17-22).
Los profetas no tuvieron duda alguna: introducir injusticias en el pueblo de Dios y cometer abusos contra los más débiles era destruir la Alianza. Ante esas situaciones, Dios no podía permanecer indiferente, y los profetas iban anunciando en cada caso su juicio sobre Israel y sus dirigentes, como leemos en Miq 3,2.4: “Ustedes, odian el bien y aman el mal; despellejan a mi pueblo y le dejan los huesos pelados. Se comen vivo a mi pueblo; le arrancan la piel y le rompen los huesos; lo tratan como si fuera carne para la olla. Un día llamarán ustedes al Señor, pero él no les contestará. En aquel tiempo se esconderá de ustedes por las maldades que han cometido.” Ese profeta, nacido como Jesús, de una familia campesina, criticó los abusos sociales y las injusticias que se cometían contra los pobres en Samaría y Jerusalén. Ese juicio no es la reacción de un Dios rencoroso o vengativo, sino la expresión de su amor hacia las víctimas. Su ira contra los injustos es la otra cara de su compasión hacia los oprimidos; las dramáticas amenazas que pronuncian los profetas no hacen sino revelar todavía con más fuerza el compromiso de Dios por ver hecho realidad su deseo de un mundo donde reine su justicia. En Miq 6,8 se muestra lo que Dios quiere de las personas: “que hagamos justicia, que seamos fieles y leales, y que obedezcamos humildemente a Dios.”
Jesús entendió, que Dios es el gran defensor de las víctimas, y que Él lo empujaba a convivir con los pobres y acoger a los excluidos. Por eso lo invocaba para combatir la injusticia, condenar a los terratenientes y amenazar incluso a la religión del templo; porque un culto vacío de justicia y compasión no merece otro futuro que el de su destrucción. Dios es amor para el que sufre y, precisamente por eso, es juicio contra toda injusticia que deshumaniza y hace sufrir. Sin embargo, Jesús vivió siempre más conmovido por el amor salvador de Dios que por su juicio. Le fascinaba el perdón profundo de Dios, totalmente inmerecido por los seres humanos.
Esto es lo que él escuchaba de Dios que, por medio del profeta Jeremías consoló al pueblo humillado por sus enemigos después de su destierro a Babilonia el año 587 a.C.: “Yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados” Jr 31,34. Este profeta, nacido hacia el año 650 a. C. anunció al pueblo el castigo inminente de Dios, pero, una vez consumado el desastre, invitó a todos a confiar en su perdón. También escuchó Jesús que un profeta anónimo, discípulo de Isaías, expresó de forma conmovedora sobre el amor incondicional de Dios, que va más allá de condenas y castigos, dice en Is 54,8-10: “En un arrebato de ira te oculté mi rostro por un momento, pero mi amor por ti es eterno… Juro no volver a airarme contra ti, ni amenazarte nunca más… No cambiará mi amor por ti, no se desmoronará mi alianza de paz. Así dice el Señor, que está enamorado de ti”. Este profeta es el autor de lo que hoy se llama el “Libro de la Consolación de Israel” Is caps 40-55, escrito en los últimos años del destierro. Nunca sabremos el impacto que esas palabras tuvieron en el corazón de Jesús, pero su alejamiento del mensaje amenazador del Bautista, su silencio sobre la ira de Dios o la manera de acoger incondicionalmente a los pecadores, nos hacen pensar que esos actos fueron alimentados por su experiencia de Dios como Padre perdonador.
Jesús se nutrió también de la tradición sapiencial de Israel. Esos “sabios” no eran profetas, pero ofrecían al pueblo su reflexión sobre la vida, el ser humano, el comportamiento sensato o la felicidad. Su aportación era considerada como un enriquecimiento de la Torá, o Enseñanza de la Ley. Otros libros, como el Qohélet o Eclesiastés, están marcados por el pesimismo. Mientras que el libro de Job plantea el problema de un Dios justo y bueno a pesar del sufrimiento del inocente.
Debió conocer también el libro Sabiduría redactado probablemente en Alejandría entre los años 100 y 50 a. C, que dice en 11,26, refiriéndose a Dios: “Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida.” En esta literatura está siempre Dios, creador del mundo y del ser humano; su Sabiduría preside la creación entera y es fuente de comportamiento sabio para las personas. Es probable que esta tradición sapiencial tuviera en Jesús una influencia importante, pues Jesús contemplaba el mundo como salido de la Sabiduría de Dios. Es él quien cuida la vida y alimenta a las aves del cielo y viste los lirios del campo. No es solo el Salvador de Israel. Dios está presente en la creación bendiciendo a los niños y haciendo crecer las cosechas. A Jesús le gustaba reflexionar sobre la bondad del Dios que describe ese libro y deseaba dejar en el corazón de las personas que todos debían imitar su actuación y ser buenos como él.
Es probable que también en la oración de los salmos Jesús alimentara su experiencia de Dios. Algunos los guardaba en su corazón, pues son salmos que los judíos repiten al despertarse y al acostarse, o al bendecir la mesa; otros se recitan en la oración de los sábados, o los cantan al peregrinar a Jerusalén, o en las celebraciones del templo.
Aunque no nos es posible conocer los salmos preferidos por Jesús, es fácil intuir con qué intensidad y profundidad pronunciaba algunos de ellos; como el Sal 145,8-10: “El señor es clemente y compasivo, paciente y misericordioso; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Que todas tus criaturas te den gracias, Señor.” Qué confianza debe haber despertado en Jesús que acogía incondicionalmente a los pecadores al orar con este salmo: “El Señor es paciente y misericordioso; no está siempre acusando ni guardando rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas… Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles” (Sal 103,8-10.13). Y como defensor de los pobres y humillados, debió cantar con gozo estas palabras del Sal 35: “Señor, ¿quién como tú, que defiendes al débil del poderoso; al pobre y humilde del explotador?” (Sal 35,10) Con qué pasión debe haber pedido a Dios por los pobres haciendo suya esta oración extraída del Sal 74: “No olvides para siempre la vida de tus pobres. ¡Acuérdate de tu pacto, porque el país está lleno de violencia hasta el último rincón!” (Sal 74,19-20).
Debe haber vibrado con el Sal 146, que, en los versos 5 y 7 parece anunciar sus bienaventuranzas: “Dichoso el que espera en el Señor, su Dios… que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da de comer a los hambrientos.”
Jesús fue alimentando su experiencia de Dios en ese pueblo profundamente religioso, pero no cabe duda de que, siendo el Hijo de Dios, tenía una sensibilidad especial para reconocer a su Padre y escuchar su dirección en las muchas maneras que se le presentó, como a través del Espíritu Santo, que estuvo con Él siempre.
Entonces, como enseñó Jesús, abrámosle nuestro corazón a ese maravilloso Dios que nos ama, nos perdona, nos sana y nos muestra siempre su bondad y misericordia como el buen Padre que es, y permitámosle que nos guíe por el camino de bendición que nos conduce a Su presencia. Que así sea.