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Consuelo para los que sufren.

Consuelo para los que sufren

Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, y la enfermedad es la expresión más frecuente y más común del sufrir humano. Por lo que debemos mantenernos atentos y firmes en nuestra fe, puesto que las experiencias del mal, de las enfermedades, del sufrimiento y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser una tentación para dejarla de lado, para alejarnos de Dios.

Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte y en estos momentos de pandemia, podemos sentirnos agobiados, temerosos, desconsolados. Pero, debemos tener en cuenta que el sufrimiento se transforma cuando estamos conscientes de que, en esos momentos. Dios está cerca de nosotros. El que sufre con sabiendo esto, no es una carga para los demás, sino que, con su sufrimiento ofrecido a Dios, contribuye a la salvación de todos*. Es por eso que Jesucristo quiso redimirnos a través del dolor. Y quien sufre generosamente y ofrece su dolor, recibe paz interior y alegría espiritual.

Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se conmueve por los enfermos, sino que hace suyas sus penas: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17). Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios y anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (Isa 53,4-6) y quitó el «pecado del mundo» (Jn 1,29), del que la enfermedad es una consecuencia.

Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces nos hace a su imagen y nos une a su pasión redentora. Por ello, el sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda, por ello debemos estar conscientes que nuestra vida, nuestra alabanza, nuestra oración, nuestro trabajo y también nuestro sufrimiento, se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquirien un valor nuevo.

Si somos observadores, podemos darnos cuenta que el sufrimiento revela a las personas su verdadera identidad. “La enfermedad hace que el hombre caiga de su pedestal de arrogancia y se descubra tal y como es: un pobre desvalido, necesitado de la ayuda de Dios. Y es por ello que, con frecuencia, como dijo San Juan Pablo II, “La enfermedad conduce a cambios radicales en la relación de una persona con Dios” Por ello muchas personas que probablemente no se acercarían a Cristo si estuvieran sanos, se acercan a Dios al enfermar. Y hay algo más con la enfermedad, cuando se acepta con amor, nos acerca a Jesucristo.

Desde el lecho de la enfermedad, del dolor, cuando se ve sufrir a un ser querido o en los momentos duros de la vida, podemos pensar que Dios se ha olvidado de nosotros. Pero, hoy te recuerdo querido oyente, que ¡Nadie está solo frente al sufrimiento! Dios siempre estará con nosotros, Él lo prometió como leemos en Mt 28,20. Esa promesa da sentido a todos los momentos de la vida, en las alegrías como en los de sufrimiento y de la muerte. Si llegara a brotar la tentación del desaliento recuerda querido oyente, lo que Dios le dijo Isaías: “En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré” Isaías 49, 8. Los enfermos están llamados a unir su dolor a la Pasión de Cristo y así, anunciar el Evangelio de la esperanza. Los hombres que conviven con el sufrimiento pueden, con Jesús como su Señor y Salvador en su corazón, ser testigos de su amor y convertirse en medio de sus sufrimientos, en portadores de paz para los demás.

“Son muchos los milagros que el Señor realiza en los cuerpos de los enfermos, pero son más y más importantes los que realiza en sus almas.

 

El Evangelio nos ha transmitido numerosos ejemplos del trato de Jesús con los enfermos: recordemos al ciego Bartimeo que menciona Mc 10,46 ss, en donde leemos que “Se encontraba a la salida de Jericó y se acercó a Jesús, que le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? Y le contestó: Maestro, quiero recobrar la vista. Jesús le dijo: Puedes irte; por tu fe has sido sanado. Y en aquel mismo instante el ciego recobró la vista.  Nos damos cuenta que hubo una condición, tuvo fe. Lo mismo en el caso de la hemorroisa que nos cuenta Lc 8, 40 ss, que también se acercó a Jesús con fe y sanó; y el hombre que tenía una mano tullida que estaba en la sinagoga, del cual leemos Mt 12, 9 ss; y la mujer encorvada a la que sanó en una sinagoga en sábado, de la que leemos en Lc 13, 11 ss; también los diez leprosos que nos presenta Lc 17, 12 ss, que fueron sanados cuando ivan a presentarse a los sacerdotes en el templo, de los que solo uno volvió para agradecerle a Jesús. Pero debemos estar plenamente seguros de que el tiempo de los milagros no ha pasado, Jesús sigue actuando cuando acudimos a Él con fe.

Es frecuente que los cristianos creamos que Cristo nos puede sanar, pero, cuando enfermamos, tal vez perdemos la fe y dudamos que nos quiera sanar.

Pero debemos tener fe, creer que puede hacerlo. Porque Cristo puede y quiere sanar, a tí o a algún enfermo que tengas cerca, como hizo con los enfermos que sanó de los que nos hablan los  Evangelios.

Si buscas recuperar la salud, puedes ofrecer tu enfermedad por la Iglesia, por sus miembros; por el perdón de los pecados, por la conversión de muchas personas que están alejadas de Dios, y hacerlo conscientes del valor salvífico que tiene nuestro sufrimiento unido a la cruz del Señor.

La cruz no debe cambiar, lo que debe cambiar es nuestra actitud. La cruz, y todo lo que significa, dificultades, enfermedad, sufrimiento, muerte; es propio de la vida; la diferencia está en llevarla con Cristo o sin Él. “Los bienes sin Cristo son males, y los males con Cristo son bienes.

Hagamos lo que nos corresponda para mantenernos sanos, pero también pongamos nuestra fe en acción, y en oración pidamos a Dios “salud” tanto del cuerpo como del alma. Que Dios nos la conceda.

 

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