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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO CONCEDIDOS EN LA CONFIRMACIÓN

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO CONCEDIDOS EN LA CONFIRMACIÓN

Recordarás, que mencionamos que LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO que el Profeta Isaías en el capítulo 11 describe como características del Mesías y que con el sacramento de la Confirmación, esos DONES nos son dados también a nosotros.

Recordarás, que mencionamos que LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO que el Profeta Isaías en el capítulo 11 describe como características del Mesías y que con el sacramento de la Confirmación, esos DONES nos son dados también a nosotros. Leemos en los versos del 1 al 5: “De ese tronco que es Jesé, sale un retoño; un retoño brota de sus raíces.  Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. No juzgará por la sola apariencia, ni dará su sentencia fundándose en rumores. Juzgará con justicia a los débiles y defenderá los derechos de los pobres de la tierra. Sus palabras serán como una vara para castigar al violento, y con el soplo de su boca hará morir al malvado. La justicia será su cinturón y la fidelidad el ceñidor de sus lomos.”

Antes de pasar al tema dedicado al siguiente Sacramento, la Eucaristía o Comunión, vamos a describir brevemente esos dones, para que, conociéndolos los utilicemos para nuestro propio bien espiritual como para ser instrumentos del Espíritu Santo, quien se sirve de las personas Confirmadas, y con esto quiero decir “a quienes les han sido dados los dones como medios de salvación y como fuerza que viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica”, para que den a conocer la verdad del Evangelio; puesto que todos estos bienes provienen de Cristo, conducen a Él e impulsan a «la unidad católica», es decir a la unidad universal al hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo; pues no debe ocurrir nunca que el Reino de Dios está dividido en sí mismo, aduciendo razones teológicas, o inspiraciones particulares, para autojustificarse.

 

Los dones del Espíritu Santo, que menciona Isaías: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, pertenecen plenamente a Cristo. Pero también completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben y los hacen dóciles para obedecer rápidamente las inspiraciones divinas.

 

A continuación la descripción de esos siete dones:

  1. El don de Sabiduría, no se trata de la sabiduría humana, que es fruto del conocimiento y de la experiencia. Este don, resulta de la intimidad con Dios, de la relación de hijos con el Padre. El Espíritu Santo nos lo da y es como si cambiara nuestro corazón y le hiciera sentir su calor y su amor; nos hace sabios en el sentido de que «sabe» de Dios, sabe cómo actúa Dios, conoce cuándo una cosa es de Dios y cuándo no es de Dios; es la sabiduría que Dios da a nuestro corazón.

Salomón, en el momento de su coronación como rey de Israel, pidió el don de la sabiduría (1 Re 3, 9). Y Dios le otorgó la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios. Por eso se considera el más perfecto de los dones. San Bernardo lo llama, “un sabroso conocimiento de las cosas divinas”, pues nos hace conocer las cosas de Dios, pero sobre todo, que las amemos. Este don es como un rayo de sol, “con una luz que ilumina y alegra el alma y calor que calienta el corazón, inflamándolo de amor y llenándolo de gozo”.

  1. El don del Entendimiento, que significa leer adentro, No se trata de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede comunicar y que produce en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades de las verdades reveladas por Dios en las Sagradas Escrituras como su plan de salvación, y nos da una penetrante percepción. Y aunque no nos hace comprender los misterios, nos muestra los motivos de credibilidad.

El don del Entendimiento es el telescopio del alma. Así como el astrónomo que contempla el cielo con un telescopio y ve muchos más astros y más detalles de cada uno del que el que solo observa a simple vista; así también el cristiano con este don, descubre cada días nuevas maravillas en las verdades del cristianismo.

El alma dotada de este don, descubre el significado oculto de las palabras de las Escrituras, como sucedió con los discípulos de Emaús, que encontramos en Lc 24,45 en donde dice: “les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras.

Además, se nos ha dado este don, para que podamos entender las cosas como Dios las entiende, con la inteligencia de Dios, como cuando hizo hablar al campesino del que cuenta el Santo Cura de Ars que dijo, refiriéndose a Jesús en la hostia: “Yo lo veo a Él y Él me ve a mí.” Es también por este don que algunas almas, como Santa Catalina de Siena, que sin haber hacho profundos estudios, comprendía claramente los más sublimes y ocultos misterios, a tal grado, que atraía y daba explicaciones a los hombres más sabios de su época.

  1. El don de Consejo es el que, por una especie de intuición sobrenatural nos da a conocer con toda prontitud y seguridad, lo que conviene hacer a cada momento y de un modo especial en los casos más difíciles y decisivos.

Es como si Dios mismo, en un momento de incertidumbre se nos apareciera y nos dijera: Haz esto, evita aquello. Mediante ese don, el alma, sin tantas reflexiones ni estudios, comprende lo que tiene que hacer y no se equivoca.

Este es el don que Jesucristo prometió a los apóstoles cuando dijo: Cuando los lleven a ustedes a las sinagogas o ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo han de hablar o qué han de decir en defensa propia, porque en aquel mismo momento el Espíritu Santo les enseñará lo que deban decir. Lc 12,11-12

Muchos santos gozaron del don de Consejo. San Antonino lo poseía en tan alto grado, que le decían “Antonino el Padre de los buenos consejos” y lo consultaban desde los gobernantes civiles y eminentes hombres de estado como Cosme de Médicis, que lo eligió varias veces embajador, hasta los sacerdotes, los religiosos y los más pobres de la ciudad; lo mismo se puede decir de San Juan Bosco que en repetidas ocasiones aconsejó al rey de Italia y al Papa Pío IX; También Santa Catalina de Sena, la cual aun siendo muy joven, aconsejaba a príncipes, a Cardenales y a Sumos Pontífices: Santa Juana de Arco, que ignorante del arte militar, trazó planes de guerra que admiraron hasta los grandes capitanes y al mismo tiempo señala la fuente de la que saca su sabiduría cuando dijo: “Ustedes habrán asistido a su consejo, refiriéndose al consejo de guerra; yo también asistí al mío”, se refería al consejo de Dios.

Todos necesitamos este don para saber en las más variadas circunstancias el camino que debemos recorrer, por lo que debemos pedirlo con humildad, como dice el Sal 24,4:Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus sendas”.

  1. El don de Fortaleza es el que da a la voluntad una energía que la vuelve capaz de llevar a cabo grandes obras y de sufrir con alegría cualquier molestia superando todos los obstáculos. Obrar y padecer en medio de las mayores dificultades y realizando esfuerzos heroicos, son los dos actos a que nos lleva el don de Fortaleza.

Obrar, es decir emprender, llevar a cabo sin temor ni vacilación las cosas más difíciles y padecer largas y dolorosas enfermedades y circunstancias, como San Pablo, el apóstol de los gentiles, que en sus cartas lo vemos perseguido, encarcelado, apedreado, flagelado; que sufrió naufragio, fue mordido por una víbora, y fue martirizado, todo por la causa de Cristo. Sin embargo, esas cartas están llenas de palabras de aliento, de esperanza, de gratitud, de gozo.

  1. El don de Ciencia. Por este don, que perfecciona la virtud de la fe dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino, conocemos las cosas creadas en su relación con Dios. El hombre iluminado por el Espíritu Santo con el don de ciencia, conoce profundamente las realidades temporales, y las ve con lucidez sobrenatural, pues las mira por los ojos de Cristo, pues como dice San Pablo en 1Cor 2,16 «nosotros tenemos la mente de Cristo».

Por este don, descubre el cristiano la hermosura del mundo visible, su dignidad majestuosa, que es reflejo de Dios y anticipo de las realidades definitivas. Este don nos muestra a Dios de tantas formas y escalas: “Si consideramos estas cosas en su origen nos dicen que vienen de Dios su creador, si las estudiamos en su naturaleza, vemos en ellas un reflejo de Dios; si las analizamos en su fin, nos dirigen a Dios.”

Este don además enseña a los hombres a no apegarse a las cosas creadas porque podrían alejarlo de Dios. Así desprendidos, pueden elevarse más fácilmente al único que puede calmar las ansias del corazón, como sucedía con San Francisco de Asís, que poseía este don en alto grado, por lo que consideraba todas las cosas creadas como hijas de Dios y las veía a todas ellas como hermanas: hermano sol, hermana luna. Hermana oveja, hermana agua, etc. Al contemplar la inconmovible solidez de las rocas, percibía al instante la fortaleza de Dios; el aspecto de una flor en su belleza matinal o de unos pichoncitos en su nido, le hablaban en seguida de la infinita belleza y ternura  de Dios.

  1. El don de piedad. Este don despierta en el corazón, un afecto filial hacia Dios e infunde una tierna devoción hacia las personas, nos impulsa a tratar con inmenso respeto a quienes nos rodean, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. Asimismo despierta un afecto hacia las cosas divinas, para hacernos cumplir con prisa nuestros deberes religiosos. Por lo que por este don, que ensancha el corazón y lo abre a la confianza, nos mantiene en la reverencia que debemos a Dios, lo vemos bajo el dulce aspecto de su paternidad, como dice San Pablo: |

Este don produce en el alma un triple sentimiento:

  1. Un respeto filial hacia Dios que nos hace hallar sumo placer en la oración y en las prácticas religiosas.
  2. Un amor tierno y generoso que lleva a sacrificarse por Dios y por su gloria.
  3. Una afectuosa obediencia que nos hace abandonarnos en las manos de Dios como el niño que se abandona en las de su madre.

Este mismo sentimiento nos inspira un gran amor a las personas y las cosas de Dios y de sus divinas perfecciones, como son la Santísima Virgen, los Ángeles y los Santos, las Sagradas Escrituras, la Iglesia y su jefe visible el Sumo Pontífice y los superiores, en quienes se ven a los representantes de Dios.

Este don facilita sus relaciones con Dios y con el prójimo porque nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los hombres como hermanos. San Pablo en Gal 3,26 y 28, nos hace ver esta realidad, dice allí: “Por la fe en Cristo Jesús todos ustedes son hijos de Dios. Ya no importa el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos ustedes son uno solo.

  1. El temor de Dios es el don que inclina nuestra voluntad a un respeto filial hacia Dios, nos aleja del pecado porque le desagrada y nos hace esperar en su auxilio poderoso.

La Biblia inculca a los hombres el santo temor de Dios cuando dice: «Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz» Dt 10,12-13. En este texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica veneración, obediencia y sobre todo amor.

También Jesucristo nos enseña el temor reverencial que debemos al Señor, cuando nos dice: «Teman al que puede hacer perecer alma y cuerpo en el infierno.» Mt 10,28.

Dice Santa Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos otorga dos remedios: “amor y temor”. “El amor nos hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando a dónde ponemos los pies para no caer”. El don de temor es por excelencia el de la lucha contra el pecado. No se trata del temor que nos sobreviene por haber ofendido a Dios, que nos puede castigar; tampoco se trata del temor a las penas o castigos del infierno. No es el temor del esclavo que sirve al amo para que no lo castigue, sino del temor del hijo que teme disgustar al mejor de los padres.

Ese temor nos inspira:

  1. Reconocer la grandeza de Dios y por lo tanto horror a ofenderle.
  2. Arrepentimiento de esas faltas y el deseo de repararlas con actos de amor y sacrificio.
  3. Y huir de las ocasiones de pecado.

Ahora, para comprender mejor los efectos que produce el Espíritu Santo al darse por la Confirmación a quienes están bien dispuestos, tomaremos como ejemplo los efectos que produjo la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés.

Los apóstoles antes de la pasión de Cristo y durante ella, se mostraron tan tímidos y cobardes que cuando apresaron al Señor, huyeron en seguida, y Pedro que estaba asignado como piedra y fundamento de la Iglesia, y que había manifestado constancia y grandeza de espíritu, aterrado por lo que le dijera una mujer, negó tres veces ser discípulo de Jesús.

Después de la Resurrección, todos estaban encerrados en su casa por miedo a los judíos. Mas el día de Pentecostés fueron todos llenos de tanta virtud del Espíritu Santo que, saliendo ellos del Cenáculo, se encontraron con una multitud de personas que habían acudido  a Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés, no tuvieron temor de hacerles ver a los judíos, el enorme crimen que habían cometido al crucificar a Jesús, el Hijo de Dios. Ninguno de ellos titubeó en predicar el Evangelio en todas partes del mundo conocido, en arrostrar la ira y las persecuciones de los poderosos de la tierra y en sellar con su sangre y con su vida la santidad de la doctrina que predicaban. Esos admirables efectos que el Espíritu Santo produjo repentinamente en los apóstoles porque así lo exigía la propagación del Evangelio, los produce poco a poco, insensiblemente pero de un modo seguro y eficaz en las almas que reciben dignamente el sacramento de la Confirmación y que, una vez recibido, saben corresponder a la acción de la gracia como han sabido hacer todos los Santos.

Pero para conservar esa gracia que otorga la Confirmación, debemos orar con frecuencia, hacer buenas obras y vivir según las enseñanzas de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, para lo cual hacemos el compromiso de cumplir esas enseñanzas, que son la base de todos los códigos y leyes humanas, así como los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia que sirven para cumplir mejor aquéllos.

 

Debemos considerar que una de las causas que más retrae el cumplimiento de los deberes cristianos es el respeto humano, que es el temor de ser visto y criticado por el mundo y que induce a hacer el mal o abstenerse de hacer el bien, como cuenta San Agustín de sí mismo, que a la edad de 16 a 17 años se mostraba pusilánime por no disgustar a sus amigos, por no parecer menos que ellos, por no saber decir que no y alabando con la boca lo que censuraba dentro de su corazón. Es lo que sucede con tantos jóvenes que han recibido educación cristiana, pero no se atreven a ir a Misa, a defender la religión y a sus ministros, a realizar actos de Misericordia porque se han vinculado estrechamente a jóvenes libertinos y no tienen valor de afrontar sus risas, burlas y críticas.

Peor es cuando para dar gusto a esos falsos amigos cometen faltas graves contra la ley de Dios, se profieren palabras obscenas, se ejecutan acciones indecorosas, se frecuentan lugares peligrosos y se fomentan los vicios; en esos casos el joven imita a Adán, el cual pecó también por respeto humano, para no disgustar a su mujer. Desde aquella fatal caída, ¡cuántas víctimas ha hecho en el mundo el respeto humano!

Nuestro Señor y Salvador pronunció una sentencia terrible contra aquellos que se dejan llevar por este temor de los hombres, como dice la cita que nos traslada Lc 9,26, en donde Jesús dice: Si alguno se avergüenza de mí y de mis enseñanzas, entonces yo, el Hijo del hombre, me avergonzaré de esa persona cuando venga con todo mi poder, y con el poder de mi Padre y de los santos ángeles. En cambio, en Mt 10,32 Jesús dice: “Si alguien se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a favor de él delante de mi Padre que está en el cielo

 

San Ambrosio aconsejaba a quien había recibido el Sacramento de la Confirmación: «Recuerda que has recibido el signo espiritual, el Espíritu de sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y de fortaleza, el Espíritu de conocimiento y de piedad, el Espíritu de temor santo, y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu.»

Ten presente que la vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo, y en consideración a esto, déjate conducir  por Él y no tengas vergüenza de exhibir públicamente tu fe siempre y en todo lugar. Quizá te desprecien y se burlen al principio, pero luego todos, aun los más inmorales, te considerarán persona de carácter. Debes entonces, con tu forma de vida, dar dignidad a las personas, proteger, cuidar y desarrollar todo género de relaciones para mostrar a Cristo y sus enseñanzas, y convertirte así, en promotor de paz y concordia.

Que así sea para gloria de Dios y bendición tuya y de tu prójimo.

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