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LA UNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO, UNA EXPERIENCIA TRANSFORMADORA

LA UNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO,

UNA EXPERIENCIA TRANSFORMADORA

 

Jesús no se contentó con solamente recordar y revivir el camino espiritual de Israel. Buscó a Dios en su propia existencia y, lo mismo que los profetas de otros tiempos, abrió su corazón a Dios para escuchar lo que quería decirle en aquel momento a él mismo y por su medio a su pueblo. Por ello, para estar alejado de todo cuanto pudiera dificultar que escuchara y comprendiera lo que Dios tenía que decirle, buscó la soledad de lugares retirados, y los Evangelios coinciden en afirmar que la actividad profética de Jesús comenzó a partir de una intensa experiencia de Dios que se llevó a cabo en su retiro de oración y ayuno por cuarenta días en el desierto, donde pasó largas horas de silencio, y Dios, que habla sin pronunciar palabras humanas, se convirtió en el centro de su vida y en la fuente de toda su existencia. Luego de esa prueba, encontró al Bautista y escuchó su llamado a la conversión, y al ser bautizado en el Jordán, experimentó otra vivencia que transformó decisivamente su vida.

Esto podemos comprenderlo leyendo el relato de su experiencia que mencionan los cuatro evangelios: Mt 3,16-17; Mr 1,10-11; Lc 3,21-22 y Jn 1,32-34 y también aparece en el Evangelio [apócrifo] de los Hebreos, Justino y Clemente de Alejandría. “En cuanto salió del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu, en forma de paloma, descendía sobre él. Y se oyó una voz que venía del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». El Evangelio según San Juan tiene fundamentalmente el mismo mensaje, pero transmitido de forma diferente pues lo pone en boca del bautista que es quien narra los hechos.

La escena está construida con rasgos claramente divinos: “los cielos se rasgaron”, el Espíritu de Dios descendió con suavidad sobre Jesús “en forma de paloma”, enseguida se oyó “una voz que venía de los cielos”. Éstos son recursos que sugieren una “teofanía” o comunicación de Dios, que va más allá de las vivencias ordinarias. La tradición ha conservado de esa forma el recuerdo de una experiencia decisiva de Jesús difícil de expresar, pero clave para “entender” mejor su actividad y su mensaje.

La experiencia tuvo lugar en un momento muy especial. Jesús se había acercado hasta el Jordán buscando a Dios y se había unido humildemente a otras gentes de su pueblo para recibir el bautismo de Juan. Jesús se puso ante Dios en actitud de disponibilidad total. Es entonces cuando, según el relato, “vio que los cielos se rasgaban”: el Dios misterioso e insondable se iba a comunicar; el Padre iba a “dialogar” con Jesús. Recién salido de las aguas del Jordán, aquel buscador de Dios iba a vivir una doble experiencia. Se confirmó a sí mismo como el Hijo muy querido de su Padre Dios. También se sintió lleno de su Espíritu, aunque debemos recordar que, desde el momento de la encarnación, la naturaleza humana de Jesús fue enriquecida con la plenitud del Espíritu Santo para ser instrumento eficaz de Dios en la obra de la Redención y que, toda la vida de Jesucristo, como toda su acción redentora la realizó bajo el impulso del Espíritu Santo. Sin embargo, estas dos vivencias, “haber visto que los cielos se abrían y que el Espíritu, en forma de paloma, descendía sobre él y haber oido una voz que venía del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”, constituyen en realidad dos aspectos de una experiencia que marcaría para siempre a Jesús. Sería un error pretender analizar lo vivido por Jesús en su conciencia. Lo que sí podemos hacer es recordar el relato y rastrear en la trayectoria histórica de Jesús que nos narran los Evangelios, las huellas de esta experiencia.

Nada puede expresar mejor lo vivido por él que esas palabras: “Tú eres mi hijo querido” que son diferentes a lo vivido trece siglos antes por Moisés en el monte Horeb, cuando se acercó tembloroso a la zarza ardiendo, descalzo para no profanar la tierra sagrada como dice el Éx 3,11>. Dios no le dijo a Jesús: “Yo soy el que soy” como le dijo a Moisés, sino “Tú eres mi hijo”. Esto significa que no se mostró como un misterio inexplicable, sino como un Padre cercano que dialoga con su Hijo para descubrirle su misterio: “Tú eres mío, eres mi hijo. Tu ser entero brota de mí. Yo soy tu Padre”. El relato subraya el carácter cariñoso y gozoso de esa revelación. El texto sugiere el gozo de Dios, que se alegra por sus criaturas y que, con Jesús, alcanza una intensidad plena. Jesús a partir de aquel momento se dirigiría a Dios como Abbá, que significa Padre, y con esa palabra le manifestaría su total confianza y disponibilidad incondicional.

La vida entera de Jesús brotó de esa confianza en Dios y en adelante se abandonó y se refugió en Él. Buscó sin recelos, sin cálculos ni estrategias la voluntad de Dios, por ello todo lo hizo animado por esa actitud genuina, pura y espontánea de confianza en su Padre. Aunque no permaneció por mucho tiempo junto al Bautista, tampoco volvió a su trabajo de artesano en Nazaret, porque desde aquellas experiencias y movido por un impulso interior incontenible, comenzó a recorrer los caminos de Galilea anunciando a todos la irrupción del reino de Dios.

Para ello no se apoyó en la religión del templo ni en la doctrina de los escribas; su fuerza y su seguridad nacieron de su Padre, no de las Escrituras o de las tradiciones de Israel. Su confianza hizo de Él un ser libre de costumbres, tradiciones o modelos rígidos; su fidelidad al Padre le hizo actuar de manera creativa, innovadora y audaz. Su fe fue absoluta, por lo que le apenó tanto la “poca fe” de sus seguidores y le alegró la confianza grande de una mujer cananea que pedía a gritos la liberación de su hija endemoniada, mencionada en Mt 21, 22-28. San Mateo, en su Evangelio, contrasta la “poca fe” de los discípulos que se menciona en 16,8 y 17,20; con la “fe grande” de algunos paganos, como la del centurión que había mencionado en 8,10.

Esta confianza de Jesús generó en Él, una docilidad incondicional ante su Padre, por ello siempre buscó cumplir su voluntad que era lo primero y más importante para él, por lo que nada, ni nadie le apartaría de su camino. Como buen hijo buscaba ser la alegría de su Padre; como hijo fiel vivió identificándose con él e imitando siempre su modo de actuar misericordioso, compasivo, perdonador, justo y abierto para recibir a todos. Imitar a Dios Padre en su trato para con las personas, fue la motivación que lo alentó siempre, como podemos notar en cada acción y en sus enseñanzas narradas en los Evangelios.

Su actitud ante el Padre no consistía en cumplir “leyes” dictadas por él, sino en identificarse con él y agradarlo, haciendo solamente lo que generaría la vida plena de todos sus hijos e hijas.

Según los Evangelios, Mr 2,12-13, en Lc 14,1-13 y en Mt 4,1-11, Jesús fué tentado en el desierto después de cuarenta días de ayuno, reviviendo en Él, las tentaciones de idolatría que vivió Israel cuando sentía hambre en el desierto.

Las tentaciones no fueron de orden moral. Su verdadero trasfondo es más profundo, con las tentaciones Satanás quiso poner a prueba su actitud ante Dios: ¿Cómo debía vivir su tarea?, ¿Buscando su propio interés u obedeciendo fielmente su Palabra?, ¿Cómo debía actuar?, ¿Dominando a los demás o poniéndose a su servicio?, ¿Buscando su propia gloria o la voluntad de Dios? Las tres citas del Deuteronomio, 6,13.16, y 8,3 que dicen, la primera: Adora a Dios y obedécelo sólo a él. Si tienes que hacer algún juramento, jura sólo en el nombre de Dios.”; la segunda dice: No pongas a prueba al Señor tu Dios, como lo hiciste en Masá.” Cuando el pueblo murmuró contra Moisés porque no tenían agua y pusieron a Dios a prueba. La tercera cita dice: “Aunque el Señor los hizo sufrir y pasar hambre, después los alimentó con maná, comida que ni ustedes ni sus antepasados habían conocido, para hacerles saber que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de los labios del Señor”; esas citas, que expresan la voluntad de Dios, son con las que Jesús respondió al tentador, confirmando con esto, que conocía las Sagradas Escrituras. Esto también nos hace ver la importancia de que nosotros las conozcamos para enfrentarnos a las tentaciones y salir victoriosos al utilizarlas. Ese episodio también nos hace ver que Jesús, como hombre, vivió a lo largo de su vida situaciones de oscuridad, conflicto y lucha interior, pero que siempre se mantuvo fiel a su amado Padre.

En el Jordán, Jesús no vivió solo la experiencia de ser el Hijo querido de Dios; al ver que, del cielo abierto “el Espíritu descendía sobre él”. Se sintió lleno de su Espíritu y con ello fuertemente unido a su Padre. El Espíritu de Dios, que crea y sostiene la vida, que cura y da aliento a todo viviente, lo llenó de su fuerza vivificadora. Jesús lo experimentó como Espíritu de gracia y de vida que bajó sobre él con suave murmullo, “como una paloma que se posó sobre Él.” Esa comparación del Espíritu con una paloma era desconocida en el judaísmo antiguo. El autor no quiso decir que el Espíritu tenga forma de paloma, sino que descendió sobre Jesús posándose sobre Él suavemente, como una paloma. El Espíritu Santo, lo llenó de su poder, no para que juzgara, condenara o destruyera, sino para curar, liberar de “espíritus malignos” y dar vida, una vida plena de paz, amor y gozo.

Jesús experimentó en él la fuerza del Espíritu con tal intensidad que estuvo consciente de su poder vivificador, por lo que se acercaría con confianza a los enfermos para curarlos de su mal; y lo único que les pedía era que tuvieran fe en esa fuerza de Dios que actuaba en él y a través de él. Así, lleno del Espíritu bueno del Padre, no sintió miedo alguno para enfrentarse a espíritus malignos con el fin de hacer llegar la misericordia de Dios a las gentes más indefensas y esclavizadas por el mal. Jesús veía en esas curaciones el “poder de Dios”. Si expulsaba a los demonios era porque el Espíritu liberador de Dios estaba actuando en él y a través de él. Su victoria sobre Satán fue el mejor signo de que Dios desea salud y vida liberada para sus hijos. Por eso en Lc 11,20 y Mt 12,28 dice Jesús: Si yo expulso a los demonios por el poder de Dios, eso significa que el reino de Dios ya ha llegado a ustedes.” Eso significa que con su llegada se estableció el reino universal de justicia y de paz sobre la tierra.

La presentación de Jesús, al leer en la sinagoga de Nazaret, como “ungido por el Espíritu para anunciar a los pobres la buena noticia y liberar a cautivos y oprimidos” como menciona  Lc 4,16-22, resume muy bien lo que encontramos en los Evangelios. Sin embargo, cuando Lucas citó el texto de Isaías, leído por Jesús, recogió solamente las palabras que hablan del Espíritu de gracia y bendición para los pobres y oprimidos, suprimiendo las que hablan de la “venganza de Dios” que encontramos en Is 61,1-2 que dice: El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha consagrado; me ha enviado a dar buenas noticias a los pobres, a aliviar a los afligidos, a anunciar libertad a los presos, libertad a los encarcelados; a proclamar el año favorable del Señor”, y hasta aquí llegó lo que Lucas reportó, pero omitió la frase siguiente que dice: “el día en que nuestro Dios nos vengará de nuestros enemigos.” Esta última frase la eliminó Lucas seguramente porque no tenía duda alguna que, con Jesús llegaba “el año de gracia”, no “el día de la venganza”. Pues Jesús es el portador de la salvación de Dios, no de su ira.

Abramos entonces nuestro corazón a la salvación que nos ofrece Jesús y entreguémosle a Él nuestra vida al tomarlo en Comunión para que con el poder del Espíritu Santo nos llene y podamos entonces caminar con Él, seguir sus pasos como verdaderos discípulos suyos. Pero además de mantenernos firmes en sus enseñanzas, seamos también portavoces del perdón y la salvación que nos dio al obedecer al Padre, y por amor a todos, cumplir con su misión al entregarse voluntariamente para morir en la cruz y pagar así, en nuestro lugar, el castigo que merecíamos por nuestros pecados y limpiarnos de nuestros pecados con su sangre derramada durante su pasión, sangre con la que confirmó el pacto o alianza de Dios con nosotros.

Debemos recordar que el sacrificio realizado voluntariamente por Jesús cumplió totalmente la orden de Dios dada al pueblo en Lv 4,21 en donde dice: “Luego sacará al becerro fuera del campamento, pues es el sacrificio por el pecado de la comunidad” esta cita se cumplió plenamente pues Jesús fue crucificado fuera de Jerusalén.

Dice en Ex 30-10: la sangre del sacrificio del cordero es para obtener el perdón de los pecados. Eso dijo Jesús en la última cena, según leemos en Mt 26,26-28 que dice: “Mientras comían, Jesús tomó en sus manos el pan y, habiendo dado gracias a Dios, lo partió y se lo dio a los discípulos, diciendo: —Tomen y coman, esto es mi cuerpo. Luego tomó en sus manos una copa y, habiendo dado gracias a Dios, se la pasó a ellos, diciendo: —Beban todos ustedes de esta copa, porque esto es mi sangre, con la que se confirma la alianza, sangre que es derramada en favor de muchos para perdón de sus pecados.”  Esto ya lo había anunciado antes en la sinagoga de Cafarnaún, como leemos en Jn 6,51; 53-59:  Jesús les dijo: “Yo soy ese pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propia carne. Lo daré por la vida del mundo.” Les aseguro, que, si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre y beben su sangre, no tendrán vida.  El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.  El que come mi carne y bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él; de la misma manera, el que se alimenta de mí, vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron los antepasados de ustedes, que a pesar de haberlo comido murieron; el que come de este pan, vivirá para siempre.”

Con nuestros pecados perdonados por el Sacramento de la Reconciliación en el que confesamos ante el representante de Jesús nuestro arrepentimiento por haber ofendido a Dios, acerquémonos a tomar la hostia, el pan que es Jesús, en el Sacramento instituido por Jesús que recordamos en cada Misa y obtengamos así la fuerza para mantenernos firmes en la voluntad de Dios como sucedió con Jesús luego de su bautismo en el Jordán. Enfoquémonos en servir por amor y con amor a nuestro prójimo y honremos así a nuestro Señor y Salvador que se dedicó a mostrar el amor del Padre a todos. Que así sea.

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