JESÚS AMIGO DE LA MUJER
JESÚS AMIGO DE LA MUJER
Jesús, el sanador de enfermos, el liberador de los endemoniados, el defensor de los vagabundos sin techo, de los esclavos fugitivos, de los desposeídos de todo, que dignificó a los indigentes, a los más pobres entre los pobres y que aceptó a los pecadores, también rompió esquemas de la tradición y de la ley al hacerse amigo de las mujeres, las más vulnerables e indefensas, las anuladas por la sociedad claramente machista.
Para aproximamos a la actuación de Jesús ante las mujeres, hemos de tener en cuenta tres factores: el primero: todas las fuentes que poseemos sobre Jesús están escritas por varones, que, como es natural, reflejan la experiencia y actitud masculinas, no lo que sintieron y vivieron las mujeres en tomo a él; estos escritores empleaban un lenguaje genérico y sexista que “ocultaba” la presencia de las mujeres, el segundo, que a lo largo de veinte siglos, los comentaristas y exegetas de los evangelios han impuesto una lectura tradicional masculina. Y en tercer lugar, que los “niños” que abrazó Jesús eran niños y niñas, y que los “discípulos” que le siguieron eran discípulos y discípulas.
Por ello vamos a tratar de comprender la condición de la mujer judía en el tiempo de Jesús que nació en una sociedad en cuya conciencia colectiva estaban grabados algunos estereotipos sobre la mujer, transmitidos durante siglos y que, mientras crecía, Jesús los pudo ir percibiendo en su propia familia, entre sus amigos y en la convivencia diaria.
Según la interpretación del viejo relato de la creación, Dios había creado a la mujer solo para porporcionarle una “ayuda adecuada” al varón. Ese era su destino. Sin embargo, lejos de ser una ayuda, fue ella precisamente la que le dio a comer del fruto prohibido, provocando la expulsión de ambos del paraíso Gn 2,4-3,24. Relato que fue escrito hacia el siglo IX a. C. Este relato, transmitido de generación en generación, fue desarrollando en el pueblo judío una visión negativa de la mujer como fuente siempre peligrosa de tentación y de pecado. La literatura sapiencial judía exhorta repetidamente a los varones a no fiarse de la mujer y a tenerla siempre bajo control y aunque en Eclo o Sir 26, se describen las características de las buenas mujeres, en Eclo o Sir 25,13-26 y en Pro 5,1-23 y 9,13-18 se destacan, con dichos o refranes, los malos rasgos o actuaciones de las mujeres.
Y siendo más numerosos los aspectos negativos, la actitud que se consideraba más sabia era acercarse a ella con mucha cautela y mantenerla siempre sometida. Y esto es lo que escuchó Jesús desde niño.
Por lo que había otra idea indiscutible en aquella sociedad patriarcal dominada y controlada por los varones, y esta era que la mujer es “propiedad” del varón. Primero pertenece a su padre; al casarse pasa a ser propiedad de su esposo; si queda viuda, pertenece a sus hijos o vuelve a su padre y hermanos. Era por tanto, impensable una mujer con autonomía o independencia pues la función social de la mujer estaba bien definida: tener hijos y servir fielmente al varón.
El control sobre la mujer estaba fuertemente condicionado por las reglas de pureza sexual con las instrucciones relativas a impurezas propias de la mujer que se encuentran en el Lv 15,19-30. La mujer era ritualmente impura durante su menstruación y como consecuencia del parto. Nadie debía acercarse a la mujer impura. Las personas y los objetos que tocaba quedaban contaminados. Esta era, probablemente, la principal razón por la que las mujeres eran excluidas del sacerdocio, de la participación plena en el culto y del acceso a las áreas más sagradas del templo. La mujer era fuente de impureza. A Jesús se lo advirtieron sin duda desde pequeño.
Aun cuando esta visión negativa de la mujer no perdió fuerza a lo largo de los siglos, en tiempos de Jesús, era tal vez más negativa y severa. Como se comprueba en el libro Historia Árabe de José el Carpintero en el que Jesús dice: Cuando José el justo quedó viudo, María, mi madre, casta y bendita, acababa de cumplir los doce años. Porque sus padres la presentaron en el templo del Señor, cuando tenía tres años, y permaneció en el templo nueve, consagrada a su servicio en la santidad. Y los sacerdotes, al ver que la virgen santa y temerosa de Dios había crecido, y que permanecía en el temor del Señor, dijeron: Busquemos un hombre justo y temeroso de Dios para confiarle a María hasta el momento del matrimonio, para que no le ocurra en el templo lo que pasa a las mujeres, y Dios no se irrite contra nosotros.
Se referían con esto a que María estaba llegando a su desarrollo y debían evitar que tuviera su primera menstruación estando en el templo, y con esto lo contaminara y de ser así, los sacerdotes serían los culpables.
La literatura rabínica es, por lo general, muy negativa respecto a la mujer. Pero, al ser de fecha posterior incierta, no nos permite remontamos con seguridad hasta los tiempos de Jesús.
La mujer no solo era considerada fuente de tentación y ocasión de pecado, sino también, frívola, sensual, perezosa, chismosa y desordenada. Según el escritor judío Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, mientras el varón se guía por la razón, la mujer se deja llevar por la sensualidad. Probablemente Flavio Josefo resume bien el sentir más generalizado en tiempos de Jesús: Según la Torá, la mujer es inferior al varón en todo.
Por otra parte, la mujer era considerada como un ser vulnerable al que los hombres han de proteger de la agresión sexual de otros varones. Por eso se la retenía recluida en el hogar y retirada de la esfera de la vida pública. Los varones cuidaban del honor de la casa y lo defendían públicamente; las mujeres tenían que cuidar de su propia reputación y no avergonzar a la familia con una actuación deshonrosa. Por lo tanto lo más seguro era encerrarlas en casa para que guardaran mejor su honor sexual. Todos podían así vivir más tranquilos en las aldeas.
Al casarse, la mujer salía de su propia familia y pasaba, muchas veces sin ser consultada, de la autoridad del padre a la de su marido. En adelante, toda su vida transcurriría a su servicio: por eso lo llamaba “mi señor”. Sus deberes eran siempre los mismos: moler el trigo, cocer el pan, cocinar, tejer, hilar, lavar el rostro, las manos y los pies de su hombre. Su principal cometido consistía en satisfacerlo sexualmente y darle hijos varones para asegurar la subsistencia de la familia. Sin embargo, parece que la influencia de la mujer era grande dentro de la familia: muchos hombres las respetaban y ensalzaban como madres de sus hijos. Ellas eran, seguramente, las que cuidaban el clima familiar y religioso dentro de la casa.
Pero no todo fueron señalamientos negativos puesto que en la literatura rabínica posterior a Jesús se pueden leer textos muy elogiosos para ellas, como: “Para el que pierde a su mujer, el mundo se hace más tétrico” (Rabí Alexandrai); y otro es: “El que no tiene esposa, no conoce lo bueno, vive sin ayuda, sin alegría, sin bendición…” (Rabí Jacob).
Fuera del hogar, las mujeres no “existían”. No podían alejarse de la casa sin ir acompañadas por un varón y sin ocultar su rostro con un velo. No les estaba permitido hablar en público con ningún varón. Debían permanecer retiradas y calladas. No tenían los derechos de que gozaban los varones. No podían tomar parte en banquetes. Excepto en casos muy precisos, su testimonio no era aceptado como válido, al menos como el de los varones. Es decir, no tenían sitio en la vida social. Por ello el comportamiento de mujeres que se alejaban de la casa y andaban solas, sin la vigilancia de un hombre, tomando parte en comidas o actividades reservadas a los varones, era considerado como una conducta desviada, propia de mujeres que descuidaban su reputación y su honor sexual. Jesús lo sabía al aceptarlas en su ambiente.
También la vida religiosa, controlada por los varones, colocaba a la mujer en una condición de inferioridad. Solo en la celebración doméstica tenía alguna participación significativa, pues era la encargada de encender las velas, pronunciar ciertas oraciones y cuidar algunos detalles rituales en la fiesta del sábado. Por lo demás, su presencia era del todo secundaria. Las mujeres estaban separadas de los hombres tanto en el templo como, en la sinagoga. Las normas de pureza, interpretadas de manera rígida, solo les permitían el acceso al atrio de los paganos y de las mujeres, no más allá.
En realidad, el verdadero “protagonista” de la religión judía era el varón: no hemos de olvidar que la circuncisión era el rito que constituía a alguien como miembro del pueblo de la Alianza. La mujer no tenía la misma dignidad que el varón ante la ley. De hecho, estaba sometida a todas las prohibiciones lo mismo que el varón, pero no se contaba con ella como sujeto activo de la vida religiosa del pueblo: no tenían obligación de recitar diariamente el Shemá, confesión oficial de la fe de Israel; tampoco estaban obligadas a subir en peregrinación a Jerusalén en las fiestas de Pascua, Pentecostés o de las Tiendas. No era necesaria su presencia. Bastaban los hombres en todo lo referente a la relación con Dios: todo estaba dirigido por los sacerdotes del templo y los escribas de la ley. Por tanto, no era necesario iniciar a las mujeres en la Torá: no estaban obligadas al estudio de la ley, ni los escribas las aceptaban como discípulas. Sorprende la dureza de ciertos dichos rabínicos que, aun siendo de fecha posterior a Jesús, pueden sugerir algo de lo que se vivía en sus tiempos, por ejemplo: “Quien enseña a su hija la Torá, le enseña el libertinaje, pues hará mal uso de lo aprendido”; y “Antes sean quemadas las palabras de la Torá que confiadas a una mujer”. Sin embargo, hay dichos que animan a los padres a enseñar la Torá también a las hijas.
De esta manera, las mujeres judías, sin verdadera autonomía, siervas de su propio esposo, recluidas en el interior de la casa, sospechosas de impureza ritual, discriminadas religiosa y jurídicamente, constituían un sector profundamente marginado en la sociedad judía. Pero hay indicios que, en los pueblos pequeños de Galilea, las costumbres eran menos estrictas. Las mujeres salían más libremente de casa, acompañaban a los hombres y a los niños en trabajos del campo y no siempre se cubrían el rostro con el velo.
Pero es significativa la oración recomendada por Rabí Yehudá para ser recitada diariamente por los varones: “Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano ni me has hecho mujer ni ignorante”. Pero, ¿era esto realmente lo que quería Dios? ¿Qué pensaba Jesús que anunciaba su amor compasivo? ¿Qué podían esperar las mujeres con la llegada del reino de Dios?
Sin embargo, a pesar de todas las normas establecidas por la Ley, Jesús fue amigo de las mujeres, las consideradas como las últimas, pues las mujeres que se acercaron a Jesús pertenecían, por lo general, al entorno más bajo de aquella sociedad. Bastantes eran enfermas que habían sido curadas por Jesús, como María de Magdala (Lc 8,2). Probablemente se movían en su entorno mujeres no vinculadas a ningún varón, es decir, viudas indefensas, esposas repudiadas y, en general, mujeres solas, sin recursos, poco respetadas y algunas prostitutas, consideradas por todos como la peor fuente de impureza y contaminación, pero Jesús las acogió a todas.
Lucas nos dice que acompañaban a Jesús “Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes” (Lc 8,3). Es difícil imaginar estas ricas mujeres distinguidas que también mencionará en Hch17,4-12 viajando por Galilea y sosteniendo económicamente al grupo.
Estas mujeres están entre los pecadores e indeseables que se sientan a comer con él. Aquella mesa no es la “mesa santa” en la que comen los “varones de santidad” de la comunidad de Qumrán, excluyendo a toda mujer. No es tampoco la “mesa pura” de los sectores fariseos más radicales, que toman sus alimentos observando la pureza ritual de los sacerdotes. No se sabe si entre los fariseos se admitía a las mujeres en las comidas importantes de carácter festivo. Para Jesús, sin embargo, estas comidas son precisamente símbolo y anticipación del reino de Dios. Junto a él se puede ver ya cómo los “últimos” del pueblo santo y las “últimas” de aquella sociedad patriarcal son los “primeros” y las “primeras” en entrar al reino de Dios. Los evangelistas hablan de “pecadores”, pero detrás de ese lenguaje sexista hemos de ver también a “pecadoras”.
La presencia de estas mujeres en las comidas de Jesús resultaba escandalosa. Las que se movían fuera de casa, acompañando a hombres, eran consideradas como mujeres de fácil acceso para cualquier comensal, sobre todo si no venían acompañadas por su esposo. Es significativo el nerviosismo del fariseo Simón cuando una prostituta del pueblo se acercó a Jesús en pleno banquete con gestos y actitudes que él consideró propios de una “pecadora”. El relato que está en Lc 7,36-50 dice:
“Un fariseo invitó a Jesús a comer, y Jesús fue a su casa. Estaba sentado a la mesa, cuando una mujer de mala fama que vivía en el mismo pueblo y que supo que Jesús había ido a comer a casa del fariseo, llegó con un frasco de alabastro lleno de perfume. Llorando, se puso junto a los pies de Jesús y comenzó a bañarlos con sus lágrimas. Luego los secó con sus cabellos, los besó y derramó sobre ellos el perfume.
Al ver esto, el fariseo que había invitado a Jesús pensó: “Si este hombre fuera verdaderamente un profeta se daría cuenta de quién y qué clase de mujer es esta pecadora que le está tocando.” Entonces Jesús dijo al fariseo: –Simón, tengo algo que decirte. –Dímelo, Maestro –contestó el fariseo.
Jesús siguió: –Dos hombres debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta: pero, como no le podían pagar, el prestamista perdonó la deuda a los dos. Ahora dime: ¿cuál de ellos le amará más? Simón le contestó:
–Me parece que aquel a quien más perdonó.
Jesús le dijo: –Tienes razón. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
–¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; en cambio, esta mujer me ha bañado los pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me besaste, pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.
No derramaste aceite sobre mi cabeza, pero ella ha derramado perfume sobre mis pies. Por esto te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien poco se perdona, poco amor manifiesta. Luego dijo a la mujer: –Tus pecados te son perdonados.
Los otros invitados que estaban allí comenzaron a preguntarse: –¿Quién es este que hasta perdona pecados? Pero Jesús añadió, dirigiéndose a la mujer: –Por tu fe has sido salvada. Vete tranquila.”
Por otra parte, los recaudadores de impuestos tenían fama de vivir en contacto con el mundo de las prostitutas. Algunos de ellos dirigían pequeños burdeles o proporcionaban mujeres para los banquetes.
Jesús ni se asustó ni las condenó. Las acogió con el amor comprensivo del Padre. Nunca habían estado aquellas mujeres tan cerca de un profeta. Jamás habían escuchado hablar así de Dios. Más de una llora de agradecimiento. A sus adversarios no les resulta difícil desacreditarlo como hombre poco observante de la ley, “amigo de pecadoras”. Jesús los desafió en alguna ocasión de manera provocativa cuando dijo: “Los recaudadores y las prostitutas entrarán antes que ustedes al reino de Dios” Mt 21,31. Estas palabras confirman la estrecha relación que existía entre estos dos grupos de “recaudadores” y “prostitutas”. La acogida de Jesús tenía que resultar escandalosa.
Tampoco el código de pureza fue para Jesús un obstáculo para estar cerca de las mujeres. Al parecer, las prescripciones de este código ejercían un control sobre la vida de la mujer mucho más fuerte que sobre los varones. Dice ese código, que durante la menstruación, la mujer permanece en estado de impureza siete días; después del parto, cuarenta días si ha tenido un hijo varón y ochenta si ha dado a luz una hija. De hecho, el estado casi permanente de las mujeres es el de “impureza ritual”. Es difícil saber cómo lo vivían y qué consecuencias prácticas tenía para la convivencia diaria. Tal vez lo más grave era su conciencia de inferioridad y la sensación de alejamiento del Dios santo que habita en el templo.
Pero Jesús no se empeñó en criticar el “código de pureza”. En ningún momento se enredó en cuestiones de sexo y pureza ritual. No era lo suyo. Sencillamente, desde su experiencia del reino de Dios comenzó a actuar con libertad total. No miró a la mujer como fuente de tentación ni de posible contaminación. Se acercó a ellas sin recelo y las trató abiertamente, sin dejarse condicionar por prejuicio alguno. A las mujeres les tenía que resultar atractivo acercarse a él. Para más de una significaba liberarse, al menos momentáneamente, de la vida de marginación y trabajo que llevaban en sus casas. Algunas se aventuraron incluso a seguirle por los caminos de Galilea. Probablemente eran mujeres solas y desgraciadas que vieron en el movimiento de Jesús una alternativa de vida más digna.
Que no haya entonces ningún obstáculo para seguir al Señor Jesús. Como ya vimos, Él aceptó a los enfermos, a los pecadores, a las mujeres de toda condición y continúa haciéndolo hoy. Solo debes acercarte a Él con confianza y con el corazón dispuesto y arrepentido de haber pecado y Él te aceptará, te perdonará y te ayudará a mantenerte firme en sus enseñanzas. Y como dice el Sal 34,8: “Haz la prueba y verás que bueno es el Señor.”
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