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JESÚS NOS DA SU PAZ

JESÚS NOS DA SU PAZ.

En el mundo siempre vamos a tener dificultades, obstáculos, confrontaciones y problemas de todo tipo. Por eso el Señor Jesús sabiendo que lo que necesitamos es paz para enfrentar esas situaciones y además para disfrutar la vida plena y abundante que él vino a darnos, siempre saludó diciendo Shalom, que significa la paz esté contigo. Pero a los suyos les dijo: “La paz les dejo, mi paz les doy.” Jn 14,27ª

Y es tan importante la paz que el Señor da, pues es necesaria para que cumplamos bien la misión a la que nos envió, por eso fue lo primero que les dijo a sus apóstoles cuando se les apareció por primera vez, después de haber resucitado, como leemos en Jn 20,19, en donde dice “Jesús se colocó en medio de ellos y les dijo, la paz esté con ustedes. Y les repitió, la paz, esté con ustedes. Como el padre me envió, así yo los envío a ustedes.”

La Paz que Cristo da, es paz interior, es la paz del alma. Se fundamenta en la fe, la esperanza y la caridad y puede ser que tengamos que vivirla en medio de grandes pruebas, y dificultades, como sucedió a Jesucristo. La paz de Cristo es la tranquilidad interior del alma que está más allá de las circunstancias exteriores. Cristo la da a quienes somos sus discípulos para fortalecernos ante las dificultades y oposiciones que también vamos a padecer cuando queramos presentar a Jesús y sus enseñanzas. Es una paz que fortalece interiormente, sobre todo en medio del sufrimiento, porque es un símbolo de la continua presencia del Espíritu Santo en nosotros y es también el anuncio de la victoria final y de la vida eterna que comienza a ser vivida con la presencia de Dios en nosotros, que nos da la certeza que Dios está con nosotros, por lo tanto, que no tenemos por qué temer. Por eso, para hablar de la Buena Nueva como nos manda Jesús, debemos tener la paz del Señor en nuestro corazón.

Para conocer un poco más de este saludo del Señor, debemos entender primero, que su deseo es “que disfrutemos de su paz”, como de todas sus bendiciones. La paz es una de las promesas que Jesús hizo a sus discípulos más íntimos en la última cena, promesa que se vería realizada después de su resurrección. En esa ocasión les dijo: “Les he dicho esto para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación, pero confíen, yo he vencido al mundo.” Podemos notar que aun cuando la promesa fue realizada en la última cena de Pascua de Jesús, celebrada con sus apóstoles, no se cumplió de inmediato y debemos tenerlo en cuenta cuando el Señor nos prometa algo, pues como dice Hab 2,3b: “Aunque parezca que demora en llegar, espéralo; porque es seguro que llegará y no tardará.”  Recuerda que Dios siempre cumple sus promesas.

El Señor por medio de su pasión y resurrección, venció hasta la muerte, para darnos la victoria, pero para que disfrutemos la vida nueva que nos da, debemos tener paz en nuestro corazón, como quedó de manifiesto cuando, después de la resurrección, Jesús se presentó delante de los apóstoles y les dijo con el tono afectuoso de otras ocasiones: “La paz sea con vosotros, reciban la paz.” Aquí se refería a Su paz, la que dejó como regalo y que no significa solamente la ausencia de conflictos o la tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, pues contiene todos los dones. Esa paz significa plenitud de bendición, fruto del amor y según dice la Biblia, sólo Dios la puede conceder y Jesús la da, por ser Su Hijo, “el príncipe de paz” Is 9,6.  Por eso, en aquel momento, con ese saludo amigable se esfumaron el temor y la vergüenza que pesaban sobre los apóstoles por haberse comportado con cobardía durante la pasión, pues, a través del saludo con su expresión acogedora, se volvió a crear el ambiente de intimidad en el que Jesús les transmitió su propia paz. Y ese mismo sentimiento de relación íntima con Jesús, es el que tenemos cuando disfrutamos de Su paz.

Desear la paz, en hebreo Shalom, es la forma usual de saludo entre los hebreos. Y según vemos en sus cartas, los apóstoles siguieron usando ese mismo saludo; y también los primeros cristianos, como consta en muchas inscripciones. La Iglesia también lo utiliza en la liturgia en determinadas ocasiones, por ejemplo, antes de la comunión, el sacerdote que está celebrándola desea a los presentes la Paz del Señor, que es la condición para participar dignamente del santo sacrificio.

A lo largo de los siglos, los cristianos han sabido poner una intención profunda en ese saludo impregnándolo de sentido sobrenatural que caló en el pueblo y han sido durante generaciones vehículo para hacer el bien y signo externo de una sociedad que tiene corazón cristiano.

Pero parece que en nuestros días se ha perdido esa huella de Dios en el saludo habitual, pero, puede ser de gran utilidad para nuestra vida interior poner especial empeño en reavivar y mantener el sentido cristiano del saludo y de la despedida, al desear la paz a nuestro prójimo. Eso contribuirá a mantener la presencia de Dios en nuestras vidas y el deseo de nuestro corazón de que también permanezca en el en los demás.

Si nos acostumbramos a saludar así a la persona con quien nos encontremos, podremos con facilidad y sencillez elevar nuestro trato con los demás, pues será consecuencia de la presencia de Jesús en nosotros. Pongamos atención a esto sin perder su sentido sobrenatural en lo habitual de cada día, es decir, que ese saludo deseando la paz no se vuelva solamente una fórmula. Nuestro deseo de paz debe brotar del corazón que sabe que fue Jesús quien nos dio su paz y es la que queremos que los demás disfruten. Por ello, imitando a Jesús, nuestro saludo debe ser: “Que la paz del Señor esté contigo.”

Decía San Gregorio Nacianceno: “Nos debería dar vergüenza excluir el saludo de La Paz que el Señor nos dejó cuando iba a dejar este mundo.” Sea cual sea nuestro saludo habitual, desear la paz a los demás, siempre será motivo para vivir mejor la fraternidad con los demás, para rezar por las personas y darles también alegría, como hizo el Señor Jesús con sus discípulos.

“En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”, dijo Isabel a la Virgen María, Lc 1,44. Ese sobresalto de alegría que sintió Isabel, destaca el don que puede encerrarse en un simple saludo cuando parte de un corazón lleno de Dios. Y es que las tinieblas de la soledad y la tristeza que oprimen a un alma pueden ser borradas por nuestra sonrisa o palabra amable, cuánto más, cuando esa palabra amable es el saludo que Jesús nos enseñó y debemos transmitir a los demás.

Shalom, Que La Paz sea contigo, ese saludo ordinario del pueblo hebreo recobra, en boca de Jesús, su sentido más profundo, pues la paz era uno de los dones mesiánicos por excelencia, es decir es uno de los dones que tendría el Mesías que llegaría. Y es característico que Jesús con frecuencia despedía a quienes les había hecho algún bien con estas palabras: Vete en paz. Y a los discípulos les encargó una misión de paz, les dijo: “En la casa en la que entren, digan primero: Paz a esta casa.” Lc 10,6.  Él ordena que, como sus seguidores, transmitamos paz, porque desear la paz a los demás, promoverla a nuestro alrededor, es un gran bien humano. Y cuando está animado por el amor, es también un gran bien sobrenatural. Pero, para que podamos comunicarla, es una condición tener paz en nuestra alma. Además, es señal de que Dios está en nosotros pues la paz es uno de los frutos del Espíritu Santo, como dice Gal 5,22-23: El Espíritu produce amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio.” San Pablo exhortaba con frecuencia a los primeros cristianos a vivir con paz y alegría. Él dice en Co 13,11: hermanos, estén alegres, sigan progresando, anímense, tengan un mismo sentir y vivan en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes.”

La paz verdadera es fruto de la santidad, del amor de Dios, de la lucha que supone el no dejar que se apague este amor por nuestras tendencias desordenadas y por nuestros pecados. Cuando se ama a Dios el alma se convierte en un árbol bueno que se da a conocer por sus frutos agradables. Las acciones que lleva a cabo revelan la presencia del Espíritu Santo. Y en cuanto causan un gran gozo espiritual, se llaman frutos del Espíritu Santo, que son mencionados también por San Pablo en Fil 4,7: La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús.” Esa paz es la misma que Jesucristo deseó a los apóstoles y a los cristianos de todos los tiempos y que tú puedes disfrutar aun en medio de la tribulación.

La Paz verdadera es tranquilidad en el orden, orden entre Dios y tú, orden entre tú y los demás. Si mantenemos ese orden, tendremos paz y podremos comunicarla. El orden con Dios supone el deseo firme de sacar de nuestra vida todo pecado y el de poner a Cristo como centro de nuestra existencia. El orden con los demás lleva en primer lugar, a vivir con esmero, las relaciones de justicia en las obras, en las palabras y en los pensamientos, pues la paz es obra de la justicia, como dice Is 32,17 y más allá de la justicia, la misericordia, que nos moverá en tantas ocasiones a ayudar, a consolar y a sostener a quienes lo necesitan.

Además, donde hay amor a la justicia, existe respeto a la dignidad de la persona, no se busca el propio capricho o la propia utilidad, sino el servicio a los hombres, en los que vemos a Dios y allí se encuentra la paz. El Señor nos ha dejado la misión de pacificar la Tierra, comenzando por poner paz en nuestra alma, en la familia, en el lugar donde trabajamos y así contribuiremos eficazmente a que cesen rencores y discordias y se creará entre las personas, un clima de colaboración y de entendimiento mutuo.

La Paz en la familia, en la comunidad, no consiste solo en la ausencia de peleas y discusiones, la paz consiste en la armonía que lleva a colaborar en actividades de intereses comunes. La paz verdadera lleva a ocuparnos de los demás, de sus proyectos, de sus intereses, pero también de sus penas. El Señor desea que formemos en nuestro corazón deseos de paz y de concordia en medio de este mundo que parece alejarse cada vez más de esa paz, porque los hombres en ocasiones no quieren tener a Dios en su corazón. Por eso, a nosotros los cristianos, Jesús nos pide que dejemos paz y alegría por donde pasemos.

Los primeros cristianos ayudaron a muchos a encontrar el sentido de su existencia al llevar paz a la familia y a la sociedad en la que se desenvolvía su vida. En muchas inscripciones de aquella época se puede encontrar el saludo con que invocaban y se deseaban la paz. Esa paz que es de Dios y que permanecerá en la Tierra mientras haya hombres de buena voluntad, como dijo la multitud de los ejércitos celestiales que con el ángel que anunció a los pastores el nacimiento del Señor, alababan a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.»  Lc 2,14.

Una buena parte de nuestra misión de dar a conocer la Buena Nueva, consistirá en llevar la serenidad y la alegría a las personas que nos rodean. Con más urgencia, cuanto mayor sea la inquietud y la tristeza que encontremos a nuestro paso. Por ello, es deber de cada uno de nosotros, como cristianos, llevar paz y felicidad a los distintos ambientes de la Tierra, para levantar e impulsar los corazones secos y dañados hacia Jesús.

Todas las personas deberían recordarnos, a cada uno de los cristianos, como a un hombre o a una mujer que, aunque tuvimos sufrimientos y pruebas como los demás, ofrecimos al mundo una imagen sonriente, amable y serena, porque vivimos como hijos de Dios. El propósito de nuestra oración de cada día podría ser: “Que nadie vea tristeza ni dolor en nuestra cara cuando difundamos por el mundo el aroma del sacrificio de Jesús.” Porque los hijos de Dios debemos ser siempre sembradores de paz y de alegría. Lo cual solo es posible cuando somos conscientes de nuestra identidad de hijos de Dios. Sabernos hijos de Dios nos dará una paz firme, no sujeta a los sentimientos o los sucesos de cada día y nos dará también la serenidad y la firmeza que necesitemos.

Entonces, gracias a la paz que nos da Jesús, podremos mantener esta disposición abierta y amigable ante los demás, nos estimulará a presentar a Jesús y confiados en los demás dones (amor, alegría, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio) y su respaldo, para luchar:

  • Contra los obstáculos que pongamos a algunas personas, que tienen su base en una visión negativa de los demás.
  • Luchar también contra las asperezas de nuestro carácter, que indican falta de corrección.
  • Así como luchar contra el egoísmo, que nos centra en nosotros mismos y
  • Y contra la comodidad, que nos lleva al desinterés por los demás y su salvación eterna.

Obstáculos serios todos estos, para nuestra misión evangelizadora.

El deseo sincero de paz que el Señor pone en nuestro corazón nos debe llevar a evitar todo aquello que causa división y desaliento, como son los juicios negativos sobre los demás, las murmuraciones, las críticas y las quejas, porque recuerda, “Jesús en medio de sus discípulos les dijo, la paz esté con ustedes. Y les repitió, la paz, esté con ustedes. Como el padre me envió, así yo los envío a ustedes.”

Entonces debemos entender con esto, que la paz que Jesús nos da es un regalo para que lo disfrutemos, pero también para que, con su paz en nuestros corazones, vayamos por el mundo, entiéndase a las gentes que no le conocen, para que lo presentemos y les demos a conocer el plan de salvación que llevó a cabo con su pasión, muerte y resurrección, por amor a la humanidad, a cada persona; y al conocerlo, tengan una relación con Él y también reciban, con el perdón y la salvación, el regalo de su paz.

Vive disfrutando de las bendiciones que recibes con la vida nueva que Jesús da, y ve, con paz y amor, a compartir con tu prójimo, los dones que has recibido.

Que así sea para bendición de muchos y para gloria de Dios.