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EL PERDÓN Y SU PODER SANADOR

EL PERDÓN Y SU PODER SANADOR

Faro de Luz 1118 / Julio de 2021

Jesús enseñó esto en el Padrenuestro, la oración que repetimos cada día y que encontramos en Mateo 6,12. …“perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” – y en el verso 15 el Señor agregó: “pero si no perdonan a otros, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus pecados.” 

 Perdonar a quien nos ha ofendido y pedir perdón a Dios y a las personas a las que hemos hecho algún mal, nos lleva a sanarnos física y espiritualmente ya que el pecado es una enfermedad espiritual que llega a trascender a nuestro cuerpo físico, así que, si no perdonamos a quienes nos han ofendido, no obtendremos el perdón de Dios, por lo tanto, tampoco obtendremos nuestra sanidad, sea física, emocional o espiritual.

Todos pecamos, hasta los grandes personajes de la Biblia tuvieron sus caídas, pero de ellos aprendemos que es necesario reconocer las faltas para entonces, arrepentidos por haberlo ofendido, acudir al Padre y pedir perdón. San Pablo nos traslada en su carta a los Ro 7,15, esa verdad, para que reconozcamos nuestra debilidad y sepamos que podemos salir airosos en nuestra lucha por dejar atrás las faltas, pero, para lograrlo, se requiere reconocer nuestra debilidad. Dice: “No entiendo mis propios actos: no hago lo que quiero y hago las cosas que detesto.”

Según la enseñanza y el testimonio de Jesús, perdonar implica reconciliarse, y según vemos en la parábola del hijo pródigo: renovar la relación con el Padre amoroso que está siempre a la espera del retorno del hijo amado que arrepentido pide perdón al padre.

Notamos en esta comparación que hace Jesús, que Dios, identificado con el Padre en esa parábola, es el primero en perdonar y en reconciliar consigo al mundo, como nos dice San Pablo en 2Cor 5,18-20.

Todo esto es obra de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el encargo de anunciar la reconciliación. Es decir que, en Cristo, Dios estaba reconciliando consigo mismo al mundo, sin tomar en cuenta los pecados de los hombres; y a nosotros nos encargó que diéramos a conocer este mensaje. Así que somos embajadores de Cristo, es decir Cristo nos envió para que hablemos de parte suya, lo cual es como si Dios mismo les rogara a ustedes por medio de nosotros que escuchen nuestro mensaje. Por eso, en el nombre de Cristo les rogamos reconcíliense con Dios.  

Notamos aquí que luego de reconciliarnos con Dios por el sacrificio de su Hijo Jesucristo, que nos obtuvo el perdón por su sacrificio en la cruz, nos llama a todos los que han escuchado sus enseñanzas, a ser sus testigos, a dar a conocer el mensaje de salvación, a llamar a la conversión, a volverse a Dios, esto es, a contar lo que hemos escuchado o leído de lo que Dios, como instrucciones para vivir bien y agradarlo, nos dejó en las Sagradas Escrituras, sobre todo las enseñanzas de Jesús en el Evangelio; pero, para que lo hagamos, debemos estar reconciliados con Dios, por medio del Sacramento de la Reconciliación instituido por nuestro Señor Jesucristo, es decir, debemos acudir a Dios y Confesar nuestros pecados ante un Sacerdote, que en nombre de Cristo nos absuelve y así quedamos reconciliados con Dios para cumplir la misión a la que nos envió.

Para que obtuviéramos la reconciliación con nuestro Padre celestial, que siempre estuvo dispuesto a perdonarnos, fue necesario que Jesús padeciera y muriera, entregando hasta la última gota de su sangre para limpiarnos de nuestros pecados, es decir, de nuestras ofensas hechas al Padre.

En Mr 11,25, Jesús nos muestra nuevamente la necesidad de perdonar cuando dice: “y cuando estén orando, perdonen lo que tengan contra otro, para que también su Padre que está en el cielo les perdone a ustedes sus pecados.”  

Jesús enseñó a sus discípulos que se dirigieran a Dios Padre con confianza, para pedirle perdón por sus infidelidades, llamándolo Abbá, o papito, como un niñito llama a su padre. Esa confianza proviene de la certeza que en el Padre encontrarán el perdón de sus ofensas.

Desde luego que para llegar a pedir perdón, el primer paso es reconocer que se cometió una falta, ya sea por debilidad de carácter o de espíritu, por orgullo, por soberbia, por ambición o por cualquiera de los frutos de la carne que menciona San Pablo en Gal 5,19-21, que son: “odios, ira, discordia, enemistades, celos, violencia, ambiciones, divisiones, rivalidades, partidismo o favoritismo, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes”. Y para que estemos conscientes de la gravedad de esas cosas y meditemos en nuestros actos y busquemos la reconciliación, remata diciendo: Les he dicho, y se lo repito: los que hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.” 

Pero San Pablo no se queda solamente en el señalamiento de lo malo, “también muestra lo bueno, lo que realiza el Espíritu Santo en cada uno que se entrega a Dios, al amor, que es lo que debemos tratar de alcanzar, para vivir de acuerdo a lo que Jesús enseñó con su doctrina y con su testimonio.” Dice a continuación en los versos 22 y 23ª: “En cambio, lo que el Espíritu produce es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio.” Que es lo que debemos manifestar con nuestra conducta.

Notemos que cuando Jesús habló del amor y del perdón, no dijo “si ustedes quieren o si ustedes pueden”. No. Él dijo ámense, perdónense. Su orden fue radical, tajante: “Ustedes deben perdonar para que su Padre los perdone a ustedes”.

Pero debemos enfocar también el otro lado de la moneda, si nosotros somos los ofensores, debemos arrepentirnos y volvernos al Padre para pedir perdón. Tal y como hizo el hijo pródigo de la parábola. Esto implica no solamente humildad, también se requiere valentía para enfrentarnos a nosotros mismos y reconocer que hemos fallado, que cometimos errores que debemos enmendar para reestablecer la unidad perdida con nuestro Padre y tener nuevamente una relación de amor con Él. 

De la parábola del hijo pródigo, leemos en el evangelio de Lc 15: «Al fin se puso a pensar: ‘¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre!  Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti;  ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.’  Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre.
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos.  El hijo le dijo: ‘Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo.”»  

Como notamos no se trata solamente de saber qué es lo que se debe hacer, debemos tomar la decisión y actuar con humildad y valor, dejando atrás el orgullo, la soberbia, la vergüenza.

1ªJn 4,8 dice: “Dios es amor” y donde está Dios hay amor, por lo tanto, perdón. Por eso, si nos negamos a perdonar, o a buscar el perdón, bloqueamos la acción de Dios en nuestras vidas. Esto significa que libre y voluntariamente decidimos permanecer esclavos del dolor, de la tristeza, del sufrimiento, de la amargura, de la insatisfacción, de la desconfianza, de las dudas, de la inestabilidad, del egoísmo, de los problemas, de la tribulación, en resumen, en la oscuridad. Además, con esa decisión entristecemos a Dios y le doy la espalda a Jesús, rechazando el sacrificio que realizó por nuestra liberación y salvación.

Todos tenemos necesidad de amor y de perdón, pero para recibirlos, tenemos que estar dispuestos a dar amor y perdonar. Si nuestros sentimientos son negativos, estaremos construyendo un muro alrededor de nuestro corazón que nos separa de los demás y nos aísla por lo que no podremos ni dar amor ni perdón, ni recibirlos, aun cuando nos los den.

Debemos saber que tanto el arrepentimiento como el perdón, son dones que Dios nos otorga por misericordia. Eso significa que debemos pedirlos; al hacerlo, contaremos con la gracia divina y los recibiremos.

 Al perdonar o pedir perdón, con la ayuda de Dios estaremos removiendo ese muro de amargura y rencor que levantamos alrededor de nuestro corazón, permitiremos al Espíritu Santo que se mueva libremente en nuestro interior, y el amor de Dios nos llenará. Entonces podremos amar, a Dios, a los demás y a nosotros mismos.

La Biblia nos enseña que amar es “estar dispuesto a decir te perdono tan frecuentemente como sea necesario, pero también estar dispuesto a pedir perdón cuando nos hayamos equivocado, porque el perdón es la manifestación del amor de Jesús, que estuvo dispuesto a morir por nosotros para que obtuviéramos el perdón de nuestros pecados que nos hacían merecedores de la muerte, pues “la paga del pecado es muerte”. Ro 6,23

Nosotros, los seguidores de Cristo, también debemos perdonar siempre, como manifestación del amor en nuestros corazones. Y debemos estar dispuestos a perdonar antes de que se nos solicite el perdón, es decir, debemos perdonar en nuestro corazón, aun cuando no lo hayamos expresado, otorgando así, no solamente el perdón, sino también la reconciliación y la paz que esto conlleva. Entonces, a partir de ese momento en el que tomamos la decisión de perdonar, o pedir perdón, se iniciará en nosotros el proceso de sanación interior.

Y hay un punto importante que debemos saber y es que: tanto si soy el ofendido o el ofensor, la falta de perdón, ya sea solicitarlo u otorgarlo, nos aleja de Dios y nos excluye de participar de sus bendiciones.

Debemos tener claro que la fuente del amor, por lo tanto, del perdón, es Dios y que la decisión de perdonar es nuestra, y pedir perdón u otorgarlo, es una forma de manifestar que estamos permitiendo que el Espíritu Santo actúe en nosotros para nuestra bendición, y nos liberará de las cargas que conllevan los rencores, los odios y todos los sentimientos negativos que genera la falta de perdón. 

Al decidirnos a pedir perdón y hacerlo, estaremos rompiendo las barreras que impiden que seamos verdaderamente libres y disfrutemos de la paz que Jesús nos da, y con nuestra decisión de perdonar, también estaremos liberando de esas cargas a quien nos haya ofendido o lastimado y le estaremos permitiendo que disfrute de paz. 

Mantenernos en una actitud soberbia y orgullosa, y no pedir u otorgar perdón, solamente nos causará sufrimiento a nosotros y a los demás y nos llevará a la muerte espiritual, porque tanto la soberbia y el orgullo, son pecados y recordemos que “La paga del pecado es la muerte”. 

Por lo tanto, debemos perdonar pronta, generosa y reiteradamente como nos enseñó Jesús según leemos en Mt 5,21-22: “Pedro preguntó a Jesús: Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete?   Jesús le contestó: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.” Y eso significa “SIEMPRE”, por lo que debemos perdonar aun cuando el ofensor no haya pedido perdón.

 Debemos reconocernos como pecadores necesitados del perdón, porque así podremos ser misericordiosos con los demás, en quienes reconoceremos nuestra propia situación y necesidad de sentirnos perdonados, comprendidos y amados.

Pablo, en s 1ªCor 13,4-7 dice que “Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad.  Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo.”

Y San Juan en su primera carta 2,9-11 dice: “Si alguno dice que está en la luz, pero odia a su hermano, todavía está en la oscuridad.  El que ama a su hermano vive en la luz, y no hay nada que lo haga caer. Pero el que odia a su hermano vive y anda en la oscuridad, y no sabe a dónde va, porque la oscuridad lo ha dejado ciego.” Aquí no debemos tomar literalmente la palabra hermano, puede tratarse de cualquier persona. Pero San Pablo nos indica en 1Tim 5,8: Quien no se preocupa de los suyos, y sobre todo de los de su propia familia, ha negado la fe y es peor que los que no creen.” Indicándonos con esto, que es sobre todo en nuestra familia en donde debemos mantener la cordialidad y manifestar el amor perdonándonos todo. Por lo que, bajo ninguna circunstancia debemos permitirnos que el orgullo o la soberbia, o los malos entendidos o los enojos nos alejen de aquellos con los que debemos mantener la unión por amor. Rompamos los esquemas que apartan, destruyamos las murallas que nos separan de los demás y construyamos puentes para reestablecer las relaciones. 

Recuerda que perdonar, como pedir perdón, no es un sentimiento, es una decisión, una decisión que va respaldada por la humildad y el amor. El ejemplo lo dio Jesús en la cruz; luego de haber padecido tortura inimaginable, exclamó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Lc 23,34

 Debemos, por lo tanto, crecer en gracia, misericordia y caridad, y pedir perdón y perdonar para que lleguemos a alcanzar la santificación, a la que nos invita la 1ªPe 1,15-16: “Vivan de una manera completamente santa, porque Dios, que los llamó, es santo.” 

La base de la santidad es vivir en base al amor que Santo Tomás de Aquino define así: “Amor es querer lo mejor para la persona amada y hacer lo que razonablemente se pueda para traer cosas buenas a la vida de esa persona”. Y como notamos, el amor se enfoca hacia la otra persona, no en nosotros mismos.

Perdonar es extender nuestro amor a la otra persona, así, con amor, reemplazamos la oscuridad y el sentirse mal por la falta cometida, con la luz de Cristo, con amor, con aceptación, reinsertando a nuestra vida a la persona perdonada y otorgándonos, tanto a ella como a nosotros mismos, paz y gozo, haciendo realidad el engrandecimiento del Reino al obedecer lo que dijo Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.” Jn 13,34 

Volvámonos a Dios y arrepentidos de nuestros pecados, de las ofensas cometidas contra nuestro Padre, volvámonos a Él y busquemos el perdón y aceptémoslo; y si nosotros hemos sido los ofendidos, perdonemos. Pero para ser verdaderamente libres de los sentimientos negativos que podemos haber tenido por las ofensas recibidas, debemos adoptar la manera de perdonar de Dios: perdonarlo todo y sin restricciones, y un punto muy importante que no siempre queremos aceptar, debemos perdonar olvidando lo que hemos perdonado. Sólo así podremos disfrutar de la sanidad y las bendiciones que Dios quiere darnos y de una vida Plena y abundante, que es la que nos trajo Jesús. Que así sea.

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