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EL PECADO AFECTA NUESTRA RELACIÓN CON DIOS

EL PECADO AFECTA NUESTRA RELACIÓN CON DIOS

Con elementos tomados de un artículo del P Antonio Rivero LC publicado en: Catholic.net, del Catecismo de la Iglesia Católica, de escritos de San Agustín de Hipona y de Santo Tomás de Aquino, como de la Biblia y de varios Diccionarios.

Antes del pecado, nuestros primeros padres mantenían amistad con Dios y de esa relación nació la felicidad de su existencia en el paraíso, pero esa felicidad se perdió al desobedecer la única orden que les había dado Dios, instigados por una mentira del tentador que indujo a Adán y Eva, a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad. Como consecuencia la armonía del estado de santidad y de la justicia divina por la que participaban de la piedad, el amor y la gracia divina, se perdió.
Esto no significa que Dios actuara de manera arbitraria, pues Él había dado una órden directa y ésta la desobedecieron. Debemos entonces considerer lo que dice Santo Tomás de Aquino: “La omnipotencia divina no es en modo alguno arbitraria: En Dios el poder y la esencia, la voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia, son una sola cosa, de suerte que nada puede haber en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia.»
Dios es la Verdad misma, por lo que las Sagradas Escrituras no engañan. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios, en donde Él nos da a conocer su voluntad, para que, obedeciéndola, seamos bendecidos. La historia de la salvación es la historia del camino y los medios por los cuales Dios, nos da la esperanza del perdón, y más que eso, reconcilia consigo a los hombres apartados de Él por el pecado, y se une a nosotros por medio de su Hijo Jesucristo que vino a levantarnos y a darnos el perdón y la salvación por su sacrificio en la cruz.
Aun cuando nuestros primeros padres pecaron y se rompió la unidad del género humano, Dios decidió desde el principio salvar a la humanidad a través de varias etapas que nos muestran las Sagradas Escrituras, como la Alianza con Noé después del diluvio (Gn 9,9). O cuando tras el pecado de Israel en el desierto, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro, (Ex 32) Dios escuchó la intercesión de Moisés y aceptó marchar en medio del pueblo infiel, manifestando así su amor (Ex 33,12-17). El nombre divino «Yo soy» con el que Dios se presentó a Moisés cuando le dió la misión de rescatar a su pueblo que se encontraba esclavizado en Egipto, expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad de los hombres y del castigo que merecíamos, «mantiene su amor por mil generaciones» Ex 34,7.
Nuestras acciones tienen consecuencias y con el pecado sucede lo mismo, pues el pecado daña las relaciones entre las personas, afecta negativamente nuestra relación con el mundo natural y afecta nuestra relación con Dios.
El pecado daña las relaciones entre las personas, arruina matrimonios y amistades, separa familias. También afecta negativamente nuestra relación con el mundo natural. Porque el pecado lo corrompe todo, y es la razón por la que el trabajo es difícil y que cultivar cualquier cosa requiera un gran esfuerzo. Pero el mayor daño que produce el pecado es que afecta nuestra relación con Dios, porque al tomar la decisión de pecar, no solo lo desobedecemos, también desviamos el amor que sólo le pertenece a Él y lo orientamos hacia nosotros mismos, lo cual es una manifestación de orgullo. Con esto podemos darnos cuenta que, en el trasfondo de todos los pecados se encuentra el orgullo.
La consecuencia última del pecado, de nuestra rebelión contra Dios, es la muerte. Pero como Dios nos ama, envió a Jesús para que nos diera una vida nueva. Rechazarlo a Él y darle la espalda a su sacrificio por nosotros, es un grave pecado, que merece la sentencia de muerte eterna del pecador, esto hiere y genera sufrimiento a Dios.
Con esto comprendemos lo que significa el pecado y la gravedad del mismo, y a continuación vamos a descubrir algunas de las formas en las que lo describe la Biblia:
En el Antiguo Testamento muchas veces pecado se refiere a desviación moral y religiosa, con respecto a Dios o a los hombres; el pecado también se identifica como desviación de la ley o la voluntad de Dios, o la manifestación de rebelión contra Dios y desafío de su voluntad y autoridad; también es definido como “mal realizado deliberadamente, como fallar o desviarse del camino correcto, no lograr su meta o hacer mal a otros.
En el Nuevo Testamento pecado se emplea en el sentido de errar el blanco o como acción concreta que viola la ley divina e implica maldad o impiedad activas. También se describe el pecado como: desobediencia, desprecio por la ley, depravación moral y espiritual, mal que se hace al prójimo. No obstante, la definición de pecado no se deriva simplemente de los términos utilizados en la Escritura para hacer referencia a él. La característica más típica del pecado, en su esencia misma, es lo que se opone a Dios. Solo esta perspectiva explica la diversidad de sus formas y actividades.
El pecado también ha sido definido como una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna. San Agustín, en el documento Contra Fausto el maniqueo, en el número 27, define el pecado como “una falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.”
Santo Tomás de Aquino en la Suma teológica nos da una precisa y sencilla definición de pecado: “El pecado es un acto humano malo”. Es un acto humano voluntario, que no se ajusta a la razón del hombre ni a la de Dios.” En resumen, el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas para que puedan amarle y amarse mutuamente, por eso, cuando pecamos ofendemos a Dios, que se duele porque fuimos contra su manifestación de amor y porque al pecar recibiremos castigo.
Al pecar, el hombre hace un intento de alcanzar la igualdad con Dios, pues trata de expresar su independencia de él, y cuestiona la naturaleza de Dios, como el orden de su propia existencia que vive como criatura en completa dependencia de la gracia y las condiciones de su creador. Por lo que es válido decir que “El pecado del hombre radica en su pretensión de ser Dios”. Las consecuencias del pecado de Adán y Eva no fue un hecho aislado. Las consecuencias las sufrieron ellos, pero también se trasladaron para la posteridad, y para la humanidad entera.
El pecado original no sólo produjo un cambio en la actitud del hombre hacia Dios, sino también en la de Dios hacia el hombre como notamos en el reproche, la condenación, la maldición, y la expulsión del huerto que narra el Génesis en el capítulo 3.
El pecado sólo proviene del hombre, pero sus consecuencias no se limitan a él. El pecado despierta la ira y el desagrado de Dios. La muerte es consecuencia del castigo que merece el pecado. Esta fue la advertencia que acompañó a la prohibición en el Edén (Gn 2,17), y es expresión directa de la maldición de Dios sobre el hombre pecador, (Gn 3,19 y es la muerte eterna que consiste en la separación de Dios. (Gn 3,22-23). Por el pecado la muerte provoca temor en el hombre, por lo que en Lc 12,5 Jesús dice: “Yo les diré a quién deben temer: Teman a quien después de matar, tiene poder para arrojar al fuego que no se apaga. A ése es a quien deben temer.” Y en Hb 2,14-15 dice: “Jesús compartió la carne y la sangre, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida.”
Entonces, si el único temor que debemos tener es al diablo, y con Jesús compartimos su vida, sabiendo que al morir en gracia podremos vivir con Él por la eternidad, lejos de temer, debemos anhelar estar con Él, como dice San Pablo en Fil 1,21: “Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia.”
El pecado nunca consiste simplemente en un acto voluntario de transgresión pues surje de algo que tiene raíces más profundas que la voluntad: la expresión de un corazón pecaminoso. Como leemos en Mr 7,21-23 Jesús dijo: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».
Esto significa que el pecado siempre incluye la perversidad del corazón, la mente, la disposición y la voluntad de los hombres, por lo que la consecuencia de la culpabilidad del pecado es la ira de Dios. Como el pecado nunca es impersonal, sino que existe en las personas y es cometido por ellas, la ira de Dios consiste en el desagrado que recae sobre los pecadores que son el motivo de esa ira y los castigos son expresión de la ira de Dios. El sentimiento de culpa y el tormento de la conciencia, son reflejo del enojo de Dios. Y si continuamos en pecado sin arrepentimiento ni cambio de vida, la esencia de la perdición final consistirá en la aplicación de la indignación de Dios. De esto encontramos en Is 30,33: “Ya hace tiempo que está preparado un foso grande y profundo en Tofet (lugar de sacrificios) para el rey de Asiria; un foso con paja y leña en abundancia que el soplo del Señor, como torrente de azufre, encenderá.” Más Adelante en 66,4 leemos que el Señor Dios dice: “Yo elegiré sus castigos y les enviaré lo que los horroriza: Porque llamo y nadie responde, hablo y no escuchan, me ofenden con su conducta y hacen lo que me desagrada.” También Daniel menciona el castigo que merecen los pecadores, “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno.” Dn 12,2.
Pero Dios, al ser puro amor, quiso limpiar al hombre de su culpa y envió a su Hijo para que por su sacrificio, como Cordero perfecto, los pecados fueran perdonados, y el Espíritu Santo, el Paráclito enviado por Cristo, es quien vino «a convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8).
Y como que lo que dice en la Biblia se refiere también a nosotros, esas citas deben hacernos meditar en nuestra conducta y si vamos por mal camino, lo que nos corresponde según el llamado de Dios, es reconciliarnos con Él, por medio del Sacramento de la Confesión y para mantenernos firmes en la voluntad de Dios, fortalecernos espiritualmente recibiendo a Jesús en la Comunión.
Todos pecamos, sin embargo, si tenemos una relación con Dios, y acudimos a los Sacramentos de la Confesión y la Comunión instituídos por Jesús, recibiremos su perdón y también nos mostrará el camino por el que alcanzaremos la vida de bendiciones que tiene preparadas para nosotros. Saber esto nos motivará a servir y agradar a Dios en la forma como él lo exige, sin que eso sea una carga u obligación, pues será la respuesta agradecida al sacrificio que realizó Jesús para limpiarnos de pecado y librarnos del castigo que merecíamos por ellos. Dice 1Jn 1,8-10: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no habita en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, hacemos pasar a Dios por mentiroso, y su palabra no habita en nosotros, pero si confesamos nuestros pecados, el Señor es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.”
Quienes no se arrepienten de haber ofendido a Dios, debieran prestar atención a la advertencia de la palabra de Dios que encontramos en Nm 32,23, en donde dice, refiriéndose a sus mandamientos y enseñanzas: «Si no obedecen, pecarán contra el Señor, y sepan que su pecado será castigado.» Esto nos hace saber que somos nosotros los que decidimos si vamos por el camino de bendición o por el de maldición, puesto que nos lo dijo Dios, como encontramos en el Dt 30,15-18a en donde leemos: “Mira, hoy pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y observando sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, vivirás y serás fecundo, y el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía, si no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les das culto, yo declaro hoy que ustedes morirán irremediablemente.”
Dios nos da la vida, con ella la inteligencia, la voluntad y el libre albedrío, es decir libertad de decidir; además, nos ha dotado de una conciencia y una ley natural que está inscrita en nuestro ser, como la noción de bien y mal. Por lo que los hombres somos responsables del mal uso que hagamos de lo que Dios nos ha dado. El pecado es, por lo tanto, una «iniciativa del hombre», una negativa a colaborar con el plan de Dios.
No querer colaborar con el plan de Dios genera desorden en su obra y las consecuencias de este desorden se revertirán contra el mismo hombre que peca y contra sus semejantes.
Aunque la causa del pecado es el mismo hombre que abusa de su libertad, y por orgullo, hace lo que más le gusta y le agrada, es decir su carne, con lo que nos referimos a los instintos y apetitos humanos desordenados. Pero, hay otros dos factores que inclinan al hombre a pecar que mencionamos en los programas anteriores: Satanás, que nos presenta realidades desfiguradas como si fueran algo deseable y bueno, aunque realmente sean malas. Y el mundo que con sus atractivos: como el poder, las riquezas y la posición social, los cuales cuando se convierten en fines en sí mismos, nos llevan fácilmente al pecado.
Estos enemigos son los que generan o favorecen las tentaciones, que son realidades desfiguradas que aparecen ante nosotros como bienes deseables, cuando en realidad son nocivas. Pueden ser muy sutiles, internas o externas. Otras condiciones que pueden conducirnos a pecar son los vicios o hábitos de pecado: con esto me refiero a la repetición de actos malos que hacen más difícil la enmienda. Por ejemplo, un trabajador habituado a la pereza y a malgastar su tiempo, fácilmente tenderá a rehuir el esfuerzo, a no rendir en su trabajo y como consecuencia comete otro pecado pues estará robando a su empresa. También el egoísmo, que es el apego desordenado a sí mismo, es otra condición que lleva a pecar, pues quien sólo busca satisfacer sus deseos es fácil presa de desviaciones morales. Pero podemos combatir estas condiciones con las virtudes. Por ejemplo, la persona bondadosa que piensa siempre en los demás, que vive según las normas de Dios, tiene grandes posibilidades de perseverar en el bien.
En cuanto a la tentación, debemos recordar que es sólo una inclinación que no hay que confundir con el pecado, pues en éste se lleva a cabo. No es lo mismo “sentir que consentir”. Sentir es una reacción de los sentimientos ante algo que provoca atracción o rechazo. Consentir es un acto de la voluntad, es una decisión. Sentir no es pecado, pues para que haya pecado tiene que intervenir la voluntad. Sólo cuando decidimos aceptar la tentación hay pecado como explica Stg 1,14-15: “Cada uno es tentado a pecar por su propia pasión, que lo arrastra y lo seduce. Después la pasión concibe y da a luz al pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte.”
La tentación es una sugestión interior, que incita al hombre a pecar. Actúa engañando al entendimiento, instigando los sentidos con falsas ilusiones, debilitando la voluntad, haciéndola floja a base de caer en la comodidad y la negligencia. Por ello debemos huir de las situaciones que favorecen la aceptación del pecado, y tomar en cuenta que el ambiente nos puede arrastrar a cometer pecados.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que hay dos clasificaciónes de los pecados: veniales y mortales. El pecado venial debilita la caridad, porque la ofende y la hiere; produce un afecto desordenado de los bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral y merece penas temporales. Pero, ¡cuidado! el pecado venial deliberado, que además permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer pecado mortal. El pecado venial no rompe la Alianza con Dios y es reparable con la gracia de Dios que se obtiene en la Confesión Sacramental, y «no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni de la salvación eterna»
San Agustín escribió: “El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentes. Muchos objetos leves hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Y responde: Ante todo, la confesión.”
Debemos entender que Dios no predestina a nadie para que vaya al infierno; para que eso suceda debe haberse cometido un pecado mortal, es decir, un desprecio voluntario a Dios, y persistir en ese pecado. Morir en pecado mortal sin haberse arrepentido, sin acoger el amor misericordioso de Dios por medio del Sacramento de la Reconciliación, la Confesión, significa permanecer separados de Él para siempre, por nuestra propia y libre elección.
El pecado mortal como infracción grave de la ley de Dios, es decir de los Mandamientos, destruye la caridad en el corazón del hombre y eso aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza.
El pecado mortal presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto e implica el consentimiento deliberado de que se actúa en oposición a la Ley de Dios. Si no es eliminado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna en el infierno; esto significa que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Pero aún cuando nos ha dado el don del libre albedrío, para que elijamos, Dios ,que nos ama, nos aconseja que vivamos según sus normas, dice en el Dt 30,19: “Ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y vivirán tú y tu descendencia,”
Ahora bien, nuestro conocimiento de las Sagradas Escrituras, nos llevará cumplir las enseñanzas de Cristo y a interesarnos en su vida, y mientras mantengamos nuestra relación con Él por medio de la oración, más progresaremos en su Amistad, pero al pecar se nos hará difícil mantenerla.

Como mencioné, nuestro pecado hiere a Dios porque desobedecemos a la conciencia que es la voz de Dios que resuena en nuestro interior, que nos manda unas cosas y nos prohíbe otras. Esto significa que al pecar despreciamos esta voz de Dios.

Nuestro pecado le duele a Dios, porque Él es el fin y felicidad del hombre, y al pecar hacemos una elección consciente en favor de otros fines que no son Dios. Lastimamos a Dios porque Él es el Supremo Bien e Infinito que se ve rechazado por un bien creado y perecedero. Al deleitarnos en bienes que producen placeres transitorios, despreciamos el único bien que puede proporcionarnos verdadera felicidad.

El pecado también hiere a Dios porque, siendo el Señor, es despreciado, ya que el hombre al pecar se aparta de Él y no quiere obedecerle. No hay motivos que justifiquen este rechazo ante la grandeza de Dios que se desprecia y no se valora, y esto le duele a Dios.

Querido oyente, no cedas a las tentaciones, lucha contra ellas para no poner en peligro tu salvación eterna. Lucha confiando en que si luchas de la mano del Señor, serás vencedor. Pero, actúa según la dirección de Dios, no confíes en ti mismo y vive la amistad con Dios como el tesoro más importante. No te dejes robar este tesoro, no hieras su corazón, echa fuera de tu vida el pecado, y disfruta la amistad con Dios, relacionándote con Él por medio de la oración y el estudio de la Biblia y muéstralo a los demás con alegría.

Que así sea.

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