LO IMPORTANTE ES AMAR
LO IMPORTANTE ES AMAR
Jesús no tiene la más mínima duda que para llegar al reino de Dios la única respuesta adecuada es el amor y que el modo de ser y de actuar de Dios debe ser el programa de vida para todos. Dios, que es compasivo, está pidiendo de sus hijos una vida inspirada por la misericordia, por la caridad. En sus enseñanzas Jesús manifestó que es lo que más le agrada, como cuando en Mt 5,43-48 manda amar incluso a los enemigos. Ahí dice: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores. Así serán hijos de su Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos. Si ustedes aman sólo a quienes los aman, ¿qué premio merecen? También hacen lo mismo los recaudadores de impuestos. Si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? También hacen lo mismo los paganos. Por tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo..”
Otro ejemplo lo tenemos en 1Jn 3,14 que expone la enseñanza que recibió de Jesús, cuando escribe: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte. Más adelante, en 1Jn 4,20-21 leemos: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano.” Entiéndase aquí hermano como prójimo.
Para podernos llevar al Padre y hacer así posible nuestra condición de hijos, Jesús se ha hecho nuestro hermano como dice San Pablo en Rom 8,29: “A los que de antemano Dios había conocido, los destinó desde un principio a ser como su Hijo, para que su Hijo fuera el primero entre muchos hermanos.”; y en Heb 2, 17, leemos: “Jesús tenía que hacerse igual en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote fiel y compasivo en su servicio a Dios, y para obtener el perdón de los pecados de los hombres por medio del sacrificio.
El perdón gratuito de Dios es expresión de su amor, como manifestó Jesús con su entrega al sufrimiento que padeció en su pasion hasta la muerte en la cruz para pagar por nuestros pecados, y esto debe ser el modelo de nuestro comportamiento con el prójimo. Esto significa que debemos construir nuestra vida como la quiere Dios. Pero esto solo es posible si hacemos del amor nuestra conducta destacada para todos, en todo lugar y circunstancia.
Jesús habla repetidamente en sus parábolas de la compasión, del perdón, de la acogida a los perdidos y a los alejados, de la ayuda a los necesitados. Pero también presentó el amor como la ley fundamental y decisiva al asociar íntimos e inseparables dos mandatos: el amor a Dios y al prójimo.
Jesús utiliza los términos agape “amor” y agapan “amar”, aunque, por lo general se refería al amor de manera más específica, decía por ejemplo que debemos “compadecernos” del que sufre; “perdonar” al que nos ha ofendido; “dar de beber al sediento”, “ayudar al necesitado”; con esto nos manda a poner el amor en acción, manifestarlo con hechos.
Cuando se le pregunta a Jesús cuál es el primero de todos los mandatos, responde en primer lugar, el mandato que los judíos repetían todos los días al recitar al comienzo y al final del día la oración del Shemá que se encuentra en el Dt 6,4-5: “El primer mandato es: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas»”. Y enseguida añadió otro mandato que está en el Lv 19,18: “El segundo es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos»” Mr 12,29-31.
El mandato del amor es el más importante por lo que no se encuentra en el mismo plano que los demás mandatos, porque si un mandato no nace del amor o va contra el amor, no tiene sentido; no sirve para que vivamos como Dios quiere.
Jesús establece una estrecha conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Son inseparables, pues no es posible amar a Dios y desentenderse del hermano. Para buscar la voluntad de Dios, lo básico no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir las necesidades en la vida de los demás y entonces, por amor y con amor, satisfacerlas.
No es aceptable adorar a Dios en el templo y olvidar a los que sufren; el amor a Dios que separa al prójimo es mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios. Debe quedarnos claro entonces que el amor a Dios y al prójimo es la esencia de la ley.
En dos libros escritos en el siglo II a. C, el libro de los Jubileos y el Testamento de los Doce patriarcas leemos: “Teman y adoren a Dios, y que cada cual ame a su hermano con misericordia y justicia. Ama al Señor en tu vida entera y ámense unos a otros con un corazón sincero”; “Amen al Señor y al prójimo, tengan piedad del débil y del pobre”.
Pero Jesús no confundió el amor a Dios y el amor al prójimo, como si fueran una misma cosa. El amor a Dios no puede quedar reducido a amar al prójimo, ni el amor al prójimo significa que sea, en sí mismo, amor a Dios. El amor a Dios tiene una primacía absoluta, es decir debe ser lo más importante en nuestra vida, y no puede ser reemplazado por nada. Es el primer mandato y no se disuelve en la solidaridad humana. Debemos entonces considerar que lo primero es amar a Dios y esto implica que debemos tener la certeza de que Él nos ama por lo que todo lo que desea y permite en nuestra vida es para nuestro bien, como dice San Pablo en Ro 8,28: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes le aman, de quienes él ha llamado de acuerdo con su propósito.” Debemos entonces confiar en su perdón y aceptar su señorío para entrar en su reino y conocer su voluntad que se encuentra en las Sagradas Escrituras y ser obediente y vivir de acuerdo a ellas.
Por otra parte, Jesús no pensó transformar el amor al prójimo en una especie de amor indirecto a Dios. Él era concreto y realista, cuando amó y ayudó a la gente, lo hizo porque sufría y necesitaba ayuda, y curaba porque le dolía el sufrimiento de la gente enferma. Si somos sus seguidores debemos actuar como Él, dar agua al sediento porque tiene sed; dar de comer al hambriento para que no muera; vestir al desnudo para que se proteja del frío.
Quienes se sienten hijos de Dios lo aman con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Este amor, significa docilidad, disponibilidad total y entrega a un Padre que ama sin límites e incondicionalmente a todos sus hijos. Por ello no es posible amar a Dios sin desear lo que él quiere, y sin amar incondicionalmente a quienes él ama. El amor a Dios hace imposible vivir encerrado en uno mismo, indiferente al sufrimiento de los demás.
Por eso no es extraño que Jesús le atribuya al prójimo una enorme importancia. No se limitó a recordar el mandato: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sino que lo explica con lo que se llamamos la “regla de oro”: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten”. (Lc 6,31 // Mt 7,12 y en el Evangelio [apócrifo] de Tomás 25,1-2.) Esta regla ya era conocida en el judaísmo. En el libro de Tobías, escrito el siglo II a.C., se encuentra en forma negativa: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti”. Por la misma época, un libro hebreo dice: “Que nadie haga a su prójimo lo que no quiere que le hagan a él” (Tobías 4,15; Testamento de Neftalí 1,6).
Amar al otro “como a ti mismo” significa sencillamente amarle como deseamos ser amados.
Con las versiones de la “regla de oro” que circulaban en el judaísmo, formulada de manera negativa, se corría el riesgo de reducir el amor a “no hacer daño” al prójimo. Jesús la presentó de manera positiva: “Traten a los demás como quieren que los traten a ustedes”. De esta forma, la manifestación del amor no consiste en “no hacer daño”, sino en tratar al otro lo mejor posible, aunque eso nos cause problemas. Basta recordar que Jesús padeció para librarnos del castigo por haber pecado, para darnos libertad y una vida nueva, plena.
Por amor Jesús repitió esta regla de comportamiento, aun cuando no respondía a lo que la gente esperaba, como cuando dijo: “Al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra”; o “invita a los que no te pueden corresponder”. Lc 6,29 y Lc 14,13
Si queremos lo mejor para nosotros, la “regla de oro” nos pone a buscar el bien de los demás, “Amar al prójimo” como Jesús enseñó, esto significa que nuestra actitud siempre debe ser de disponibilidad, servicio y atención a la necesidad de los demás, en resumen, hacer por ellos todo el bien que podamos.
En la parábola del buen samaritano se describe la actuación de aquel hombre que, conmovido por el dolor ajeno, se acerca al herido y hace por él cuanto puede: desinfecta sus heridas con vino, las cura con aceite, lo venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él y está dispuesto a pagar lo que haga falta. (Lc 10,34-35).
Jesús anhela unas relaciones nuevas regidas no por el interés propio o la utilización de los demás, sino por el servicio al que más sufre. Su llamada es clara y concreta. Acoger el reino de Dios no es un símbolo, es vivir el amor al prójimo en toda situación, porque solo se vive como hijo o hija de Dios viviendo de manera fraterna con todos.
Dejamos reinar a Dios en nuestra vida cuando sabemos escuchar con disponibilidad total a su llamada escondida en cualquier persona necesitada. En el reino de Dios, toda criatura humana, aun la que nos parece más despreciable, tiene derecho a experimentar el amor de los demás y a recibir la ayuda que necesita para vivir dignamente. y esto es la forma de mostrarles el amor de Dios.
La llamada al amor siempre atrae y seguramente muchos acogían con agrado el mensaje de Jesús, pero no esperaban oírle hablar de amar a los enemigos. Para quienes vivían la cruel experiencia de la opresión romana y los abusos de los más poderosos, sus palabras eran un auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con convicción algo tan absurdo como: “Amen a sus enemigos, oren por los que los persiguen, perdonen setenta veces siete, a quien los hiere en una mejilla, ofrézcanle también la otra”.
El pueblo judío creía en el Dios de Israel como un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo les recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. Que el Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo comprobar una y otra vez pues Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Debemos recordar, que las Escrituras nos dicen que solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.
Sin embargo, cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos, tuvieron una gran crisis, porque ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses de Asiria y Babilonia? ¿Entender de otra manera a Dios? La respuesta la encontraron al comprender que Dios no había cambiado; eran ellos los que se habían alejado de él desobedeciendo sus mandatos, y Yahvé-Dios seguía siendo grande y dirigió sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su “enemigo,” su justicia, y se sirvió de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado; permitiendo que los enemigos de su pueblo los dominara con violencia.
El autor del Levítico expone en términos terribles esta teología de un Dios violento que dirige la historia con su poder destructor. “Si siguen mis leyes, y cumplen mis mandamientos y los practican… Les daré bienestar en el país, y dormirán sin sobresaltos, pues yo libraré al país de animales feroces y de guerras. Ustedes harán huir a sus enemigos, y ellos caerán a filo de espada ante ustedes… Pero si ustedes no me obedecen ni ponen en práctica todos estos mandamientos, Yo me pondré en contra de ustedes, y serán derrotados por sus enemigos; serán dominados por aquellos que los odian (Lv 26,3.6-7.14,17).
Pasaron los años y el pueblo empezó a pensar que el pecado ya había sido expiado con creces. Las esperanzas que se despertaron en el pueblo al volver del destierro habían quedado frustradas. La invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma eran, según ellos, una injusticia cruel e inmerecida. Algunos hablaban de una “violencia apocalíptica” en la que Dios intervendría de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza, sin darse cuenta que ellos mismos habían actuado en contra de esa alianza.
En tiempos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza violenta de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo intervendría, cómo lo haría, qué ocurriría cuando llegara con su poder castigador, porque todos esperaban a un Dios vengador. Desde los salmos, que recitaban pidiendo la salvación, hablaban de la “destrucción de los enemigos”. Esta era la súplica unánime: “¡Dios de la venganza, Yahvé, Dios vengador, manifiéstate! ¡Levántate, juez de la tierra, y da su merecido a los soberbios!” (Sal 94,1-2)
En ese clima respaldado por las Escrituras, todo invitaba a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Decían con el Sal 139,21-22: “Señor, ¿cómo no voy a odiar a los que te odian, y despreciar a los que se levantan contra ti? ¡Los odio con toda mi alma!, ¡los considero mis enemigos!”.
Ese odio se alimentaba, sobre todo, entre los esenios de Qumrán. “Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza” era como un principio fundamental para sus miembros. En una regla de la Congregación se pedía a sus miembros: “amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su suerte en el designio de Dios, y odiar a todos los hijos de las tiniebIas”.
Según el historiador judío Flavio Josefo, los esenios, al entrar en la comunidad formulaban el terrible juramento de “odiar… siempre a los injustos y luchar en el bando de los justos” (La guerra judía n, 139). El trasfondo oscuro del odio aparece en diversos textos donde se invita al “odio eterno contra los varones de corrupción” o a “la cólera contra los varones de maldad”. Excitados por este odio, se preparaban para tomar parte en la guerra final de “los hijos de la luz” contra “los hijos de las tinieblas”.
En Qumrán se excluía de la comunidad esenia a cojos, ciegos, sordos, mudos, dementes y menores, probablemente porque no podían tomar parte en esa guerra. Jesús, por el contrario, los acogía porque no preparaba a nadie para la guerra y el odio, sino para la paz y el amor; y hablaba un lenguaje nuevo y sorprendente, y con un mensaje que dejaba claro que: “Dios no es violento, sino compasivo; que ama incluso a sus enemigos; que no busca la destrucción de nadie. Que su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Que Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos”, y “Hace salir su sol sobre buenos y malos, así como manda la lluvia sobre justos e injustos” (Lc 6,35 y Mt 5,45).
Y que Dios no restringe su amor solo hacia quienes le son fieles, Él hace el bien incluso a los que se le oponen. Y no reacciona ante los hombres según su comportamiento y tampoco responde a su injusticia con injusticia, sino con amor.
Jesús al contemplar la creación constató que Dios es bueno con todos. Su experiencia fue que Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Por eso no procedió según las expectativas mesiánicas que hablan de un Dios guerrero o de un enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel y no creyó tampoco en las fantasías de los apocalípticos, que anunciaban castigos catastróficos para cuantos se le oponían.
Jesús decía que no hay que alimentar odio contra nadie, como hacían los esenios de Qumrán; que Dios no excluye a nadie de su amor y nos motiva a que actuemos como él, y enseñó su conclusión: “Amen a sus enemigos para que sean dignos de su Padre del cielo”. Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir a los “enemigos de Dios”.
Las exclamaciones que se leen contra los enemigos en los Sal 58,11 y 137,8-9 son terribles, dicen: “Goce el justo viendo la venganza, bañe sus pies en la sangre del malvado” – “¡Capital de Babilonia, destructora, dichoso quien te devuelva el mal que nos has hecho! ¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!
En el mundo griego regía, por lo general, el principio enunciado por Platón “Haz el bien a los amigos y el mal a los enemigos” En Séneca encontramos, sin embargo, una exhortación que se acerca de manera sorprendente al pensamiento de Jesús “Si quieres imitar a los dioses, haz el bien a los ingratos, pues el sol sale tambIén para los criminales y los mares están abiertos a los piratas”
Jesús no estaba pensando solo en los enemigos privados que uno puede tener en su propio entorno o dentro de su aldea, pensaba en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. A esta lista puedes agregar a quien te haya causado daño o consideres tu enemigo, porque el amor de Dios busca el bien de todos sin discriminar a nadie. De la misma manera, quien lo obedece no discrimina y busca el bien para todos. Jesús elimina la enemistad dentro del reino de Dios.
No hay en el pensamiento de Jesús una diferenciación entre enemigos personales y enemigos públicos o políticos. Por ello dice en Mt 5,44 “Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen.”
Su Experiencia de Dios lo hizo ver ese amor al enemigo como el camino a seguir para parecerse a Dios, como la manera de ir destruyendo la enemistad en el mundo. Este proceso exige esfuerzo, pues se necesita aprender a expulsar el odio, superar el resentimiento, bendecir y hacer el bien.
Jesús pedía “orar” por los enemigos como un modo concreto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar. En Lc 6,28 dice: “bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los insultan, maldigan o maltratan.” Y en el de Mt 5,44 dice “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen.” Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y difícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amarlo es, más bien, pensar en su bien, hacer lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna. Pero la mejor vida que podemos desear para cualquiera, incluyendo nuestros enemigos, es que se vuelvan a Dios, que dejen su mala conducta y le entreguen su corazón a Jesús que murió para librarnos del castigo y con su sangre derramada limpia los pecados de quien lo reconoce como su Salvador y Señor, por lo que lo que debemos hacer por ellos es orar para que se conviertan, dándole la espalda al pecado para caminar en busca de Jesús, que se dejará encontrar y le mostrará el camino de amor y paz, caminando con él.
Jesús, sin respaldo alguno de la tradición de las Escrituras, enfrentándose a los salmos de venganza que alimentaban la oración de su pueblo, oponiéndose al clima de odio a los enemigos de Israel y rechazando las fantasías apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, enseñó: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odien” (Lc 6,27).
El reino de Dios ha de ser el fin del odio y la enemistad entre sus hijos. Esforcémonos y aprendamos a deshacernos del odio y el resentimiento. Amemos a nuestro prójimo, a todos. Bendigámoslos y hagámosles todo el bien que podamos para mostrar con nuestros actos, el amor que hemos recibido de nuestro Padre celestial y de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, su Hijo, a quien envió para mostrarnos cuanto nos ama, por ello padeció hasta morir en la cruz para liberarnos de la esclavitud del pecado y darnos una vida nueva.
Como lo que enseñó Jesús y confirmó con su testimonio, lo que importa es el amor, por lo que entonces debemos manifestarlo con actos de bondad, a todos. Ama para gloria de Dios y bendición tuya y de los tuyos.