EL ADVIENTO EN EL AÑO LITÚRGICO
El año litúrgico es el conjunto de las celebraciones con que la Iglesia celebra anualmente el misterio de Cristo. La idea de la celebración de una serie de fiestas litúrgicas a lo largo del año la heredó la Iglesia primitiva de la tradición hebrea. Pero el año litúrgico no surgió siguiendo un plan concebido de forma orgánica y sistemática, es más bien el fruto de una reflexión teológica gradual sobre el tiempo, de ahí que las celebraciones del año litúrgico hacen eficaz “en el presente” la realidad salvífica de los acontecimientos que se llevaron a cabo por medio del sacrificio de nuestro Señor Jesús.
Como enseña el concilio Vaticano II, la Iglesia va distribuyendo a lo largo del año todo el misterio de Cristo y «conmemorando así los misterios de la redención, y abre para todos, las riquezas del poder santificador y de los méritos de nuestro Señor, de tal manera, que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que podamos ponernos en contacto con esos misterios y con el poder que santifica por los méritos de Cristo llenarnos de la gracia de la salvación»
Los primeros cristianos celebraron, sobre todo, el día después del sábado, llamado dies dominica, domingo, día del Señor, porque fue aquel día cuando resucitó Jesús. Es el día en que la comunidad de cristianos nos reunimos semanalmente para recordar el Sacrificio por el cual el Señor Jesús nos dió la salvación y el perdón de nuestros pecados.
La reflexión sobre Cristo muerto y resucitado y las sugerencias de la tradición hebrea llevaron muy pronto a la celebración de la Pascua, mientras que ya en el s. III se ponen las bases del culto a los mártires, en el s. IV la vigilia pascual se convierte en la cima de un triduo sagrado: el viernes se conmemora la pasión y la muerte del Señor, el sábado su sepultura y el domingo su resurrección. Este triduo va precedido de la Cuaresma y se prolonga durante cincuenta días hasta Pentecostés. Al mismo tiempo se empieza a celebrar la manifestación del Señor: en Oriente con la Epifanía, y en Occidente con la Navidad, Más tarde, la creación del Adviento corresponde a la necesidad de preparar la venida de Cristo «en la carne», pero también la segunda venida del Señor, Se amplía además el culto a los diversos santos y especialmente a la virgen María.
Pero en el curso de los siglos, la multiplicación de fiestas, de vigilias y de octavas, que son solemnidades que se celebran durante ocho días, como si fueran un único día de fiesta, como son la octava de navidad y la octava de pascua, orientaron frecuentemente a los fieles, hacia devociones particulares, alejándolos a veces de los misterios fundamentales de la redención. Por lo que el concilio Vaticano II pidió que se restableciera el carácter central del domingo y que el año litúrgico se revistiera de tal forma que los fieles pudieran gozar de una participación más intensa de fe, esperanza y caridad en todo el misterio de Cristo distribuido a lo largo del año. El año litúrgico tiene realmente para la Iglesia la función de expresar una «Cristología en Oración», es decir el estudio del papel que desempeña Jesús de Nazaret, como el «Cristo» o «Mesías» a través de la oración.
El domingo es la fiesta primordial, día del Señor resucitado y día de la Iglesia, y no se le debe anteponer ninguna otra solemnidad que no sea de grandísima importancia, ya que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico. La serie de domingos, desde el primer domingo de Adviento, que recién acaba de pasar, hasta el último del tiempo ordinario, solemnidad de Cristo Rey, constituye el año litúrgico, que tiene su cima en el triduo pascual, que son los tres días de preparación para la fiesta de Pascua, jueves, Viernes y sábado de la semana santa, preparándonos para la Resurección del Señor.
Éste comienza con la misa en la cena del Señor la tarde del Jueves Santo, donde se hace memoria de la institución de la eucaristía y tiene su centro en la vigilia pascual, que es la «madre de todas las vigilias», y se realiza la noche del sábado al domingo y termina con las vísperas del domingo de Resurrección.
Los cincuenta días desde el domingo de Resurrección al domingo de Pentecostés deben celebrarse como « el gran domingo», como un solo gran día de fiesta: la Pascua. Luego, los cuarenta días antes de Pascua constituyen el tiempo de Cuaresma, que tiene un doble carácter, bautismal y penitencial.
Después de la celebración anual del misterio pascual, la Iglesia no tiene nada más sagrado que la celebración de la Natividad del Señor 25 de diciembre. La preparación a esta festividad se hace en las cuatro semanas previas, que son las de Adviento, tiempo en el que nos encontramos ahora.
Además de los tiempos litúrgicos, que tienen características propias (llamados tiempos fuertes), hay otras 33 ó 34 semanas a lo largo del año que constituyen el tiempo ordinario (desde que termina el tiempo de Navidad, con la fiesta del Bautismo del Señor, que se celebra el domingo siguiente a la “Epifanía”, que es la celebración de cuando Jesús se muestra como salvador del pueblo, vinculada con la adoración de los Reyes Magos, con la que termina el ciclo de Navidad.
Ahora nos enfocaremos en el Adviento, tiempo en el que revivimos, con la fe, y volvemos hacer presente en la esperanza, la primera venida de Cristo. Descubramos entonces el sentido profundo de este tiempo litúrgico propicio para la meditación y la esperanza.
En cada adviento revivimos, con la fe, y volvemos hacer presente en la esperanza, la primera venida de Cristo en carne, tomada de María, hace más de dos mil años. Y al mismo tiempo este adviento, como todo adviento, nos proyecta y nos hace desear la última venida de Cristo al final de los tiempos en toda su gloria y majestad.
Pero también en cada adviento, si vivimos en clave de amor y de fe, podemos recibir y descubrir la venida de Cristo en cada Eucaristía, que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo; también en el prójimo necesitado, o también descubrir el rostro de Cristo detrás de ese dolor o adversidad de la vida que padece aluna persona.
Cristo continúa viniendo, y el adviento es continuo y eterno. Por ello vivimos en perpetuo adviento. Cristo viene siempre, cada año, cada mes, cada semana, cada día, cada hora y cada minuto. Basta estar atento y no atontado y confundido por las preocupaciones.
Quién llega, a quien esperamos es Jesucristo, nuestro Señor, nuestro Salvador, el Redentor del mundo, el Señor de la vida y de la historia, El Agua viva que sacia nuestra sed de felicidad, de paz de amor; es el Pan de vida que nutre nuestras almas, el Buen Pastor que nos conoce y nos ama y da su vida por todos y cada uno de nosotros, es la Luz verdadera que ilumina nuestro sendero, el Camino hacia la Vida eterna, la Verdad del Padre que no engaña, la Vida auténtica que vivifica.
¿Cómo llega? Llegó hace más de dos mil años en Belén, humilde, pobre, sufrido, puro. Y hoy llega escondido en el trozo de pan y en las gotas de vino en cada Eucaristía, pero que ya no son pan ni vino, sino el Cuerpo sacrosanto y la Sangre bendita de Cristo resucitado y glorioso.
Llega disfrazado en ese prójimo enfermo, pobre, necesitado, antipático, a quien podemos descubrir con la fe límpida y el amor comprensivo. Y llega silencioso, o con estruendo en un accidente, en una enfermedad que no entendemos, en la muerte del ser querido, para recordarnos que Él atravesó también por esas situaciones humanas y les dio sentido hondo y profundo.
¿Por qué llega?, ¿por qué viene a nosotros? Porque quiere hacernos partícipes de su amor y amistad y renovar una vez más su alianza con nosotros. Estas continuas venidas de Cristo a nuestro mundo, a nuestra casa, a nuestra alma, son por amor. No hay otra razón.
¿Para qué viene? Para dar un sentido de trascendencia a nuestra vida, para decirnos que somos peregrinos en este mundo y que, con fe y esperanza, debemos seguir caminando felices porque Él va con nosotros. Llega para enjugar nuestras lágrimas, pero también para agradecernos los detalles de amor que para con Él tenemos a diario con nuestro prójimo necesitado. Llega para hablarnos del Padre, a quien Él tanto ama. Llega para alimentar nuestras ansias de felicidad. Llega para curar nuestras heridas, provocadas por nuestras pasiones aliadas con el enemigo de nuestra alma. Llega para recordarnos que no estamos solos, que Él está a nuestro lado como fortaleza y protección, como sostén.
Pero llega también, para pedirnos nuestras manos, nuestros labios y nuestro corazón, porque quiere que lo demos a conocer y prediquemos sus enseñanzas, por todos los rincones del mundo.
¿A dónde llega? Llega a nuestro mundo sacudido, desorientado y hambriento de paz, de calor, de caridad y de un trozo de pan; llega a nuestras familias, a las divididas como a las que viven en armonía; a nuestros corazones inquietos. Quiere llegar a todos los parlamentos y congresos para dar sentido y moralidad a las leyes que ahí se emanan. Quiere llegar al palacio del rico, como a la choza del pobre. Quiere llegar junto al lecho de un enfermo en el hospital, como también a las fiestas, dónde él no viene a perturbar nuestras alegrías humanas sino a purificarlas y orientarlas. Quiere llegar al mundo de los niños, para cuidar su inocencia y pureza. Quiere llegar al mundo de los jóvenes, para sostenerles en sus luchas y enseñarles lo que es el verdadero amor. Quiere llegar a los adultos para decirles que es posible la alegría y el entusiasmo en medio del trabajo agotador y exhausto de cada día. Quiere llegar a cada familia para llevarles el calor del amor, reflejo del amor trinitario. Quiere llegar al mundo de los ancianos para sostenerles con el consuelo del aliento y la caricia de la sonrisa. Quiere llegar al mundo de los gobernantes para decirles que su autoridad proviene de Dios, que deben buscar el bien común y que deberán dar cuenta de ella.
¿Cuántas veces llega? Si estamos atentos, podemos percatarnos que Cristo viene siempre a nuestra vida. Basta estar con los ojos de la fe bien abiertos, con el corazón despierto y preparado con honestidad, y con las manos siempre tendidas para el abrazo de ese Cristo que sabe venir de mil maneras. Por tanto, podemos decir que siempre es adviento. Es más, nuestra vida debe ser vivida en actitud de adviento: porque Él viene. No vayamos a estar somnolientos y distraídos.
¿Cómo prepararnos? Nos ayudará en este tiempo leer las Sagradas Escrituras, al profeta Isaías, que, con su nostalgia del Mesías, nos prepara para la última venida de Cristo; en los evangelios meditar a san Juan Bautista que nos prepara para esas venidas intermedias de Cristo en cada acontecimiento diario y sobre todo en la Eucaristía; y contemplar a María que nos hará vivir, y recordar con fe, ese primer adviento que Ella vivió con tanta esperanza, amor y silencio, para poder abrazar a ese Niño Jesús sencillo, envuelto en pañales y recostado en un pesebre.
Adviento, es tiempo de gracia y bendición porque llega Dios. Abrámosle la puerta y Él entrará y cenará con nosotros y nosotros con Él. Y nos hará partícipes de su amor y felicidad. Que así sea.