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|JESÚS TAMBIÉN ACEPTA A LOS PECADORES

|JESÚS TAMBIÉN ACEPTA A LOS PECADORES

Como escuchamos en los programas anteriores, Jesús liberó endemoniados, sanó enfermos y dignificó a los rechazados y discriminados por aquella sociedad que cumplía estrictamente la ley pues consideraban que era la mejor forma de vivir en la tierra santa de Dios sin dejarse asimilar por una cultura extraña. Por eso se presionó el cumplimiento del “código de santidad”, dispuesto por la ley, como una estrategia de separación de lo impuro, lo no santo, lo alejado de Dios. Y todos aceptaban la afirmación central de este código de santidad donde el primer mandato de Dios es: “Sean santos, porque yo, Yahvé, su Dios, soy santo” (Lev 19,2). Y todos entendían la “santidad” como separación de lo impuro.
Ese “código de santidad” generaba una sociedad discriminatoria y excluyente, dividida, y cuando Jesús acogió y estuvo en contacto con quienes eran considerados impuros, escandalizó a los sacerdotes, escribas y fariseos pues el “código de compasión” propuesto por él generó una sociedad compasiva, acogedora e incluyente, incluso hacia esos sectores sin honor y respetabilidad, mostrando que en el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar de la comunidad ya que los impuros y los privados de honor, también tienen la dignidad sagrada de hijos de Dios. Y por esa conducta empezó también a ser discriminado
Sin embargo, no fue la acogida a los impuros lo que provocó más escándalo y hostilidad hacia Jesús, sino su amistad con los pecadores. Nunca había ocurrido algo parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, de amistad y simpatía. Lo que hacía Jesús era inadmisible. El recuerdo que había dejado el Bautista era muy diferente. Recordemos que su labor había sido enfocada a acabar con el pecado que contaminaba a todo el pueblo y ponía en peligro la Alianza con Dios. Ese era el mayor mal y la desgracia más grande para el pueblo de Dios. El pecado estaba irritando a Dios y desencadenando su “ira”, por ello leemos en Mt 3,7-8 que “cuando Juan vio que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: “¡Raza de víboras! ¿Quién les ha dicho a ustedes que van a librarse del terrible castigo que se acerca?” Esa fué la acusación de sus actos, pero a continuación los llama a cambiar de actitud y les dice: “Pórtense de tal modo que se vea claramente que se han vuelto al Señor.” Haciéndoles ver que deben llevar a cabo un cambio radical de conducta.
Con esta llamada a la conversión, Juan hacía ver que nada había más importante que denunciar a los pecadores, recordarles el castigo que los amenazaba y poner en marcha un gran rito de purificación y penitencia para sacarlos de su pecado. Sin embargo, esa conducta firme del Bautista no escandalizó a nadie pues era lo que se esperaba de un profeta defensor de la Alianza del pueblo con Dios.
Pero la conducta de Jesús fue diferente pues no hablaba del pecado como algo que está provocando la ira divina. Al contrario, decía que en el reino de Dios hay también sitio para los pecadores y las prostitutas, y no se dirigía a ellos en nombre de un juez irritado por tanta ofensa, sino que se acercaba a ellos imitando el amor entrañable de su Padre. ¿Cómo podía Jesús acoger a su lado a publicanos y pecadores sin ponerles condición alguna? ¿Cómo un hombre de Dios los podía aceptar como amigos? ¿Cómo se atrevía a comer con ellos? Ese comportamiento fue seguramente el rasgo más provocativo de Jesús. Ningún profeta había actuado así. Y más tarde las comunidades cristianas tampoco se atreverán a tanta tolerancia con los pecadores como muestra San Pablo en su 1 Cor 5,9-11 en donde dice:
“En mi otra carta les dije que no deben tener trato alguno con quienes se entregan a la prostitución. Y con esto no quise decirles que se aparten por completo de todos los que en este mundo se entregan a la prostitución, o son avaros, o ladrones, o idólatras, pues para lograrlo tendrían ustedes que salirse del mundo. Lo que quise decir es que no deben tener trato con ninguno que, llamándose hermano, se entregue a la prostitución, o sea avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón. Con gente así, ni siquiera comer juntos.”
En tiempos de Jesús se llamaba pecadores a un grupo especial y bien reconocible de personas con determinados rasgos sociológicos. No hay que confundirlos con el pueblo ignorante, que, al no conocer los innumerables preceptos de la ley, no los cumplían, al menos en su integridad, ni con tanta gente del campo que, después de caer en estado de impureza, descuidaban los ritos preceptivos de purificación. Tampoco hemos de identificar simplemente a los pecadores de ciertas listas de oficios que eran objeto de desprecio, sobre todo por parte de los sectores fariseos más rigoristas. Para ser considerado “pecador” se debía rechazar al Dios de Israel.
Es decir que los “pecadores” eran más bien personas que habrían transgredido la Alianza deliberadamente, sin que se observara en ellos signos de arrepentimiento. El término “pecadores” en hebreo resha’im ha de ser traducido como “malvados” y no se le aplicaba a cualquiera ese calificativo. Por lo que, eran considerados “pecadores” los que rechazaban la Alianza con Dios desobedeciendo radicalmente la ley: los que profanaban el culto, los que despreciaban el día de la Expiación, los delincuentes, los que colaboraban con Roma en la opresión al pueblo judío, los usureros y estafadores, y las prostitutas. Estos eran considerados como personas que vivían fuera de la Alianza, porque traicionaban a Dios y por ello se consideraban excluidas de la salvación, y se les llamaba “perdidas”. De ellas habla Jesús en sus parábolas de “La oveja perdida”, de “la dracma perdida” y “del hijo perdido” que se encuentran en Lc 15,1-32.
Junto a los pecadores, los Evangelios hablan de otro grupo: “los publicanos”. A Jesús se le acusaba de comer con “pecadores y publicanos”, y al menos un publicano perteneció al grupo de sus amigos más cercanos.
Los “publicanos” que aparecen en los evangelios son los recaudadores que cobraban los impuestos de las mercancías y derechos de tránsito en las calzadas importantes, puentes o puertas de algunas ciudades. Pero no hay que confundir a los grandes recaudadores o “jefes de publicanos”, que habían logrado que se les concediera el control de estos peajes y derechos de aduana en una determinada región. El rico Zaqueo que presenta Lucas como “jefe de publicanos” en la región de Jericó, no era un publicano que se sentaba en el puesto de cobro.
El trabajo de los “publicanos” era considerado como una actividad propia de ladrones y gente poco honesta, y era tan despreciado que a veces se recurría a esclavos para llevarlo a cabo. Éstos son los “publicanos” que encuentra Jesús en su camino. Constituyen un típico grupo de pecadores desprestigiado socialmente: era el equivalente de las “prostitutas” en el campo de las mujeres. Esto explica que Jesús relacione los grupos de “publicanos y prostitutas” en Mt 21,31b en donde dice: “Jesús les dijo a los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos: – Les aseguro que los que cobran impuestos para Roma, y las prostitutas, entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos.”
Jesús escandaliza también por relacionarse con mujeres de mala fama, originarias de los estratos más bajos de la sociedad. En las ciudades de cierta importancia, las prostitutas trabajaban en pequeños burdeles regidos por esclavos; la mayor parte eran también esclavas, vendidas a veces por sus propios padres. Pero las que vagaban por las aldeas eran casi siempre mujeres repudiadas o viudas sin protector, que se acercaban a fiestas y banquetes en busca de clientes y pueden ser éstas quienes se acercaban a las comidas que se organizaban para Jesús.
Esto es lo que más escandalizó. No era verlo en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino que se sentara con ellos a la mesa. Las comidas con “pecadores” son uno de los rasgos más sorprendentes y originales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus contemporáneos y de todos los profetas y maestros del pasado. Los pecadores fueron sus compañeros de mesa y los publicanos y prostitutas se alegraban de su amistad. Es difícil encontrar algo parecido en alguien considerado por todos como un “hombre de Dios” y es por ese detalle que se considere este gesto como el más central y significativo de Jesús. Sin duda es un gesto simbólico pero provocativo, buscado intencionadamente por Jesús con el que generó una reacción inmediata contra él, como vemos en Mr 2,16 en donde leemos: “Los escribas de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, empezaron a decir a sus discípulos ¿Por qué come con publicanos y pecadores? ¿No guarda las debidas distancias? ¡Qué vergüenza ¿Cómo puede comportarse así? Y después de las críticas, llegaron las acusaciones, el rechazo y el descrédito: “Ahí tienen a un comilón, bebedor de vino, amigo de pecadores y de los que cobran impuestos para Roma” Lc 7,34.
Ese tema es explosivo. Sentarse a la mesa con alguien siempre era una prueba de respeto, confianza y amistad, por lo que no se comía con cualquiera; cada uno debía comer con los suyos porque compartir la misma mesa quiere decir que se pertenece al mismo grupo, por tanto, se marcan las diferencias con otros. Los gentiles comían con los gentiles, los judíos con los judíos, los varones con los varones, las mujeres con las mujeres; los ricos con los ricos; los pobres con los pobres. En casi todas las culturas, la comida es una especie de “microcosmos” que nos descubre cómo es esa sociedad. Lo que se come, la forma de comer, con quién y dónde se come, son datos que indican las relaciones, los grupos, las tradiciones y la naturaleza de esa sociedad. Por ello no se comía con cualquiera ni de cualquier manera. Y menos cuando se quiere observar la santidad propia del verdadero Israel. Por ejemplo, en la secta de Qumrán, la comida era el centro de la vida comunitaria; ningún extraño a la comunidad podía tomar parte en ella; y los miembros se sometían a rigurosas purificaciones antes de sentarse a la mesa; la comida transcurría según un detallado ritual que fijaba el lugar de cada uno según la estructura jerárquica de la comunidad. Otro ejemplo vemos en los sectores radicales de los fariseos, en donde los comensales se lavaban previamente las manos, excluían a los ritualmente impuros y se aseguraban de que se había pagado el diezmo de todos los alimentos que se iban a servir. Con estas reglas de la mesa, cada grupo excluía a los extraños, consolidaba su propia identidad y manifestaba su visión del verdadero Israel.
Y es por eso que Jesús sorprende a todos al sentarse a comer con cualquiera. Su mesa estaba abierta a todos: nadie debía sentirse excluido. No hacía falta ser puro y tampoco era necesario limpiarse las manos. La práctica de lavarse las manos antes de comer no es una ley mandada por Dios en las Escrituras. En tiempos de Jesús probablemente se estaba extendiendo entre ciertos grupos más fanáticos, pero no parece que fuera causa de controversias serias. Y Jesús compartió su mesa con gente poco respetable; incluso con pecadores que habían olvidado la Ley, no excluyó a nadie. En el reino de Dios todo debe ser diferente: la misericordia debe sustituir a la santidad, por lo que no hay por qué reunirse en torno a mesas separadas pues el reino de Dios es una mesa abierta donde pueden sentarse a comer hasta los pecadores.
Esta apertura de Jesús es la que más tarde llevó a las comunidades cristianas a acoger en su seno a los paganos. Jesús quería comunicar a todos lo que él vivía en su corazón cuando se sienta a la mesa con publicanos, pecadores, mendigos, enfermos recién curados o gentes indeseables y de dudosa moralidad: les contó la parábola de un hombre que organizó una gran cena y no descansó hasta ver su casa llena de invitados para que disfrutaran de ella. Dijo: “Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: “Venid, que ya está todo preparado”. Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: “He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses”. Y otro dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses”. Otro dijo: “Me acabo de casar y por eso no puedo ir”. Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces el dueño de la casa, airado, dijo a su siervo: “Sal enseguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, a ciegos y cojos”. Dijo el siervo: “Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio”. Dijo el señor al siervo: “Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa”. La parábola se encuentra en Lc 14,16-24 y Mt 22,2-13.
Jesús comenzó a hablar de una “gran cena” organizada por un hombre rico y con medios. Como es natural, no invitó a cualquiera. Llamó a los suyos: amigos ricos e influyentes. El banquete servirá para estrechar más los lazos de amistad y solidaridad entre ellos.
Los que están escuchando a Jesús sabían que ellos nunca podrían tomar parte en un banquete de tanta categoría. El hombre rico convida a todos con suficiente antelación. Así habrá tiempo para cuidar los preparativos, y los convidados podrán ir conociendo más detalles de la fiesta y de los invitados que asistirán a ella. Llegado el día, el señor envía de nuevo a su siervo para confirmarles la invitación: “Todo está ya preparado. Pueden ir viniendo”. Este era un gesto de cortesía que se acostumbraba entre gentes muy ricas.
Sorprendentemente, todos sin excepción comienzan a excusarse. No presentan razones consistentes. Uno dice que ha comprado un campo y quiere ir a verlo, pero, ¿quién compra un campo en aquella tierra tan desigual sin conocer antes cómo es y qué se puede sembrar en él? Otro se disculpa porque ha comprado diez bueyes y quiere ir a probarlos, pero ¿quién compra unos bueyes sin comprobar su fuerza y ver si pueden trabajar bajo el mismo yugo? Otro afirma que se acaba de casar y, naturalmente, no puede acudir, pero, ¿no lo sabía ya cuando, días antes, recibió la invitación? El siervo comprobó que nadie iría a la fiesta. ¿Cómo se atrevían a humillar así al señor que los invitó dejándolo solo? ¿Tan importantes eran sus negocios e intereses? Algo de esto piensan, tal vez, quienes están escuchando a Jesús: si ellos recibieran un día una invitación parecida, seguro que la aprovecharían.
El rico de la parábola reacciona de forma inesperada. Habrá banquete por encima de todo. De pronto se le ha ocurrido una idea insólita. Invitará a los que nunca invita nadie: “a los pobres y lisiados, a los ciegos y los cojos”, gentes miserables que no le pueden aportar nada.
En la comunidad de Qurnrán se excluye precisamente de la asamblea a “todo el que esté contaminado en su carne, cojo, ciego, sordo, mudo o contaminado en su carne con una mancha visible a los ojos” (lQRegla de la Congregación II, 5-22).
Para llamarlos, el siervo tendrá que adentrarse por plazuelas y callejones de los barrios pobres de la ciudad, alejados de la zona reservada a la elite. Los oyentes escuchan sorprendidos a Jesús y piensan: ¿Qué va a ser esa cena donde se rompen todas las normas exigidas por el honor y el código de pureza? Y su sorpresa será pronto mayor, pues Jesús continuó diciendo: al ver que todavía había sitio, el señor da una orden asombrosa: el siervo saldrá fuera de la ciudad, por “los caminos y las cercas” que separan las propiedades para llamar a toda esa gente que vive como puede junto a las murallas, los forasteros y gentes de mala reputación, que no pertenecen a la ciudad y tampoco son campesinos. El siervo los tiene que “obligar a entrar” en la casa, pues jamás se hubieran atrevido a penetrar en la ciudad hasta el barrio residencial de la elite.
¿Qué está diciendo Jesús? ¿A quién se le puede ocurrir hacer un banquete abierto a todos, sin listas de invitados, sin normas de honor y códigos de pureza, donde se admite incluso a desconocidos? – ¿Será así el reino de Dios? ¿Una mesa abierta a todos sin condiciones: hombres y mujeres; puros e impuros; buenos y malos? ¿Una fiesta donde Dios se verá rodeado de gente pobre e indeseable, sin dignidad ni honor alguno?
El mensaje de Jesús era tan seductor que resultaba increíble. Pero Jesús habla con fe total: Dios es así. No quiere quedarse eternamente solo en medio de una “sala vacía”. Está preparada una gran fiesta abierta a todos, porque a todos siente él como amigos y amigas, dignos de compartir su mesa. El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indeseables y pecadores puedan disfrutar junto a él. Jesús lo estaba ya viviendo. Por eso celebraba con gozo cenas y comidas con los que la sociedad despreciaba y marginaba. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios!
Y esto va también para nosotros. Pero debemos considerar que, para entrar a la presencia de Dios, luego de conocer su amor y apertura para con todos, debemos dejar todo aquello que el Buen Señor nos muestre no es lo que desea en nuestra vida. Por ello estableció normas y mandamientos que se encuentran en la Sagrada Escritura y como Padre amoroso nos da a conocer los dos caminos, el de bendiciones para quienes obedecen sus normas y mandamientos y las consecuencias para quienes las desobedecen, que se encuentran en el Dt 28, y más adelante hace ver que la decisión es nuestra, como lo fué de aquellos invitados que no quisieron participar de la cena preparade por el hombre rico, dice el Dt 30,19-20a: “En este día pongo al cielo y a la tierra por testigos contra ustedes, de que les he dado a elegir entre la vida y la muerte, y entre la bendición y la maldición. Escojan, pues, la vida, para que vivan ustedes y sus descendientes; amen al Señor su Dios, obedézcanlo y séanle fieles, porque de ello depende la vida de ustedes y el que vivan muchos años.”
Esto nos hace ver la gran importancia de conocer esas instruciones de Dios, por lo que debemos leer, estudiar y meditar la Biblia, pues solo así pordemos vivir de acuerdo a la voluntad de Dios que desea solamente nuestro bien.
Ahora bien, no se trata de cumplir por obligación, ya que al aceptar la invitación del Señor Jesús y acercarnos a Él, lo conoceremos, y al conocerlo empezaremos a amarlo pues nos daremos cuenta de que Él es amor y todo cuanto hace por nosotros y con nosotros es para nuestro bien, entonces cumpliremos las normas y mandamientos dados por nuestro Padre Celestial, sabiendo que con ello no solamente estaremos preparándonos para vivir bien desde este mundo, al vivir así estaremos también agradando a Dios,
No solamente estaremos preparándonos para vivir bien desde este mundo, disfrutando de su Amistad y de todo cuanto tiene para darnos, que son cosas mucho más valiosas de lo que que el mundo nos ofrece, como son: fe, amor, paz, libertad, gozo verdadero y dones, con los que podremos trabajar sirviendo a los demás de la mejor forma que podamos, sin buscar solamente nuestro bien, sino mostrando misericordia y compasión al compartir con los necesitados lo que de Dios hemos recibido.
Al vivir así estaremos también agradando a Dios, para que, al final de nuestros días en esta tierra, cuando seamos juzgados, nos diga: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Mt 25,21 y 23. Que así sea.

 

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