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JESÚS SE PREPARA PARA SU MISIÓN 2ª parte

JESÚS SE PREPARA PARA SU MISIÓN 2ª parte

Faro de Luz 1204

Durante el siglo I la conciencia de vivir alejados de Dios, la necesidad de conversión y la esperanza de salvarse en el “día final” llevaba a muchos a buscar su purificación en el desierto, eso generó entre los judíos el deseo de purificación, por lo que se generó una sorprendente difusión de la práctica de ritos purificatorios y con ello la aparición de diversos movimientos bautistas. Se han descubierto “estanques” y pequeñas “piscinas” de uso privado o público, del tiempo de Jesús, que servían para las purificaciones. Algunas estaban excavadas en la roca y contaban con sistemas de canalización para recoger el agua de la lluvia o de algún manantial cercano.
Juan pues, no era el único que bautizaba. A menos de veinte kilómetros del lugar en que él bautizaba se encontraba el “monasterio” de Qumrán, donde una numerosa comunidad de “monjes” vestidos de blanco y obsesionados por la pureza ritual practicaban a lo largo del día baños y ritos de purificación en pequeñas piscinas dispuestas especialmente para ello. La atracción del desierto como lugar de conversión y purificación debió de ser muy intensa. El historiador Flavio Josefo informa de que “un tal Banus, que vivía en el desierto, llevaba un vestido hecho de hojas, comía alimentos silvestres y se lavaba varias veces de día y de noche con agua fría para purificarse”.
Pero, el bautismo de Juan y, sobre todo, su significado, eran nuevos y originales. Ese no era un rito practicado de cualquier manera. Para empezar, no lo realizaba en estanques o piscinas, como se hacía en el “monasterio” de Qumrán o en los alrededores del templo, sino en la corriente del río Jordán, lo cual no era algo casual. Juan quería purificar al pueblo de la impureza radical causada por su maldad y sabía que, cuando se trata de impurezas muy graves y contaminantes, la tradición judía exigía emplear no agua estancada o “agua muerta”, sino “agua viva”, un agua que fluye y corre.
A quienes aceptaban su bautismo, Juan los sumergía en las aguas del Jordán. Su bautismo es un baño completo del cuerpo, no una aspersión con agua ni un lavado parcial de las manos o los pies, como se acostumbraba en otras prácticas purificatorias de la época. Su nuevo bautismo apunta a una purificación total. Por eso mismo se realiza solo una vez, como un comienzo nuevo de la vida, y no como las inmersiones que practicaban los “monjes” de Qumrán varias veces al día para recuperar la pureza ritual perdida a lo largo de la jornada.
Pero todavía tenía algo más original. Hasta la aparición de Juan no existía entre los judíos la costumbre de bautizar a otros. Se conocía gran número de ritos de purificación e inmersiones, pero los que buscaban purificarse siempre se lavaban a sí mismos. Juan fue el primero en atribuirse la autoridad de bautizar a otros. Por eso precisamente lo empezaron a llamar “bautista”. Esto le da a su bautismo un carácter singular. Por una parte, creaba un vínculo estrecho entre Juan y los bautizados. Las purificaciones que se practicaban entre los judíos eran cosa de cada uno, ritos privados que se repetían siempre que se consideraba necesario. El bautismo del Jordán era diferente. Ser sumergidos por el Bautista en las aguas vivas del Jordán significaba aceptar su llamada e incorporarse a la renovación de Israel. Por otra parte, al ser realizado por Juan y no por cada uno, el bautismo aparece como un don de Dios. Era Dios mismo el que concedía la purificación a Israel, y Juan solo era su mediador.
Se ve en esa actuación del Bautista un recuerdo de su función sacerdotal, pues en los ritos purificatorios del templo, los sacerdotes actuaban como mediadores de Dios.
El bautismo de Juan se convierte así en signo y compromiso de una conversión radical a Dios. El gesto expresaba solemnemente el abandono del pecado en que está sumido el pueblo y la vuelta a la Alianza con Dios. Esta conversión debía producirse en lo más profundo de la persona y traducirse en un comportamiento digno de un pueblo fiel a Dios, y como cuentan Lc 3,8 y Mt 3,8 el Bautista pide “frutos dignos de conversión”. Esta “conversión” es absolutamente necesaria y ningún rito religioso puede sustituirla, ni siquiera el bautismo. Entre los judíos se conocía muy bien el término “conversión”, que significa “retorno” o “vuelta”, e indica la respuesta a la llamada que tantas veces habían hecho al pueblo los profetas: “Vuélvanse a Dios”.
Sin embargo, este mismo rito creaba el clima apropiado para despertar el deseo de una conversión radical. Hombres y mujeres son bautizados por Juan en el río Jordán mientras confiesan en voz alta sus pecados, como describe Mr 1,5.
Es un bautismo individual: cada uno asume su propia responsabilidad. Sin embargo, la confesión de los pecados no se limita al ámbito del comportamiento individual, sino que incluye también los pecados de todo Israel. Se asemejaba a la confesión pública de los pecados que hacía todo el pueblo cuando se reunía para la fiesta de la Expiación.
El “bautismo de Juan” era mucho más que un signo de conversión puesto que incluía el perdón de Dios. No bastaba el arrepentimiento para hacer desaparecer los pecados acumulados por Israel y para crear el pueblo renovado en el que piensa Juan. Él proclamaba un bautismo de conversión “para el perdón de los pecados” Mr 1,4. Este perdón concedido por Dios a aquel pueblo completamente perdido era probablemente lo que más conmovía a muchos. A los sacerdotes de Jerusalén, por el contrario, los escandalizó: el Bautista estaba actuando al margen del templo, despreciando el único lugar donde era posible recibir el perdón de Dios, por lo que la pretensión de Juan era inaudita: ¡Dios ofrecía su perdón al pueblo, pero lejos de aquel templo corrompido de Jerusalén!
Cuando Jesús se acercó al Jordán, se encontró con un espectáculo conmovedor: gentes venidas de todas partes se hacían bautizar por Juan, confesando sus pecados e invocando el perdón de Dios. No había entre aquella muchedumbre sacerdotes del templo ni escribas de Jerusalén. La mayoría era gente de las aldeas; entre ellos también se veían prostitutas, recaudadores y personas de conducta turbia. Se respiraba allí una actitud de “conversión”. La purificación en las aguas vivas del Jordán significba el paso del desierto a la tierra que Dios les ofrecía de nuevo para disfrutarla de manera más digna y justa. Los bautizados entraban en las aguas desde la parte oriental del “desierto” para salir por la otra orilla a la “tierra prometida”, donde se estaba formando el nuevo pueblo de la Alianza.
Juan no estaba pensando en una comunidad “cerrada”, como la de Qumrán; su bautismo no era un rito de iniciación para formar un grupo de elegidos. Juan lo ofrecía a todos. En el Jordán se estaba iniciando la “restauración” de Israel y los bautizados volvían a sus casas para vivir de manera diferente, nueva, como miembros de un pueblo renovado, preparado para acoger la ya inminente llegada de Dios.
Juan no se consideró nunca el Mesías, solo el que iniciaba la preparación, la cual contaba con un proceso de dos etapas bien diferenciadas. El primer momento sería el de la preparación y Él era su protagonista, tenía como escenario el desierto y giraba en torno al bautismo en el Jordán que era el gran signo que expresaba la conversión a Dios y la acogida de su perdón. La segunda etapa que tendría lugar ya dentro de la tierra prometida, no estaría protagonizada por el Bautista, sino por una figura misteriosa de la que Juan dice: “Yo, en verdad, los bautizo con agua; pero viene uno que los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Él es más poderoso que yo, que ni siquiera merezco desatarle la correa de sus sandalias.” Lc 3,16.
El bautista no habla con claridad quién va a venir exactamente después de él. Sin duda es el personaje central de los últimos tiempos, pero Juan no lo llama Mesías ni le da título alguno. Solo dice que es “el que ha de venir”, y el que es “más fuerte” que él, en Mr 1,7 y Mt 11,3. Ese personaje llegará para hacer realidad su juicio y su salvación. Él llevará a su desenlace el proceso iniciado por el Bautista, conduciendo a todos al juicio o la restauración, que es el destino elegido por unos y otros con su reacción ante el bautismo de Juan.
En la segunda etapa, lo primero sería, un gran juicio purificador, el tiempo de un “bautismo de fuego”, que purificará definitivamente al pueblo, eliminando la maldad e implantando la justicia. El Bautista veía cómo se iban definiendo dos grandes grupos: los que, como el rey Antipas y sus cortesanos, no escuchaban la llamada al arrepentimiento y los que, llegados de todas partes, habían recibido el bautismo e iniciaban una vida nueva.
Juan utiliza imágenes agrícolas muy propias de un hombre de origen rural. Imágenes que, sin duda, impactaban a los campesinos que lo escuchaban. Él veía a Israel como la plantación de Dios que necesita una limpieza radical con la que se elimina todo lo inútil, talando y quemando los árboles que no dan frutos buenos. (Lc 3,9 y Mt 3,10) Solo permanecerán vivos y en pie los árboles que dan fruto: la auténtica plantación de Dios, “el verdadero Israel”. Juan se vale también de otra imagen: Israel es como el campo de un pueblo donde hay de todo: grano, polvo y paja. Se necesita una limpieza a fondo para separar el grano y almacenarlo en el granero, y para recoger la paja y quemarla en el fuego. Con su juicio, Dios eliminará todo lo inservible y recogerá limpia su cosecha (Mt 3,12).
El gran juicio purificador desembocará en una situación nueva de paz y de vida plena. Para ello no basta el “bautismo del fuego”. Juan espera además un “bautismo con espíritu santo” (Mr 1,8; Lc 3,16 y Mateo 3,11) con la que Israel experimentará la fuerza transformadora de Dios, la efusión vivificante de su Espíritu. Con él, el pueblo conocerá la vida digna y justa en una tierra transformada y vivirá una Alianza nueva con Dios. La muerte del Bautista tuvo que causar gran impacto. Con él desaparecía el profeta encargado de preparar a Israel para la venida definitiva de Dios. Todo el proyecto de Juan quedaba interrumpido. No había sido posible siquiera completar la primera etapa. La conversión de Israel quedaba inacabada. ¿Qué iba a pasar ahora con el pueblo? ¿Cómo iba a actuar Dios? Entre los discípulos y colaboradores de Juan todo fue inquietud y desconcierto.
Jesús reaccionó de manera sorprendente. No abandonó la esperanza que animaba al Bautista, sino que la radicalizó hasta extremos insospechados. No siguió bautizando como otros discípulos de Juan, que continuaron su actividad después de muerto. Dio por terminada la preparación que el Bautista había impulsado hasta entonces y transformó su proyecto en otro nuevo. Nunca puso en duda la misión y autoridad de Juan, pero inició un proyecto diferente para la renovación de Israel. En Jesús se fue despertando una convicción: “que Dios iba a actuar en esta situación desesperada de un modo insospechado.” La muerte del Bautista no sería el fracaso de los planes de Dios, sino el comienzo de su acción salvadora. Dios no abandonará al pueblo. Al contrario, es entonces cuando revelará todavía mejor su misericordia.
Jesús comenzó a verlo todo desde un horizonte nuevo. Había terminado ya su tiempo de preparación en el desierto. Empezará la entrada definitiva de Dios. Lo que Juan esperaba para el futuro empezó a hacerse realidad. Comenzaron unos tiempos que no pertenecían a la vieja época de la preparación, sino a una nueva era. Había llegado ya la salvación de Dios.
No fue solo un cambio de perspectiva temporal lo que contemplaba Jesús. Su intuición creyente y su confianza total en la misericordia de Dios le llevaban a transformar de raíz lo esperado por Juan. Terminada la preparación del desierto, al pueblo le aguardaba, en la lógica del Bautista, un gran juicio purificador de Dios, un “bautismo con fuego”, y solo después, su irrupción transformadora y salvadora por medio del “bautismo del Espíritu”. Jesús comenzaba a verlo todo desde la misericordia de Dios. Lo que empezaba para ese pueblo que no había podido llevar a cabo su conversión por medio del bautismo de Juan, no es el juicio de Dios, sino el gran don de su salvación. Y es en esta situación desesperada, en la que el pueblo conocerá la increíble compasión de Dios, no su ira destructora.
Pronto comenzó Jesús a hablar un lenguaje nuevo al decir que está llegando el “reino de Dios”. No había que seguir esperando, sino acogerlo. Lo que a Juan le parecía algo todavía alejado, estaba ya entrando; y desplegaría su fuerza salvadora. Había que proclamar a todos esta “Buena Noticia”. El pueblo debía convertirse, pero la conversión no consistiría en prepararse para un juicio, como pensaba Juan, sino en “entrar” en el “reino de Dios” y acoger su perdón salvador.
Y Jesús lo ofrece a todos. No solo a los bautizados por Juan en el Jordán, también a los no bautizados. No desaparece en Jesús la idea del juicio, pero cambia totalmente su perspectiva. Dios llega para todos como salvador, no como juez. Pero Dios no fuerza a nadie; solo invita. Su invitación puede ser acogida o rechazada. Cada uno decide su destino. Unos escuchan la invitación, acogen el reino de Dios, entran en su dinámica y se dejan transformar; otros no escuchan la buena noticia, rechazan el reino, no entran en la dinámica de Dios y se cierran a la salvación. Esto mismo es lo que hace hoy con nosotros, nos invita a entrar en Su Reino por medio de Jesús, y a cada uno nos corresponde decidir si lo aceptamos o lo rechazamos.
Jesús abandonó el desierto, que ha sido escenario de la preparación, y se desplaza a la tierra habitada por Israel a proclamar la salvación que se ofrece ya a todos con la llegada de Dios. Las gentes no tendrán ya que acudir al desierto como en tiempos de Juan. Será él mismo, acompañado de sus discípulos y colaboradores más cercanos, el que recorrerá la tierra prometida. Su vida itinerante por los poblados de Galilea y de su entorno será el mejor símbolo de la llegada de Dios, que viene como Padre a establecer una vida más digna para todos sus hijos.
Con Jesús, el personaje al que Juan llamaba “el más fuerte”, todo empezó a ser diferente. El temor al juicio dejó paso al gozo de acoger a Dios, amigo de la vida. Ya nadie teme ni habla de su “ira” inminente. Jesús invitaba a la confianza total en un Dios Padre amoroso. No solo cambió la experiencia religiosa del pueblo, también se transformó la figura misma de Jesús. Nadie lo veía ya como un discípulo o colaborador del Bautista, sino como el profeta que proclamaba con pasión la llegada del reino de Dios.
Apliquemos a nuestra vida lo escuchado en este tema, retirémonos de lo cotidiano y dejemos que nuestro espíritu sea renovado por la acción del Espíritu Santo de Dios. Eso hará que realicemos o confirmemos conscientemente la Alianza que Dios hizo con nosotros en nuestro bautismo, y disfrutemos de la vida plena y abundante que Jesús vino a darnos. Que así sea.

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