LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS
LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS
En los relatos de los Evangelios sobre la pasión, leemos dos escenas del maltrato que padeció Jesús. Las dos se dan inmediatamente después de las condenas, una por parte del sumo sacerdote y otra por parte del prefecto romano. En el palacio de Caifás, Jesús recibió “golpes” y “salivazos”, le cubrieron el rostro y se reían de él diciéndole: “Profetiza, Mesías, ¿quién te ha pegado?”; las burlas se centraban en Jesús como “falso profeta”, que fue acusación judía.
Pero en el pretorio de Pilato, todo el escarnio se concentró en Jesús como “rey de los judíos”, que era la preocupación del prefecto romano.
La violencia, los golpes y las humillaciones comenzaron la misma noche de la detención del Señor. En Mt 26,67-68; Mr 14,65 y Lc 22,63-65, están descritas las burlas e insultos que los judíos hicieron a Jesús, en el Palacio de Caifás, mientras que los que le hicieron los soldados de Pilato, las encontramos en Mt 27,27-31; Mr 15,16-20 y Jn 19,2-3. San Lucas solo habla de los insultos en el palacio de Herodes (23,11).
En Is 53,6-7 uno de los textos a los que acudieron los primeros cristianos para darle sentido al final de Jesús, leemos la primera profecía del “siervo sufriente de Yahvé”; dice: “Ofrecí mis espaldas para que me azotaran y dejé que me arrancaran la barba. No retiré la cara de los que me insultaban y escupían. El Señor es quien me ayuda: por eso no me hieren los insultos; por eso me mantengo firme como una roca, pues sé que no quedaré en ridículo.”
En la primera escena en el palacio de Caifás, Jn 18,22-23 habla de la bofetada que uno de los guardias del Templo dio a Jesús durante el interrogatorio. Este trato vejatorio a los detenidos era frecuente, como narra Flavio Josefo treinta años más tarde cuando, Jesús, hijo de Ananías, que fue arrestado por las autoridades judías porque profetizaba contra el templo, recibió numerosos golpes antes de ser entregado a los romanos (La guerra judía VI, 302). Algo parecido se puede decir también del escarnio de parte de los soldados de Pilato, éstos, no eran legionarios romanos disciplinados, sino tropas auxiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o nabatea; pueblos profundamente antijudíos, por lo que, es muy probable que cayeran en la tentación de burlarse de aquel judío caído en desgracia y condenado por su prefecto, por lo que, aunque esa escena no se inspiró en ningún texto bíblico, la actuación humillante hacia un condenado es seguramente verídica.
Los soldados de Pilato comenzaron a intervenir, de manera oficial, cuando su prefecto les dio la orden de flagelar a Jesús. La flagelación, era castigo propio de esclavos, y nuestro amoroso redentor, no sólo quiso tomar forma de esclavo, para sujetarse a la voluntad del Padre, sino también la forma de un esclavo rebelde, para ser castigado con azotes y pagar la pena que los hombres merecíamos por habernos hecho esclavos del pecado. Pero en el caso de Jesús, la flagelación, era parte del ritual de la ejecución, que por lo general comenzaba así y culminaba con la crucifixión propiamente dicha. Los romanos diferenciaban entre dos tipos de flagelación. La fustigatio, que era un castigo preventivo y de carácter más ligero, y la flagellatio, que era el terrible preludio de la crucifixión.
Jesús, después de escuchar la sentencia; fue conducido por los soldados al patio del palacio, llamado “patio del enlosado”, para proceder a su flagelatio, que era un acto público. Con esto, dio inicio el proceso de su ejecución y comenzaron las horas más terribles para Jesús. Los soldados lo desnudaron totalmente y lo ataron a una columna. Para la flagelación se utilizaba un instrumento especial llamado flagrum, que tenía un mango corto y estaba hecho con tiras de cuero que terminaban en bolas de plomo, huesos de carnero o trocitos de metal punzante. Jesús quedó maltrecho, porque le hirieron en el pecho, la espalda, las piernas y costados, sin que su sagrada cabeza y su divino rostro se libraran de los golpes. Los azotes añadieron a sus heridas otras heridas, y llagas más crueles a sus primeras llagas; sin embargo, aquellos bárbaros verdugos no se cansaban, y se cumplió lo que dijo el profeta en el Sal 68,27: “y aumentaron más y más el dolor de mis llagas.” Así, sin apenas fuerza para mantenerse en pie, y con su cuerpo en carne viva, porque los azotes no solo desgarraron los miembros de nuestro Salvador, sino que le arrancaron pedazos de carne. Sus carnes sacrosantas quedaron tan desgarradas y deshechas, que, los huesos de las costillas quedaron al descubierto. La sangre corrió por todas partes, a tal extremo que quedaron bañados de sangre divina, las manos de los verdugos, la columna y el piso.
Los verdugos lo azotaron a la usanza de los romanos, que no tenían límite en el número de golpes, y no según la costumbre de los hebreos que no podían pasarse de cuarenta, por lo que se había reducido, en la práctica, a treinta y nueve azotes, a fin de evitar el riesgo de ser castigados al excederse en el castigo, aunque fuera por error.
Ese castigo era tan brutal que a veces los condenados morían durante el suplicio, pero ese no fue el caso de Jesús, los Evangelios sugieren que quedó con muy pocas fuerzas, por lo que debió ser ayudado a llevar la cruz, pues no podía con ella. De hecho, esa fue la razón por la que murió antes que los otros dos reos crucificados junto a él.
Después de haber sido azotado, Pilato lo mostró al pueblo diciendo Ecce Homo, que significa “Vean aquí al hombre” porque creyó que, al ver el lamentable estado en que le habían dejado los azotes, se moverían a compasión sus enemigos y acabarían por perdonarle la vida. Pero como los sacerdotes querían que muriera, pero que sufriera, esperaban que llegara vivo al Calvario para tener el gusto de verlo morir crucificado, porque muriendo en ella pretendían que su nombre quedara maldito para siempre, como dice Jer 11,19: «Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que jamás se pronuncie su nombre».
El profeta Isaías entre otros, predijo el lamentable estado a que se vio reducido nuestro Amado Redentor, y escribió en 53,5: «Fue traspasado a causa de nuestra rebeldía, fue atormentado a causa de nuestras maldades.»
Para hacer comprender a los hombres lo dañino del pecado, quiso el Padre Eterno que su hijo fuese despedazado y llagado por los azotes. Por esto siguió diciendo Isaías en el verso 10: «El Señor quería triturarlo con el sufrimiento». De tal manera que el cuerpo bendito de Jesús debía cubrirse de llagas de los pies a la cabeza, como dice en el verso 4: «Él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros propios dolores.» Ya en el verso 2, había escrito «El Señor quiso que su siervo creciera como planta tierna que hunde sus raíces en la tierra seca. No tenía belleza ni esplendor, su aspecto no tenía nada atrayente».
¿A quién hemos de amar con el más tierno afecto, que a nuestro Señor Jesús, azotado y desangrado por amor a nosotros?
Apenas había terminado la flagelación, y los verdugos, instigados por las autoridades del Templo y los judíos corruptos, hicieron sufrir a Cristo un nuevo tormento, «trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza y una caña en su mano derecha.» Mt 27, 27-29. Tratándolo como a un rey de teatro, los soldados desnudaron de nuevo a Jesús, le pusieron sobre los hombros, a manera de una capa real, un trozo del manto corinto que usaban los soldados romanos. En la mano le pusieron una caña a manera de cetro y entretejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza. Ese tormento de la coronación de espinas fue dolorosísimo porque las espinas atravesaron por todas partes la sagrada cabeza del Salvador, que es sensible al dolor en extremo, porque de la cabeza se extienden a todo el cuerpo los nervios, y a ella van a parar todas las sensaciones.
La burla de los soldados se inspiró probablemente en el ritual de la investidura de los reyes con los símbolos bien conocidos de la toga púrpura, la corona de hojas silvestres y el gesto de la reverencia, en el que, según Mr 15,16, tomó parte toda la cohorte, es decir toda la tropa, 480 soldados. Se trató, sin duda, de dos escenas en las que irónicamente, hicieron confesar a los adversarios de Jesús lo que era para ellos: “profeta de Dios y rey.”
El sufrimiento que causó la corona de espinas fue el más prolongado de su pasión, porque Jesucristo llevó clavadas las espinas en la cabeza hasta su muerte; de manera que cada vez que le tocaban la cabeza o las espinas, se le renovaba el dolor. Los autores dicen que la corona fue hecha de varias ramas erizadas de espinas, entrelazadas en forma de yelmo y se la ajustaron tan estrechamente a la cabeza que le bajaba hasta la mitad de la frente.
No obstante, el mansísimo Cordero se dejaba atormentar sin oponer resistencia, sin proferir una palabra y sin exhalar una queja; sólo de cuando en cuando la violencia del dolor le obligaba a cerrar los ojos y lanzar amargos suspiros. La sangre corría en tanta abundancia de las llagas de la sagrada cabeza, que el rostro, los cabellos y la barba estaban bañados en sangre, de tal manera que aquel rostro ya no parecía el del Señor, sino el rostro de un hombre al que se le había arrancado la piel.
Si en aquell momento alguien hubiera pasado y se hubiera detenido a mirar a Cristo derramando sangre, cubierto con el andrajo purpura, aquel cetro en la mano y aquella corona en la cabeza, escarnecido y maltratado por aquellos hombres malvados, le hubiera tomado por el criminal más despreciable del mundo. Pero No, se trataba del Hijo de Dios humillado y despreciado que padeció y soportó todos esos dolores por amor a ti, a mí, a todos. Pues esos dolores y padecimientos son los que a nosotros correspondía recibir por haber pecado, por haber ofendido a Dios, y al haberlos llevado Él, nos libró de ese castigo.
Pero eso no fue todo, pues terminada la flagelación se procedió a la crucifixión. No había que demorarla pues la ejecución de tres crucificados llevaba tiempo y faltaban pocas horas para la caída del sol que marcaría el comienzo de las fiestas de Pascua. Los peregrinos y la población de Jerusalén se apresuraban a realizar los últimos preparativos, algunos subían al templo a comprar su cordero y degollarlo ritualmente; otros marchaban a sus casas a preparar la cena. Se respiraba el ambiente festivo de la Pascua, mientras que desde el palacio del prefecto se puso en marcha una lúgubre comitiva camino del Gólgota. El trayecto es relativamente corto, tal vez no llega a quinientos metros. Al salir del pretorio, tomaron la estrecha calle que iba del palacio-fortaleza de Pilato a las murallas; cuando salieron de la ciudad por la puerta de Efraín se encontraron ya en el lugar de la ejecución.
Los tres condenados caminaron escoltados por un pequeño pelotón de cuatro soldados. A Pilato le pareció suficiente para garantizar la seguridad y el orden pues los seguidores más cercanos de Jesús habían huido y no temía grandes altercados por la ejecución de aquellos desdichados. La crucifixión requiere destreza, por lo que en la comitiva iban también los verdugos encargados de ejecutar a los tres reos. Ellos llevaban consigo lo necesario: clavos, cuerdas, martillos y otros objetos. Jesús y los otros dos reos marchaban en silencio, cargando el patibulum o travesaño horizontal donde pronto serían clavados; cuando llegaran al lugar de la ejecución, serían ajustados a los palos verticales (stipes) que estaban fijados permanentemente en el Gólgota para ser utilizados en las ejecuciones. Colgada al cuello, Jesús llevaba una pequeña tablita donde, según la costumbre romana, estaba escrita la causa de la pena de muerte. Cada reo llevaba la suya pues era importante que todos supieran lo que les esperaba a quienes los imitaran y la crucifixión servía de advertencia general. Según algunas fuentes, Jesús no pudo arrastrar la cruz, por lo que, los soldados temiendo que no llegara vivo al lugar de la crucifixión, obligaron a un hombre llamado Simón, oriundo de Cirene (en la actual Libia) y padre de Alejandro y Rufo, que venía del campo a celebrar la Pascua, a que trasportara la cruz de Jesús hasta el Calvario. Así lo presentan San Marcos 15,21; San Mateo 27,32 y San Lucas 23,26. Pero de él nada dice San Juan.
No tardaron en llegar al Gólgota, el emplazamiento era conocido en Jerusalén como lugar de ejecuciones públicas, como lo sugiere su siniestro nombre: “Gólgota”. Ese término viene del arameo gulgultá, que significa lugar del cráneo o de la calavera, en español, “el Calvario”. Era un pequeño montículo rocoso de diez o doce metros de altura sobre su entorno. La zona había sido antiguamente una cantera de donde se extraía material para las construcciones de la ciudad, pero en aquel tiempo servía como lugar de enterramiento en las cavidades de las rocas. En la parte superior del montículo se podían ver los palos verticales hundidos firmemente en la roca. Junto al Gólgota pasaba un camino muy transitado que llevaba a la cercana puerta de Efraín. El lugar no podía ser más apropiado para hacer de la crucifixión un castigo ejemplar.
Se procedió a la ejecución de los tres reos y con Jesús se hizo lo que se hacía con cualquier condenado, lo desnudaron totalmente para degradar su dignidad, lo tumbaron en el suelo, extiendieron sus brazos sobre el travesaño horizontal y con clavos largos lo clavaron por las muñecas, que son fáciles de atravesar y permiten sostener el peso del cuerpo humano. Luego, utilizando instrumentos apropiados, elevaron el travesaño con el cuerpo de Jesús y lo fijaron al palo vertical antes de clavar sus dos pies a la parte inferior. No es posible precisar más detalles. Al parecer, a Jesús le ataron los brazos a la cruz. No sabemos si clavaron sus dos pies separadamente o utilizaron solo un largo clavo. No parece que se utilizara ni el sedile, pequeño asiento de madera colocado en el palo vertical para descansar el peso del cuerpo, ni el suppedaneum, apoyo para los pies, porque no había interés en prolongar su agonía. De ordinario, la altura de la cruz no superaba mucho los dos metros, de manera que los pies del crucificado quedaban a treinta o cincuenta centímetros del suelo. De este modo, la víctima quedaba más cerca de sus torturadores durante su largo proceso de asfixia y, una vez muerto, podía ser pasto fácil de los perros salvajes.
En junio de 1968 fue hallada en Giv’at ha-Mitvar, al nordeste de Jerusalén, una tumba del siglo I excavada en la roca. Uno de los osarios contenía los huesos de un varón de veinte a treinta años, llamado Yehojanán, que murió crucificado. Sus brazos no habían sido clavados, sino atados al travesaño horizontal. Sus pies habían sido separados a uno y otro lado del palo vertical para ser clavados no de frente, sino de lado. Le clavaron cada uno de los pies con un largo clavo que atravesó primero una tablita de olivo (colocada para que no sacara el pie), luego el talón y, por fin, la madera del palo. Uno de los clavos se torció al clavarse en la madera nudosa de la cruz y no pudo ser retirado del pie del cadáver. En el osario se encontraron todavía unidos el talón, el clavo y la tablita de olivo. Ese cadáver de Yehojanán, llamado entre los arqueólogos el “crucificado de Giv’at ha-Mitvar”, arroja datos siniestros sobre el suplicio que padeció Jesús.
Los soldados colocaron en la parte superior de la cruz la pequeña placa de color blanco en la que, con letras negras o rojas, bien visibles, se indicaba la causa por la que se ejecutó a Jesús. Era lo acostumbrado en estos casos. Para la mayoría de los historiadores, esta inscripción o titulus de la condena es uno de los datos más sólidos de la pasión de Jesús.
Al parecer, el letrero de Jesús estaba escrito en hebreo, la lengua sagrada que más se utilizaba en el templo, en latín, lengua oficial del Imperio romano, y en griego, la lengua común de los pueblos del Oriente, la más hablada seguramente por los judíos de la diáspora. Solo San Juan 19,20 nos informa del carácter trilingüe de la inscripción de la cruz. Debía quedar muy claro el delito de Jesús: “rey de los judíos”. Estas palabras no son un título cristológico inventado posteriormente por los cristianos pues nunca los primeros cristianos llamaron a Jesús “rey de los judíos”. Ellos hubieran puesto en la cruz otros títulos, como “Mesías”, “Salvador del mundo” o “Señor”. No era tampoco una notificación oficial que recogieron las actas del proceso de Jesús ante Pilato. Se trató más bien de una manera de informar a la población, para que la ejecución de Jesús sirviera de escarmiento. Con su pequeña dosis de burla, se advirtió a todos, de lo que les esperaba si seguían los pasos del hombre que colgaba de la cruz.
Jesús fue ejecutado con otros condenados porque eran habituales las ejecuciones en grupo. Los Evangelios hablan solo de otros dos crucificados. No sabemos si eran “bandidos” capturados en algún tipo de refriega contra las autoridades romanas o, más bien, “delincuentes comunes” condenados por algún crimen castigado con pena de muerte.
Según Marcos y Mateo, eran dos “bandidos” (plural de lestes). Según San Lucas, “malhechores” (plural de kakourgós). Y quizás evitó el término “bandido” (lestes) por el contenido anti romano que podía tener para sus lectores.
Terminada la crucifixión, los soldados no se movieron del lugar. Su obligación era vigilar para que nadie se acercara a bajar los cuerpos de la cruz y esperar hasta que los condenados lanzaran su último estertor. Mientras tanto, según los evangelios, se repartieron los vestidos de Jesús echando a suertes qué es lo que se llevaría cada uno (Mr 15,24). Según una práctica romana habitual, las pertenencias del condenado podían ser tomadas como “despojos” (spolia). Ese detalle es amplificado por Jn 19,23-24, que menciona una “túnica sin costuras”, probablemente una alusión a la túnica del sumo sacerdote. Además, el episodio fue iluminado teológicamente con la cita del Sal 22,19: que dice. “Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica”.
Según San Marcos y San Mateo, al llegar al Gólgota, antes de crucificarlo, los soldados ofrecieron a Jesús “vino mezclado con mirra”, una bebida aromática que adormecía la sensibilidad y ayudaba a soportar mejor el dolor; pero Jesús “no lo tomó” (Mr 15,23 / / Mt 27,34). Poco antes de que muriera, ocurrió algo totalmente diferente: Al oír a Jesús lanzar un fuerte grito invocando a Dios, uno de los soldados se apresuró a ofrecerle un “vino avinagrado”, llamado en latín posca, una bebida fuerte, muy popular entre los soldados romanos, que la tomaban para recobrar fuerzas y reavivar el ánimo. Pero esta vez no fue un gesto de compasión para calmar el dolor del crucificado, sino una burla final para que aguantara un poco más, “por si llegaba Elías en su ayuda.” Pero no dicen si Jesús lo bebió. Probablemente ya no tenía fuerzas para nada. Este ofrecimiento de vinagre en los momentos finales fue una burla más, esta vez, en plena agonía. Los cuatro evangelistas Mateo 27,48-49; Marcos 15,36; Lucas 23,36 y Juan 19,28-30, hablan de este episodio de diversas maneras. Pero según el Evangelio [apócrifo] de Pedro (15-16), a Jesús le dieron esta “bebida” para envenenarlo y que muriera antes de ponerse el sol.
Pero seguramente ese detalle fue recogido en la tradición porque cobraba una hondura especial a la luz del Sal 69,22: “Espero en vano compasión, no encuentro quien me consuele; me han echado veneno en la comida, han apagado mi sed con vinagre”.
Jesús fue clavado a la cruz entre las nueve de la mañana y las doce del mediodía. San Marcos ordenó cronológicamente el relato en intervalos de tres horas. A las tres de la mañana cantó el gallo (14,72); al amanecer, las seis, Jesús fue conducido a Pilato (15,1); a las nueve fue crucificado (15,25); a las doce del mediodía, la oscuridad comenzó a envolverlo todo (15,33); a las tres de la tarde, murió Jesús (15,34); al atardecer, las seis, fue enterrado.
La agonía no se prolongó, pero, fueron para Jesús, los momentos más duros. Mientras su cuerpo se iba deformando, crecía la angustia de su asfixia progresiva. Poco a poco se fue quedando sin sangre y sin fuerzas. Sus ojos apenas podían distinguir algo. Del exterior solo le llegaban algunas burlas y los gritos de desesperación y rabia de quienes agonizaban junto a él. Pronto le sobrevendrían las convulsiones. Luego, el estertor final.
Los evangelistas no describen el horror de la agonía de Jesús, sin embargo, podemos deducirlo por los datos que conocemos de la práctica romana de la crucifixión. Las diversas teorías sobre la causa fisiológica de la muerte de Jesús son hipótesis médicas que se basan en detalles evangélicos los cuales presentaré en el próximo capítulo.
Agradécele a Jesús su amor y correspóndele viviendo según sus ensañenzas y los Mandamientos, buscando siempre agradarlo y alcanzar tu santificación. Que así sea.
ORACIÓN PARA SUSTITUÍR LA HABITUAL.
Ahora, querido oyente, luego de escuchar y comprender lo que, por amor a cada uno de nosotros, soportó nuestro buen Señor en su flagelación, coronación de espinas, y crucifixión, te invito a que medites en ello y hagas conmigo la siguiente oración, para lo cual te pido inclines tu rostro y cierres tus ojos para entrar en intimidad con Nuestro Señor Jesús.
Señor Jesús, mi amado Redentor, hoy he comprendido lo que padeciste en la flagelación y coronación de espinas, y me presento ante ti, arrepentido por haberte ofendido, y aunque he sido rebelde, te pido que no me rechaces. Sé, que aun cuando me alejaba de ti y menospreciaba tu amor, no dejaste de atraerme a tí mostrándome siempre tu amor, por eso ahora te entrego mi vida. Guíame por el buen camino y ayúdame a entender lo que debo hacer para agradarte. Estoy dispuesto y te obedeceré. Quiero mostrarte mi amor y mi agradecimiento por lo que hiciste por mi y no ofenderte más; ayúdame con tu gracia y no permitas que me separe de ti. Amén