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JESÚS SE PREPARA PARA SU MISIÓN 1ª parte

JESÚS SE PREPARA PARA SU MISIÓN 1ª parte

Faro de Luz 1202

En un determinado momento, Jesús dejó su trabajo de artesano, abandonó a su familia y se alejó de Nazaret. No buscó una nueva ocupación. No se acercó a ningún maestro acreditado para estudiar la Torá o conocer mejor las tradiciones judías. No marchó hasta las orillas del mar Muerto para ser admitido en la comunidad de Qumrán. Tampoco se dirigió a Jerusalén para conocer de cerca el lugar santo donde se ofrecían sacrificios al Dios de Israel. Se alejó de toda tierra habitada y se adentró en el desierto, para vivir un período de búsqueda, para después, encontrarse con el Bautista.
El desierto le recordó a Jesús el lugar en el que padeció el pueblo, para nacer como un pueblo nuevo tomado de la mano de Dios que los dirigió con su ley grabada en piedra, y es el lugar al que hay que volver en épocas de crisis para comenzar de nuevo la historia rota por la infidelidad a Dios y a sus normas. En el desierto, lejos de todo, no llegaban las órdenes de Roma ni el bullicio del templo; no se escuchaban los discursos de los maestros de la ley. En cambio, se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad. Dice el profeta Isaías, en Is 40,3 y 5a; “Preparen al Señor un camino en el desierto, tracen para nuestro Dios una calzada recta en la región estéril. Entonces mostrará el Señor su Gloria” El desierto es pues, el mejor lugar para “abrir camino” a Dios y dejarle entrar en el corazón, porque allí es donde se revelará su gloria”.
Al desierto se habían retirado hacia el año 150 a. C. los “monjes” disidentes de Qumrán; hacia allí conducían a sus seguidores los profetas populares; allí gritaba el Bautista su mensaje. También Jesús marcha al desierto. Ansía escuchar a ese Dios que en el desierto “habla al corazón” como dice Os 2,16. Y esa es imagen de lo que, en algún momento de nuestra vida, debemos alejarnos de todo, para estar en intimidad con Dios.
Todo lleva a pensar que Jesús buscaba presentar a Dios como “fuerza de salvación” para su pueblo, pues el sufre al ver el sufrimiento de la gente, la brutalidad de los romanos, la opresión que ahoga a los campesinos, la crisis religiosa de su pueblo y la corrupción de la Alianza que el pueblo había hecho con Dios.
Por eso, después comunicó Jesús su confianza total en Dios, que está cerca para poner, con su reinado, justicia y salvación.
Jesús no tenía un proyecto propio cuando se encontró con el Bautista. Pronto quedó seducido por ese profeta del desierto y al escuchar su llamada a la conversión se hizo bautizar por él en las aguas del río Jordán. Marcos, el evangelista más antiguo, afirma: Jesús “fue bautizado por Juan en el Jordán”, pero inmediatamente añade que, al salir de las aguas, Jesús tuvo una experiencia extraña: vio que el Espíritu de Dios descendía sobre él “como una paloma”, y escuchó una voz que desde el cielo le decía: “Tú eres mi hijo amado”. De esta manera, todos podían entender que, a pesar de haberse dejado bautizar por Juan, Jesús era en realidad aquel personaje “más fuerte” del que hablaba el Bautista; el que iba a venir después de él a “bautizar con espíritu” Mr 1,9-11. Mateo, el otro evangelista que presenta esta escena, da un paso más. Cuando Jesús se acerca a ser bautizado, el Bautista trata de apartarlo con estas palabras: “Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”. Jesús le responde: “Conviene que cumplamos toda justicia” Mt 3,14-15. Así pues, ha de quedar claro que Jesús no necesita ser bautizado.
Mateo relata la preparación de Jesús antes de su manifestación pública. Esta preparación se desarrolla en lugares cargados de gran significado salvífico en la historia del pueblo de Israel: el río Jordán, puerta de entrada en la tierra prometida como narra Jos 3,8, y el desierto, lugar de pruebas y purificación del pueblo, según leemos en Dt 8,2. En esos escenarios tiene lugar la inauguración del Reino de Dios con la llegada del Mesías, anunciada y reconocida por Juan el Bautista, el último de los profetas.
Lucas no hace ningún retoque, pues, aunque menciona el bautismo de Jesús, suprime la intervención del Bautista, que está ya encarcelado por Antipas. En ese evangelio, Jesús ocupa toda la escena: mientras está orando, vive la experiencia sugerida por Marcos y dice: “Todo el pueblo se bautizaba y también Jesús se bautizó; y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se oyó una voz del cielo: Tú eres mi hijo querido, mi predilecto.” Lc 3,21-22
El evangelio de San Juan, Jn 1,29-30.33-34, ni siquiera narra el bautismo; ahí, Juan no es el bautizador de Jesús, sino el testigo que lo declara como “cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y que viene a “bautizar con el Espíritu Santo”.
A Jesús le cautivó la idea de crear un “pueblo renovado”, para comenzar de nuevo la historia, acogiendo la intervención salvadora de Dios. Para Jesús Juan el Bautista era “más que un profeta” como dice en Lc 7,26 y en Mt 11,9. Incluso lo llama “el mayor entre los nacidos de mujer.” De nadie más habló en términos parecidos.
Para Jesús, su bautismo significó un giro total en su vida. Su decisión de hacerse bautizar por Juan deja entrever su búsqueda, pues aceptar el “bautismo de Juan”, significó que compartía su esperanza y la visión sobre la situación de Israel: “que el pueblo necesitaba una conversión radical para recibir el perdón de Dios”. Y aquel joven artesano de Galilea no regresó a Nazaret y se dedicó por completo a su misión, la cual venía perfilando desde su permanencia en el desierto. Pronto todos conocerían su presentación salvadora que básicamente era: Israel será restaurado, la Alianza quedará renovada y la gente podrá disfrutar de una vida más digna.
Esta esperanza, será su objetivo principal será hacerla realidad sobre todo entre los más desdichados. Por eso se dedicará a llamar al pueblo para acoger a Dios, despertar la esperanza en los corazones, trabajar por la restauración de Israel y buscar una convivencia más justa y más fiel a la Alianza con Dios.
Pero, para saber por qué Jesús fue impactado por Juan y su labor de predicador que llamaba al arrepentimiento y la reconciliación con Dios, debemos conocer más de lo que a simple vista dicen los Evangelios de Él.
Juan era de familia sacerdotal, su padre era un sacerdote llamado Zacarías, Lc 1,5. Su rudo lenguaje y las imágenes que emplea reflejan el ambiente campesino de la aldea de donde provenía. Este es el único dato que puede ser aceptado como histórico del material que aporta el relato de la infancia de Juan en Lc 1, y quiero resaltar lo que menciona sobre lo que el ángel del Señor le dice, en los versos 16 y 17, a Zacarías, su padre: “Hará que muchos de la nación de Israel se vuelvan al Señor su Dios. Este Juan irá delante del Señor, con el espíritu y el poder del profeta Elías, para reconciliar a los padres con los hijos y para que los rebeldes aprendan a obedecer. De este modo preparará al pueblo para recibir al Señor.”
Sin embargo, Juan rompió con el templo y con todo el sistema de ritos de purificación y perdón vinculados a él. No sabemos qué le movió a abandonar su quehacer sacerdotal, pero si es seguro que su comportamiento era el de un hombre movido por el Espíritu de Dios. No se apoyó en ningún maestro, no citó explícitamente las Escrituras sagradas, no invocó autoridad alguna para legitimar su actuación, abandonó la tierra sagrada de Israel y marchó al desierto a prepararse espiritualmente, para luego, pregonar su mensaje.
Juan conocía la crisis profunda en que se encontraba el pueblo y se concentró en la raíz: el pecado y la rebeldía de Israel. Su diagnóstico era preciso: el pueblo elegido por Dios había llegado a su fracaso provocado por la crisis que vivía y que era el resultado de una larga cadena de pecados. Juan hacía ver que, Dios estaba igual que los leñadores que dejan al descubierto las raíces de un árbol antes de dar los golpes decisivos para derribarlo. Decía, como narran: Lc 3,9 y Mt 3,10: “Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. Con esto, hacía ver que era inútil que quisieran escapar de la “ira de Dios”, que ya no se podía recurrir a los cauces tradicionales para reanudar la historia de salvación, que de nada serviría ofrecer sacrificios de expiación y que el pueblo se precipitaba a su fin. Por ello, actuaba como dijo el profeta Isaías en 40,3: “Una voz clama: Preparen al Señor un camino en el desierto, tracen para nuestro Dios una calzada recta en la región estéril.”
Decía el Bautista que el mal lo había corrompido todo. No solo los individuos estaban contaminados, todo Israel debía confesar su pecado y convertirse radicalmente a Dios si no quería perderse sin remedio. Hasta el templo estaba corrompido; ya no era un lugar santo; no servía, por lo tanto, para perdonar o eliminar la maldad del pueblo; y serían inútiles los sacrificios de expiación o perdón que allí se celebraban; por ello, más adelante, como anotan los tres evangelios sinópticos, Jesús dirá: “En las Escrituras se dice: ‘Mi casa será declarada casa de oración’, pero ustedes están haciendo de ella una cueva de ladrones”. El bautista decía que se requería un rito nuevo de purificación radical, no ligado al culto del templo, porque la maldad alcanzaba incluso a la tierra en que vivía Israel, por lo que también ella necesitaba ser purificada y habitada por un pueblo renovado; había que marchar al desierto, fuera de la tierra prometida, para entrar de nuevo en ella como un pueblo convertido y perdonado por Dios, porque la Alianza estaba rota, la había anulado el pecado de Israel. Por lo tanto era inútil pretender ser el pueblo elegido por Dios y sentirse “hijos de Abrahám”. Como leemos en Lc 3,8 y Mat 3,8, decía: “Pórtense de tal modo que se vea claramente que se han vuelto al Señor, y no vayan a decir entre ustedes: ‘¡Nosotros somos descendientes de Abraham!’; porque les aseguro que incluso a estas piedras Dios puede convertirlas en descendientes de Abraham.”
Israel estaba prácticamente al mismo nivel que los pueblos paganos, por lo que no podía acogerse a su historia pasada con Dios. El pueblo necesitaba una purificación total para restablecer la Alianza y el “bautismo” que ofrecía Juan era precisamente el nuevo rito de conversión y perdón radical que necesitaba Israel: “el comienzo de una alianza nueva para ese pueblo perdido.” Y Jesús quedó impactado por esta visión grandiosa. Este hombre ponía a Dios en el centro y en el horizonte de toda búsqueda de salvación. El templo, los sacrificios, las interpretaciones de la Ley, la pertenencia misma al pueblo escogido: todo ello había llegado tener poca importancia por lo que, solo una cosa era indiscutible y urgente: volverse a Dios y acoger su perdón.
Juan no pretendía hundir al pueblo en la desesperación, al contrario, invitaba a todos a marchar al desierto para vivir una conversión radical, ser purificados en las aguas del Jordán y una vez recibido el perdón, ingresar de nuevo en la tierra prometida para favorecer la pronta llegada de Dios.
Dando ejemplo, fue el primero en marchar al desierto. Había dejado su aldea para dirigirse hacia una región deshabitada del valle oriental del Jordán. El lugar queda, a la entrada de la tierra prometida, pero fuera de ella. Juan bautizaba al este del Jordán, en el territorio de Perea, que estaba bajo la jurisdicción de Antipas. Esto explica por qué pudo encarcelarlo y ejecutarlo en la fortaleza de Maqueronte, al sur de Perea, cuando en Judea gobernaba Poncio Pilato.
Juan había escogido cuidadosamente el lugar. Por una parte, se encontraba junto al río Jordán, donde había agua abundante para realizar el rito del “bautismo”. Además, por aquella zona pasaba una importante vía comercial que iba desde Jerusalén a las regiones situadas al este del Jordán y por donde transitaba mucha gente a la que Juan podía transmitir su mensaje. Pero hay otra razón más profunda, el Bautista podía haber encontrado agua más abundante a orillas del lago de Genesaret, se podía haber puesto en contacto con más gente en la ciudad de Jericó o en la misma Jerusalén, donde había pequeños estanques, tanto públicos como privados, para realizar cómodamente el rito bautismal; pero el “desierto” escogido se encontraba frente a Jericó, en el lugar preciso en que, según se lee en Jos 4,13-19, el pueblo conducido por Josué había cruzado el río Jordán para entrar en la tierra prometida. La elección de ese sitio, por tanto, fue intencionada.
Mr 1,6 indica que Juan vivió allí como un “hombre del desierto”. Llevaba como vestido un manto tejido con pelo de camello con un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Esta forma de vestir y alimentarse no se debía a su deseo de vivir una vida austera y penitente; indica, más bien, el estilo de vida de un hombre que quiere recordar al pueblo la vida de Israel en el desierto antes de su ingreso en la tierra que Dios les iba a dar en heredad. Y esto indica que la estancia de Juan en el desierto era más de carácter simbólico de una “vida fuera de la tierra prometida” que el tono riguroso de un penitente.
Juan colocó al pueblo de nuevo “en el desierto”, a las puertas de la tierra prometida, pero fuera de ella. La nueva liberación de Israel se tenía que iniciar allí donde había comenzado. El Bautista llamaba a la gente a situarse simbólicamente en el punto de partida, antes de cruzar el río. Lo mismo que la “primera generación del desierto”, el pueblo nuevamente debía: escuchar a Dios, purificarse en las aguas del Jordán y entrar renovado en el país de la paz y la salvación.
En este escenario, Juan aparece como el profeta que llama a la conversión y ofrece el bautismo para el perdón de los pecados. Los evangelistas recurren a dos textos de la tradición bíblica para presentar su figura. No sabemos si el mismo Juan utilizó el texto de Is 40,3 para presentarse ante el pueblo como la “voz que grita: Preparen al Señor un camino, en el desierto tracen para nuestro Dios una calzada recta en la región estéril.» Este texto es mencionado por todos los evangelistas al hablar de Juan: Mr 1,3; Lc 3,4 ; Mt 3,3 y Jn 1,23. Esa era su tarea: ayudar al pueblo a prepararle el camino a Dios, que ya llega. Dicho de otra manera, es “el mensajero” que de nuevo guía a Israel por el desierto y lo vuelve a introducir en la tierra prometida.
Cuando llega Juan a la región desértica del Jordán, están muy difundidos por todo el Oriente los baños sagrados y las purificaciones con agua. Muchos pueblos han atribuido al agua un significado simbólico de carácter sagrado, pues el agua lava, purifica, refresca y da vida. También el pueblo judío acudía a los lavatorios y los baños para obtener la purificación ante Dios. Era uno de los medios más expresivos de renovación religiosa. Cuando más hundidos se encontraban en su pecado y su desgracia, más añoraban una purificación que los limpiara de toda maldad. Se recordaban de la promesa hecha por Dios al profeta Ezequiel, hacia el año 587 a. C.: “Los sacaré de las naciones, los reuniré de entre los pueblos y los traeré de vuelta a su tierra. Los rociaré con un agua pura y quedarán purificados; los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus inmundos ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según mis mandamientos, que observen mis leyes y que las pongan en práctica.” Ez 36,24-27.
Juan proclamaba crear un “pueblo renovado”, para comenzar de nuevo la historia, aceptando la intervención salvadora de Dios. Predicaba sobre la crisis profunda en que se encontraba el pueblo y centraba su llamado en la conversión para sanar desde la raíz el pecado y la rebeldía del pueblo. Hoy ese llamado a la conversión es para nosotros para que dejemos el pecado y la rebeldía en contra de Dios, de sus normas, mandamientos y enseñanzas. Recuerda, “conversión” es “Volverse a Dios” dejando atrás el pecado.
Con humildad reconozcamos nuestra necesidad de cambio y volvámonos a Dios pidiéndole perdón por nuestros pecados; y como manifestación de nuestro deseo de cambio radical de nuestra mala conducta, y de una plena conversión, acudamos al Sacramento de la Reconciliación o Confesión.
Aprovecha este tiempo de cuaresma y acude a confesarte.

 

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