LA CONDUCTA DIFERENTE DE JESÚS
LA CONDUCTA DIFERENTE DE JESÚS
Con una sensibilidad que no era habitual en aquella sociedad patriarcal, Jesús tuvo la costumbre de hablar claramente de las mujeres haciéndolas “visibles” y poniendo en relieve su actuación, como cuando narró la parábola que narra Lc 11,5-8, del “amigo impertinente” que con su insistencia, logró ser escuchado por su vecino, Y luego, según Lc 18,1-8, contó la de la “viuda importuna” que reclamaba tenazmente sus derechos hasta que consiguió que el juez le hiciera justicia .
Mantuvo su balance en el trato de hombres y mujeres cuando narró en Mr 4,3-8 la parábola del “sembrador” que sale a sembrar su semilla, pero también contó la de la “mujer que introduce levadura” en la masa de harina en Lc 13,20 y Mt 13,33. Jesús no hablaba solo de la siembra, trabajo de suma importancia entre aquellos campesinos, sino que también habló de ese otro trabajo que las mujeres hacían antes del amanecer, para que todos pudieran comer pan. Por eso ellas sintieron cercano a Jesús y acogieron su mensaje, se dieron cuenta que Dios estaba introduciendo en el mundo, una fuerza transformadora, algo parecido a lo que ellas hacían al elaborar el pan y las mujeres lo agradecieron, pues por fin, alguien se había fijado en su trabajo.
Jesús quería que todos comprendieran que Dios desea recuperar a los que viven perdidos y no descansará hasta recuperarlos. Por eso narró otras parábolas que sorprendieron de manera especial. La de un padre que sale al encuentro para abrazar a su hijo perdido que vuelve arrepentido; así como la de un pastor que no descansó hasta encontrar su oveja perdida; pero también la de una mujer angustiada que barrió con cuidado toda su casa hasta encontrar la monedita de plata que se le había perdido (Lc 15,4-6; 15,11-32; 15,8-9). Y con esto rompió los esquemas tradicionales, que tendían a presentar a Dios bajo figura de varón. Un padre que acoge a su hijo o un pastor que busca su oveja son metáforas dignas para pensar en Dios. Pero, ¿hablar de una pobre mujer? Para Jesús, esa mujer barriendo su casa es una metáfora digna del amor de Dios por los perdidos. Notamos con esto, que Jesús no se centró en el punto de vista masculino, al poner también a las mujeres como protagonistas de sus parábolas.
Pero no solo en sus parábolas, porque Jesús aprovechó cualquier situación para presentar a las mujeres como modelo de fe, de generosidad y de entrega desinteresada. Una pobre viuda, una enferma crónica o una madre pagana desesperada pueden ser un ejemplo a seguir por todos. Mr 12,41-44 nos habla de una escena conmovedora: Una viuda pobre se acerca calladamente a uno de los cofres de las ofrendas colocados en el recinto del templo, no lejos del patio de las mujeres, donde los ricos están depositando grandes cantidades. Ella echa sus dos moneditas de cobre, las más pequeñas que circulaban en Jerusalén. Su gesto fue observado por Jesús y conmovido, llamó a sus discípulos para enseñarles algo que solo se puede aprender de la gente pobre, les dice: “Esta viuda pobre ha echado más que nadie pues ha echado todo lo que tenía para vivir”. La entrega callada y completa de esta mujer es para Jesús un ejemplo de generosidad y renuncia a todos los bienes. Y eso es precisamente lo que pide a quien quiera ser discípulo suyo.
Mr 5,24-34 narra otro relato de una mujer enferma que se acercó tímidamente a Jesús con la esperanza de quedar curada de su mal al tocar su manto. No conocemos ni su nombre ni su vida. Llevaba muchos años sangrando, en un estado de impureza ritual que la obligaba a apartarse. Solo buscaba una vida más digna y su deseo era tan grande que se gastó en médicos todo lo que tenía. Arruinada, sola y sin futuro, tocó con fe el manto de Jesús y se sintió curada. Jesús deseó saber quién le había tocado, pero no por temor a que una mujer impura le hubiera contaminado. Deseaba que esa mujer no se marchara avergonzada: Tenía que vivir con dignidad. Además, la actuación de esta mujer es un ejemplo de fe y lo que hizo no fue algo inmoral, por eso, cuando “atemorizada y temblorosa” lo confesó, Jesús, con gran afecto y cariño, le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Más sorprendente es todavía el caso de una mujer desconocida de la región pagana de Tiro que narra Mr 7,24-30 cuya hija no solo estaba enferma y desquiciada, sino que vivía poseída por un espíritu inmundo. Angustiada, se acercó a Jesús, y echada a sus pies le rogó una y otra vez que liberara a su hija de aquel demonio. Sin embargo, Jesús le contestó con una frialdad inesperada al responder que fue enviado a las ovejas perdidas de Israel; y no se podía dedicar a los paganos. “Espera primero que se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Los perritos no son parte de la familia, no se sientan a la mesa con los hijos de casa, sino que están bajo la mesa. Jesús empleó el lenguaje habitual de los judíos al referirse a los paganos como “perros”, aunque el uso del diminutivo no suavizó el carácter ofensivo de la expresión.
Pero la mujer no se ofendió; no estaba buscando nada para sí misma, solo deseaba ver a su hija liberada y retomando la imagen empleada por Jesús, le replicó de manera inteligente y confiada: “Sí, Señor; pero también los perritos comen bajo la mesa migajas que dejan caer los niños”. Jesús comprendió que la voluntad de esta mujer coincidía con la de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie, entonces conmovido y admirado por su confianza, le dijo: “Mujer, grande es tu fe; que suceda como tú quieres”. Sorprende que Jesús se dejara enseñar y convencer por ella.
La mujer tenía razón: el sufrimiento humano no conoce fronteras, pues está presente en todos los pueblos y religiones y aunque su misión se limitaba a Israel, la compasión de Dios debía de ser experimentada por todos sus hijos e hijas. En contra de todo lo imaginable, esta mujer pagana ayudó a Jesús a comprender mejor su misión. Jesús renunció a su posición y se dejó convencer por una mujer pagana.
Su experiencia de Dios Padre, defensor de los últimos, y su fe en la llegada de su reinado llevaron a Jesús a comportarse de tal manera que su actuación puso en crisis costumbres, tradiciones y prácticas que oprimían a la mujer, sin embargo, aun cuando no podía suprimir el carácter abrumadoramente patriarcal de aquella sociedad, introdujo bases nuevas, como que nadie podía en nombre de Dios defender o justificar la prepotencia de los varones, ni el sometimiento de las mujeres a su poder patriarcal. Jesús lo cambió todo al promover unas relaciones fundadas en que todas las personas, mujeres y varones, son creadas y amadas por Dios: Él las acoge en su reino como hijos e hijas de igual dignidad.
Jesús ve a todos como personas igualmente responsables ante Dios. Nunca le habló a nadie a partir de su función de varón o de mujer. Por ello no se encuentran en él exhortaciones para concretar los deberes de los varones por una parte y los deberes de las mujeres por otra. Jesús llamó a todos, mujeres y varones, a vivir como hijos e hijas del Padre, sin proponer una especie de “segunda moral” más específica y exclusiva para mujeres y para varones. Es impensable encontrar en Jesús un tratado que regulaba todo lo referente a las mujeres, ni tampoco las exortaciones sobre los deberes domésticos del varón y de la mujer que se hacen en las primeras comunidades cristianas (Col 3,18-4,1; Ef 5,22-6,9; 1 P 3,1-7).
Probablemente, lo que más hacía sufrir a las mujeres no era vivir al servicio de su esposo y de sus hijos, sino saber que, en cualquier momento, su esposo las podía repudiar abandonándolas a su suerte. Aunque este derecho del varón se basaba en lo que dice Dt 24,1: “Si resulta que la mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que no le agrada, le redactará un acta de repudio, se lo pondrá en la mano y la echará de casa”.
Ya antes de nacer Jesús, los expertos de la ley discutían vivamente sobre el modo de interpretar estas palabras. Según los seguidores de Shammai, famoso escriba judío, solo se podía repudiar a la esposa en caso de adulterio; pero según la escuela de Hillel, Famoso rabí judío que vivió cerca del 70 a.C. al 10 d.C, y reconocido como el mejor jurista de su tiempo, bastaba con encontrar en la esposa “algo desagradable”, por ejemplo, que se le había quemado la comida. Y parece que, en tiempos de Jesús, era ésta la tendencia que se iba imponiendo. Más tarde, Rabí Aqiba daría un paso más: para repudiar a la esposa bastaba que al marido le gustara más otra mujer, y mientras los varones con muchos estudios y conocimientos de la Ley discutían, las mujeres no podían defender sus derechos.
En algún momento, le plantearon a Jesús: “¿Puede el marido repudiar a la mujer?” La pregunta es totalmente machista, pues la mujer no tenía posibilidad alguna de repudiar a su esposo. Jesús sorprendió a todos con su respuesta, hasta las mujeres que lo escuchaban no lo podían creer. Dijo si el repudio está en la ley, es por la “dureza de corazón” de los varones y su actitud machista, pero el proyecto original de Dios no fue un matrimonio patriarcal. Dios creó al varón y a la mujer para que sean “una sola carne”, como personas llamadas a compartir su amor, su intimidad y su vida entera en comunión total. Por eso, “lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón”. Mr 10,9.
La posición de Jesús contra el repudio de la mujer por parte del varón está recogida además en Lc 16,18 y Mt 5,32 que dicen: “Todo el que repudia a su mujer, excepto en caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio.” También Pablo en 1 Co 7,10-11 enseñó: “En cuanto a los casados, les ordeno, no yo, sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no se divorcie de su mujer.”
Con esto, Jesús tomó, una vez más, posición a favor de las víctimas, primero poniendo fin al privilegio de los varones para repudiar a las esposas a su antojo y luego exigiendo para las mujeres una vida más segura, digna y estable. Dios no quiere estructuras que generen superioridad del varón y sumisión de la mujer. En el reino de Dios esas estructuras no existen.
Esto es precisamente lo que Jesús promueve dentro de esa “nueva familia” que está formando con sus seguidores al servicio del reino de Dios: “una familia no patriarcal donde todos son hermanos y hermanas.” Una comunidad sin dominación masculina y sin jerarquías establecidas por el varón. Un movimiento de seguidores donde no hay “padre”. Solo el del cielo.
Mr 3,20-21.31-35 narra un episodio significativo en la vida de Jesús. Jesús se encontraba rodeado de un grupo de seguidores sentados a su alrededor, formando con él un grupo bien definido: mujeres y hombres escuchando su palabra y buscando la voluntad de Dios. De pronto avisaron a Jesús de que llegaron su madre y sus hermanos con la intención de llevárselo, pues pensaban que estaba loco, pero se quedaron “fuera”. Mirando en torno suyo y contemplando a quienes consideraba ya su nueva familia, Jesús respondió: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. En esta nueva familia de sus seguidores no había padres. Solo el del cielo.
En el reino de Dios no es posible reproducir las relaciones patriarcales. Todos han de sentarse en círculo en torno a Jesús, renunciando al poder y dominio sobre los demás para vivir al servicio de los más débiles e indefensos.
Lo mismo repitió Jesús en otra ocasión. Los discípulos habían dejado su casa, hermanos y hermanas, padres, madres e hijos; habían abandonado las tierras, que eran su fuente de subsistencia, trabajo y seguridad. Se han quedado sin nadie y sin nada. ¿Qué recibirán? Esta es la preocupación de Pedro y ésta la respuesta de Jesús: “Nadie quedará sin recibir el ciento por uno:, en el presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos… y en el mundo futuro, vida eterna” Mr 10,28-30.
Los seguidores de Jesús encontrarán un nuevo hogar y una nueva familia. ¡Cien hermanos y hermanas, cien madres! Pero no encontrarán “padres”. Nadie ejercerá sobre ellos una autoridad dominante. Ha de desaparecer el “padre”, entendido de manera patriarcal: es decir del varón dominador, amo que se impone desde arriba, señor que mantiene sometidos a la mujer y a los hijos. En la nueva familia de Jesús todos comparten vida y amor fraterno. Los varones pierden poder y las mujeres ganan dignidad. Y esto debe quedar claro sobre todo en este tiempo en el que hay tendencia a sustituir la palabra dignidad por poder. Para acoger el reino del Padre hay que ir creando un espacio de vida fraterna, sin dominación masculina, lo que debe haber es amor y misericordia manifestados en el servicio al prójimo, sea hombre o mujer, servicio de amor que debe proceder tanto del hombre como de la mujer.
Mt 23 1-11 nos transmite unas palabras en las que Jesús ofrece una justificación de esta “ausencia de padre” en su movimiento. Es un texto fuertemente anti-jerárquico donde pide a sus seguidores que no se conviertan en un grupo dirigido por sabios “rabinos”, “padres” autoritarios o “dirigentes” elevados sobre los demás, ahí leemos: “Jesús dijo a la gente y a sus discípulos: “Los maestros de la ley y los fariseos enseñan con la autoridad que viene de Moisés. Por lo tanto, obedézcanlos ustedes y hagan todo lo que les digan; pero no sigan su ejemplo, porque ellos dicen una cosa y hacen otra. Atan cargas tan pesadas que es imposible soportarlas, y las echan sobre los hombros de los demás, mientras que ellos mismos no quieren tocarlas ni siquiera con un dedo. Todo lo hacen para que la gente los vea. Les gusta llevar en la frente y en los brazos porciones de las Escrituras escritas en anchas tiras, y ponerse ropas con grandes borlas. Quieren tener los mejores lugares en las comidas y los asientos de honor en las sinagogas, y desean que la gente los salude con todo respeto en la calle y que los llame maestros.
“Pero ustedes no deben pretender que la gente los llame maestros, porque todos ustedes son hermanos y tienen solamente un Maestro. Y no llamen ustedes padre a nadie en la tierra, porque tienen solamente un Padre: el que está en el cielo.
Ni deben pretender que los llamen guías, porque Cristo es su único Guía. El más grande entre ustedes debe servir a los demás.”
Solo Dios puede llamarse “padre” en la comunidad de Jesús, nadie más. Jesús lo llama “Padre” no para legitimar estructuras patriarcales de poder en la tierra, sino precisamente para impedir que, entre los suyos, alguien pretenda la “autoridad del padre”, reservada exclusivamente a Dios.
Por otra parte, la imagen de Dios Padre que ofrece Jesús tiene rasgos afectuosos y maternales. Es un Dios compasivo que lleva a sus hijos e hijas en sus entrañas, cuida de los seres más frágiles de la creación, y les da cosas buenas, que abraza y besa efusivamente a sus hijos perdidos al recuperarlos vivos. Como deja ver en Lc 11,11-13 en donde dice:“¿Acaso alguno de ustedes, que sea padre, sería capaz de darle a su hijo una culebra cuando le pide pescado, o de darle un alacrán cuando le pide un huevo? Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!”; también en Lc 12,29-32, se lee: “No anden afligidos, buscando qué comer y qué beber. Porque todas estas cosas son las que preocupan a la gente del mundo, pero ustedes tienen un Padre que ya sabe que las necesitan. Ustedes pongan su atención en el reino de Dios, y recibirán también estas cosas” y también en la parabola del padre que recobró al hijo que se encuentra en Lc 15,11-32.
Los niños son, con las mujeres, los más débiles y pequeños de la familia, los menos poderosos y los más necesitados de amor. Para Jesús, ellos han de ocupar el centro en el reino de Dios. En la sociedad judía, los niños eran signo de la bendición de Dios, pero solo eran importantes cuando alcanzaban la edad para cumplir la ley y tomar parte en el mundo de los adultos. Las niñas no eran importantes mientras no tuvieran hijos, y mejor si fueran varones.
Jesús mostró a sus discípulos un mundo nuevo y diferente. Según leemos en Mr 9,33-37, los discípulos discutían sobre el reparto de poderes y autoridad. La llamada de Jesús a acoger a los niños tuvo, al parecer, gran importancia, pues dio lugar a toda una serie de dichos que se encuentran en Juan bajo formas diferentes.
Jesús dijo que en su comunidad de seguidores: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”, tomó a un niño y lo puso en medio del grupo en señal de autoridad. Lo estrechó entre sus brazos con cariño, como si quisiera regalarle su propia autoridad. Los discípulos no sabían qué pensar de aquello, y Jesús lo explicó en pocas palabras: “El que reciba a un niño como este en mi nombre, me está recibiendo a mí; y el que me reciba a mí no me estará recibiendo a mí, sino a aquel que me ha enviado”.
En el movimiento de Jesús eran los niños los más importantes y debían ocupar el centro, porque los niños son los más necesitados de cuidado y de amor; y los demás, los grandes y poderosos, empiezan a ser importantes cuando sirven a los pequeños y débiles.
El pensamiento de Jesús aparece con más claridad todavía, cuando “Llevaron unos niños a Jesús, para que los tocara; pero los discípulos comenzaron a reprender a quienes los llevaban.
Jesús viendo esto dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de Dios. Yo les aseguro que el que no reciba el reino de Dios como niño, no entrará en él”. Y tomó en sus brazos a los niños y los bendijo poniendo sus manos sobre ellos. Mr 10,13-16.
El relato refleja su actitud inconfundible hacia los marginados, excluídos e indefensos en línea con su convicción de que el Reino de Dios pertenece a los necesitados.
El movimiento de Jesús, que preparó y anticipó el reino de Dios, no ha de ser un grupo dirigido por hombres fuertes que se imponen a los demás desde arriba. Ha de ser más bien una comunidad de personas que son como niños que no se imponen a nadie, que entran en el reino porque necesitan cuidado y amor. Una comunidad donde hay mujeres y hombres que, al estilo de Jesús, saben abrazar, bendecir y cuidar a los más débiles y pequeños.
En el reino de Dios, la vida se transmite comenzando con la acogida a los pequeños, a los necesitados de amor y consuelo y ellos se convierten en el centro de la vida. Cuando acogemos a los necesitados, y nos entregamos a ellos para servirles, está llegando el reino de Dios a nuestra vida y con nuestro testimonio lo estaremos mostrando para que ellos también lleguen a él. Esta es una de las grandes enseñanzas de Jesús que debemos hacer nuestra, para honrar y glorificar su nombre. Que así sea.