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JESÚS ES NUESTRO SALVADOR Y SEÑOR

Jesús nuestro Salvador

Decimos en nuestra profesión de fe, el Credo, que Jesús es el Hijo de Dios que se hizo hombre en el seno de la Santísima Virgen María, por obra y gracia del Espíritu Santo y que padeció y murió para pagar así el castigo que merecíamos por haber pecado contra Dios Padre, lo que significa que creemos que Jesús es “nuestro Salvador”.

En la Biblia se le identifica como el Emanuel, que significa: «Dios con nosotros», o «el Salvador», como leemos en Mt 1,20-21 que dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» y los versos 22 y 23 agregan «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta: “La virgen quedará encinta y tendrá un hijo, al que pondrán por nombre Emanuel” (que significa: “Dios con nosotros”)»; y aun cuando Jesús era un nombre común entre los judíos (p.ej. el hijo de Eliézer que menciona Lc 3,29; y otro que menciona San Pablo en Col 4,11), ese es el nombre que le fué dado al Hijo de Dios en la encarnación como “su nombre personal,” en obediencia a la orden dada por el ángel a José.

Las Escrituras también muestran que sus palabras y acciones eran salvíficas, pues anunciaban el poder del misterio pascual, es decir el misterio de su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos; ya que Él se entregó por nosotros a fin de liberarnos de toda maldad y prepararse un pueblo limpio, totalmente entregado a la práctica del bien, que es lo que espera de nosotros, sus seguidores, como dice San Pablo en Tit 2,11-14: “Dios ha mostrado su bondad, al ofrecer la salvación a toda la humanidad. Esa bondad de Dios nos enseña a renunciar a la maldad y a los deseos mundanos, y a llevar en el tiempo presente una vida de buen juicio, rectitud y piedad, mientras llega el feliz cumplimiento de nuestra esperanza: el regreso glorioso de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se entregó a la muerte por nosotros, para rescatarnos de toda maldad y limpiarnos completamente, haciendo de nosotros el pueblo de su propiedad, empeñados en hacer el bien.” 

Entonces, si reconocemos que Jesús con su sangre pagó por nuestra libertad y rompió las ataduras de pecado que nos tenían esclavizados y murió por nosotros, eso significa que somos suyos, por lo que, agradecidos, debemos empeñarnos en hacer el bien para agradarlo, porque debemos reconocer que la miseria humana, la desgracia o la pena que padecemos, son signos evidentes de nuestra debilidad y de nuestra necesidad de salvación. Por eso celebramos la Eucaristía, la Misa, que es el memorial de la pasión del Señor, para que tengamos siempre presente que murió en nuestro lugar, para darnos vida, y vida plena y abundante como dijo Jesús en Jn 10,10b, y San Pablo dice en 1Tim 1,15 “Es cierta y digna de ser aceptada por todos, esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores.”  Por ello, reconociendo que somos pecadores, lo identificamos como nuestro Salvador.

Hay muchísimos otros textos bíblicos que nos manifiestan que Jesús es nuestro Salvador, pero con los expuestos, notamos que, quienes se refieren a Jesús como Salvador, reconocen en Él al Mesías que vino a liberarnos del pecado y sus consecuencias, como lo confirma nuestra propia experiencia, pues no podemos negar lo que ha sucedido en nuestra vida cuando le reconocemos como nuestro Salvador: “nos libró de las ataduras del pecado y nos dio una nueva vida.”  

Sabemos que el plan de Dios consiste en redimirnos y devolvernos la libertad que habíamos perdido por haber desobedecido sus enseñanzas y mandamientos. Podemos decir entonces, con convicción, que Jesús es nuestro salvador, pero, reconocerlo como nuestro SEÑOR no es tan sencillo, puesto que eso implica que reconozcamos que tiene autoridad sobre nosotros. 

El título De SEÑOR también abunda en el Nuevo Testamento, donde los discípulos más cercanos de Jesús lo describen así, cuando le atribuyen los milagros que lo identifican como el Hijo de Dios enviado para salvar a la humanidad.

Como SEÑOR se le designa generalmente en los evangelios, como en Mr 16,19, en donde leemos: “Después de conversar con sus discípulos, Jesús, el Señor, ascendió al cielo y se sentó junto a Dios, en el lugar de honor”; también en una docena de veces más en el Evangelio de Lucas, y unas pocas en el de Juan.

En Hch 20,21 Pablo le reconoce como Señor cuando menciona los dos elementos importantes de su predicación: “He instado a judíos y no judíos a volverse a Dios y a creer en Jesús, nuestro Señor.”

En las epístolas también hace referencia a Jesús como Señor nuestro. Doce veces en Ro, nueve en la 1Co, tres en la 2Co, dos en Gal, cinco en Ef, una en Col, siete en la 1 Tes, seis en la 2 Tes, cinco en la 1 Tim, y dos en la 2 Tim. Y también aparece una vez en Heb.

Entre estas, en Ro 1,3 dice San Pablo: “El Evangelio de Dios es el mensaje que trata de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.” Y otra cita se encuentra en Ro 4,24 ahí dice: “Nosotros seremos aprobados por tener fe en el que resucitó de entre los muertos a Jesús, nuestro Señor.”

San Pedro también lo reconoce como Señor en 2 Pe 1,2 en donde leemos: Que la gracia y la paz abunden cada vez más en ustedes por el conocimiento de Dios y de Jesús, nuestro Señor.”

En el «Catecismo de la Iglesia Católica» podemos percibir la admirable unidad del misterio de Dios y de su propósito de salvación, así como el lugar central de Jesucristo, enviado por el Padre, y hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen María por el Espíritu Santo, para ser nuestro Salvador. Por eso la oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en el saludo, cuando decimos: «el Señor esté con ustedes», o al final de las oraciones a Dios Padre, al decir: «te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.» Incluso en la exclamación «Maranatha» del Ap 22,20, que significa «¡Ven Señor Jesús!»  

Toda la vida de Cristo revela al Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar, por eso dice en Jn 14,9,: «Quien me ve a mí, ve al Padre». Y en Lc 9,35, el Padre dijo: «Este es mi Hijo amado; escúchenlo» Y si Dios le reconoce como su Hijo, es también nuestro Señor, a quien debemos honrar y obedecer.

Otra manifestación de que se reconoce a Jesucristo como nuestro Señor, es la forma tradicional en la que se invoca al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador. Jesús insiste en esta petición en su nombre en el momento mismo en que promete que enviará al Defensor, como leemos en Jn 15,26: “Cuando venga el Abogado que les enviaré a ustedes desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio en mi favor.” Eso sucedió con Isabel, que al escuchar el saludo de María se maravilló porque el niño en su seno, dio saltos de gozo, y fue llena del Espíritu Santo; y con gran clamor dijo: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” Lc 1,43.

Entonces, Jesús, el Hijo de Dios que se hizo Siervo, que con su sacrificio nos salvó y nos concedió el perdón de nuestros pecados, es también el Señor, el Sumo Sacerdote que ruega por nosotros y es el que escucha nuestra oración.

Estas son algunas de las razones que encontramos en las Sagradas Escrituras y confirmadas por el Ministerio de la Iglesia en el Catecismo, para que comprendamos que no se debe creer solamente por fe, sino también por medio de la razón, ya que la razón exige que el hombre se rinda a la ley moral por propia convicción, y que reconozca como su Señor, a Jesucristro el Hijo de Dios, la fuente originaria de todo lo intelectual, moral y físico.

Si hemos reconocido a Jesús como nuestro Salvador, debemos entonces reconocerle también como nuestro Señor, lo que nos compromete a honrarle y obedecerle, no por obligación, sino como reconocimiento que merece por su bondad, misericordia, amor y tantas otras cualidades el Hijo de Dios y Señor nuestro. 

Algo más, en la Biblia, el título de Señor, designa ordinariamente a Dios soberano y Jesús se lo atribuye a sí mismo, revelando así su soberanía divina, mediante su poder sobre la naturaleza al caminar sobre las aguas, multiplicar los panes, calmar la tormenta, curando enfermedades; mediante su poder sobre los demonios, al expulsarlos de los poseídos; y perdonar los pecados, pues solo Dios puede hacerlo; y también manifestó su poder sobre la muerte, al resucitar a los muertos y sobre todo con su propia resurrección, con la que manifestó que es Señor de la vida y de la muerte. 

Por ello, las primeras confesiones de fe cristiana proclaman que el poder, el honor y la gloria que se deben a Dios Padre, se le deben también a Jesús, a quien le ha dado el nombre sobre todo nombre. Él es el Señor del mundo y de la historia, el único a quien el hombre debe someter de modo absoluto su libertad.

Yahveh en hebreo y Kirios en griego, traducen el mismo término: “Dios, Señor soberano.” Lo interesante es que el término Kirios, se atribuye a Dios Padre y a Jesús, por lo que se les atribuye la misma divinidad. Es importante aclarar todos esos puntos, porque en el lenguaje habitual, el término “señor”, tiene otra connotación, lo utilizamos como un término de cortesía, que no tiene nada que ver con el sentido bíblico. 

El término Kirios o “Señor” subraya el poder, soberanía y autoridad, y Jesucristo se lo atribuye a si mismo cuando dice: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy.” Jn 13,13.

 La Escritura subraya también que Tomás exclamó: ¡Mi Señor y mi Dios!” Jn 20, 28. Y cuando los discípulos, después de la resurrección, están en la barca pescando y lo ven a la distancia Entonces el discípulo a quien Jesús quería mucho, le dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Jn 21,7ª,  De igual manera, nosotros estamos llamados a confesar a Jesucristo como nuestro Señor.

Los signos litúrgicos de la primitiva comunidad cristiana, así le confesaron, especialmente San Pablo en Fil 2,6-11 que dice: Aunque Cristo siempre fue igual a Dios, no insistió en esa igualdad. Al contrario, renunció a esa igualdad, y se hizo igual a nosotros, haciéndose esclavo de todos. Como hombre, se humilló a sí mismo y obedeció a Dios hasta la muerte: ¡murió clavado en una cruz! Por eso Dios le otorgó el más alto privilegio, y le dio el más importante de todos los nombres, para que ante él se arrodillen todos los que están en el cielo, y los que están en la tierra, y los que están debajo de la tierra; para que todos reconozcan que Jesucristo es el Señor y den gloria a Dios el Padre. 

Aquí se manifiesta su encarnación, su condición humana, la pasión y muerte y que ha sido resucitado y glorificado para que toda lengua proclame que Jesucristo es Señor. Estamos llamados, por tanto, a proclamar el señorío de Jesucristo y al mismo tiempo a participar de su señorío, porque Él quiere que nosotros también tengamos autoridad sobre la vida, sobre nosotros mismos, sobre la creación.

Que el Señor nos de sabiduría para que ese señorío lo utilicemos para bendición nuestra y de nuestro prójimo, pero sobre todo para gloria de Dios Padre y de Jesucristo su Hijo y Señor nuestro.

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