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CAMBIA TU CORAZÓN Y VUÉLVETE A DIOS

CAMBIA TU CORAZÓN Y VUÉLVETE A DIOS

 

Jesús confiaba totalmente en la fuerza salvadora de Dios, pero observaba los obstáculos y resistencias que encontraba su palabra pues no todos se abrían a Dios. ¿Fracasaría su proyecto? Jesús quería explicar cómo veía él las cosas con la parábola de un sembrador, algo que se conocía bien en Galilea. Aunque el relato comienza hablando de un sembrador, el centro de la parábola no es el sembrador, sino lo que sucede con la siembra. Dijo: “Oigan esto: Un sembrador salió a sembrar. Y al sembrar, una parte de la semilla cayó en el camino, y llegaron las aves y se la comieron. Otra parte cayó entre las piedras, donde no había mucha tierra; esa semilla brotó pronto, porque la tierra no era muy honda; pero el sol, al salir, la quemó, y como no tenía raíz, se secó. Otra parte de la semilla cayó entre espinos, y los espinos crecieron y la ahogaron, de modo que la semilla no dio grano. Pero otra parte cayó en buena tierra, y creció, dando una buena cosecha; algunas espigas dieron treinta granos por semilla, otras sesenta granos, y otras cien.”

Esa parábola está en Mr 4,3b-8; Mt 13,3b-8; Lc 8,5-8a y en el Evangelio [apócrifo] de Tomás 9.

Los que le escuchan sabían lo que es sembrar y lo que es vivir pendientes de la futura cosecha. El relato cuenta con detalle lo que sucede con la siembra. Una parte de la semilla cae a lo largo del camino que bordea el terreno; no es buena tierra y la semilla ni germina: llegan los pájaros y se la comen al instante. El trabajo del sembrador en ese momento parece un fracaso. Otra parte cae en una zona pedregosa, cubierta por algo de tierra. La semilla llegó a dar un pequeño brote, pero al no poder echar raíz, el sol la seca. También aquí el trabajo del sembrador fracasa. Otra parte cae entre cardos y puede germinar y crecer, pero no llega a dar fruto pues los cardos la ahogan.

Pero Jesús continuó su relato. A pesar de tanto fracaso, la mayor parte de la semilla cae en tierra buena. La planta crece, se desarrolla y da fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno. A pesar de los fracasos, el sembrador puede disfrutar de una buena cosecha. La gente empezó a “entender”. Con el reino de Dios sucede algo semejante y Jesús estaba actuando como los campesinos. Al sembrar, parte de la siembra se echará a perder, pero eso no lo desalienta, lo importante es la cosecha final. No faltarán obstáculos y resistencias, pero la fuerza de Dios dará su fruto. Jesús estaba sembrando, pero nunca invitó a la gente a hacer penitencia o a practicar ritos. Nadie le oyó hablar de hacer ayuno porque no es eso lo que está esperando Dios que aguarda a todos con los brazos abiertos. Su llamado va más allá de esa penitencia convencional. Tampoco llamó a volver a la ley.

En el judaísmo contemporáneo de Jesús se hablaba de “volver al Dios de la Ley”. Lo leemos en los escritos de Qumrán en donde dice que se debe: “abandonar el camino de corrupción y volver a la Ley de Moisés”; el libro de los Jubileos indica que se debe “salir de la impureza y observar los mandatos del Dios altísimo”; y en la oración de las Dieciocho bendiciones se clama: “haz que volvamos a tu ley”; pero Jesús abandonó ese lenguaje, Él habló de “entrar en el reino de Dios”, es decir, dejar entrar en el  corazón a Dios para que reine sobre cada uno, así como respetar y cumplir Su voluntad, y no se dirigió solo a los pecadores, para que vuelvan a la obediencia y se unan a los justos y obedientes; también llamó a los justos. Nosotros también somos llamados por Jesús, no porque seamos santos o los mejores, sino para hacernos mejores personas, para ser transformados por él, para hacer de nosotros personas nuevas. Pero debemos dejar el pecado y volvernos a Él, que es lo que significa convertirnos.  Eso significa que todos debemos cambiar y volvernos a Dios para “entrar” en el reino de Dios, y hacerlo, no en actitud penitencial, sino movidos por la alegría y la sorpresa del amor de Dios actuar según las enseñanzas de Jesús que murió para darnos libertad, para perdonar nuestros pecados. Jesús espera que nos comportemos como Él, con amor, paz y gozo; sabiendo que contamos con su ayuda y dirección.

Con Jesús, el reino de Dios estaba llegando, no había que esperar, se debía responder a su llamado y seguir su enseñanza para vivir en el reino de Dios y disfrutar de lo que tiene para cada uno. El llamado de Jesús sigue siendo actual y nadie debe quedar fuera, por lo que también nosotros, debemos ahora mismo, actuar y volvernos a Dios.

Jesús no llamó a la penitencia de todo Israel, como hizo Juan Bautista, tampoco llamó a un grupo selecto, porque a todos les debe llegar la Buena Noticia. Todos estamos invitados a creer y entrar en el reino de Dios. Ahí no encontraremos un nuevo código de leyes para regular nuestra vida, sino un horizonte nuevo y el impulso para que vivamos transformando el mundo según la voluntad de Dios, que podemos conocerla solamente por medio de las Sagradas Escrituras, por lo que debemos leerlas y estudiarlas.

Pero lo indiscutible es que debemos llevar a cabo una transformación radical, esto significa que debemos dejar todo lo que va contra la enseñanza de la Biblia, puesto que en el reino de Dios solo se puede entrar con un “corazón nuevo”, dispuesto a obedecer a Dios desde lo más hondo, pues Él busca “reinar” en lo más íntimo de las personas, en ese núcleo interior donde se decide la manera de sentir, de pensar y de comportarse. Jesús tenía claro, que, en la mentalidad semita, el “corazón” no es la sede del amor y la Vida afectiva, el corazón es más bien el nivel más profundo de la persona, la fuente de la percepción, el pensamiento, las emociones y el comportamiento. Ahí “se decide” su Vida entera, y Jesús sabía que nunca nacería un mundo más humano si no cambiaba el corazón de las personas. En ninguna parte se construirá la vida tal como Dios la quiere si las personas no cambiamos desde dentro, porque, como dijo Jesús con imágenes claras y penetrantes: “No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno… No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian racimos de uvas”. “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, de su mal corazón saca lo malo.” Lc 6,43-45. Este tipo de dichos eran conocidos en la sabiduría proverbial de la época, pero Jesús los acuñó a su manera. El contraste entre los espinos y los higos y entre las zarzas y las uvas es del inconfundible estilo de Jesús, que quería y quiere tocar el corazón de las personas para que el reino de Dios cambie a todos desde el corazón.

El pueblo Judio recordaba la promesa de Dios que el profeta Ezequiel había pronunciado entre los desterrados de Babilonia, poco después de la destrucción de Jerusalén en el 586 a C. en la que le asegura un porvenir mejor. Ésta se encuentra en Ez 36,26 y dice: “Yo pondré en ustedes un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Quitaré de ustedes ese corazón duro como la piedra y les pondré un corazón dócil. Esto significa que solo quienes tienen corazón nuevo harán un mundo nuevo. No podemos pretender que el mundo cambiará si los hombres permanecemos haciendo nuestra voluntad, si nos mantenemos desobedientes a Dios.

De igual manera recordaban lo que el Señor dijo por medio del profeta Jeremías Circuncídense para consagrarse al Señor, quiten el prepucio de su corazón, habitantes de Judá y de Jerusalén, no sea que estalle mi ira como fuego, y arda sin que nadie pueda apagarla, por la maldad de sus acciones.” Jer 4,4. Recordemos que, en Israel, la circuncisión era señal de la alianza con Dios y nada significa si no se cumple con la fidelidad interior a la que el profeta se refiere cuando dice circuncisión del corazón.

Lo que Jesús pide es que nos “hagamos como niños”.  Los “niños” son una metáfora universal para hablar de confianza en los padres, de inocencia, de humildad, de sinceridad y de otras muchas cosas. Pero en la Galilea del tiempo de Jesús, ser niño equivalía a no ser nadie, porque los niños son criaturas débiles y necesitadas, dependientes totalmente de sus padres y, entre aquellas familias pobres de Galilea, aunque el niño era una bendición de Dios, era también una boca más que alimentar.

Jesús conocía bien a aquellos niños y niñas desnutridos que correteaban a su alrededor y entre sus seguidores, y es probablemente la base de la parábola de Jesús cuando dice en Lc 6,20-21: “Dichosos ustedes los pobres, pues de ustedes es el reino de Dios. “Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, pues quedarán satisfechos. “Dichosos ustedes los que ahora lloran, pues después reirán.” Y así mencionó lo que realmente cuenta ante Dios. Jesús deseaba dejar claro en la mente y en el corazón de las personas, que Dios es, sobre todo, de los que no tienen sitio en la sociedad, los desposeídos, los excluidos y los niños, que eran considerados como los últimos de la sociedad.

Entonces, el reino de Dios les pertenece principalmente a los niños, como a los mendigos, a los hambrientos y a los que sufren, sencillamente porque son los más débiles y necesitados. Por eso los acogió, los bendijo y los estrechó entre sus brazos haciéndoles saber y sentir que eran importantes para Dios y amados por Él. Como dijo en las bienaventuranzas que se encuentran en Lc 6,20-23.

Al acoger a los últimos, Jesús encarnó el reino de Dios anunciado por los profetas, como dice en 2Sa 7,16: Tu dinastía y tu reino estarán para siempre seguros bajo mi protección, y también que tu Su trono quedará establecido para siempre.”

Dios mismo había dicho por medio de los profetas: que el Hijo de David ocuparía el trono eternamente, como dice 1 Mac 2,57: David fue un hombre compasivo; por eso Dios le prometió que sus descendientes reinarían para siempre. que nacería de una virgen, como dice Is 7,14: “la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel; que nacería en Belén como leemos en Miq 5,1 Y tú, Belén Efratá,  pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales, que sufriría para expiar los pecados, como dice Is. 53,3-8: Los hombres lo despreciaban y lo rechazaban. Era un hombre lleno de dolor, acostumbrado al sufrimiento. Como a alguien que no merece ser visto, lo despreciamos, no lo tuvimos en cuenta. Y sin embargo él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros propios dolores. Nosotros pensamos que Dios lo había herido, que lo había castigado y humillado. Pero fue traspasado a causa de nuestra rebeldía, fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos la salud. Todos nosotros nos perdimos como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, pero el Señor cargó sobre él la maldad de todos nosotros. Fue maltratado, pero se sometió humildemente, y ni siquiera abrió la boca; lo llevaron como cordero al matadero, y él se quedó callado, sin abrir la boca, como una oveja cuando la trasquilan. Se lo llevaron injustamente, y no hubo quien lo defendiera; nadie se preocupó de su destino. Lo arrancaron de esta tierra, le dieron muerte por los pecados de mi pueblo. El Señor quiso oprimirlo con el sufrimiento. Y puesto que él se entregó en sacrificio por el pecado, tendrá larga vida y llegará a ver a sus descendientes; por medio de él tendrán éxito los planes del Señor.  Después de tanta aflicción verá la luz, y quedará satisfecho al saberlo; el justo siervo del Señor liberará a muchos, pues cargará con la maldad de ellos. Por eso Dios le dará un lugar entre los grandes, y con los poderosos participará del triunfo, porque se entregó a la muerte y fue contado entre los malvados, cuando en realidad cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores.

Los profetas también anunciaron que establecería el reino universal de justicia y de paz sobre la tierra, y después en los nuevos cielos y en la nueva tierra, como leemos en Sal 72,8-19: “¡Que domine de mar a mar, del río Éufrates al último rincón del mundo! ¡Que sus enemigos, que habitan en el desierto,se rindan humillados ante él! ¡Que le traigan regalos y tributos los reyes de Tarsis y de las islas, los reyes de Sabá y de Sebá! ¡Que todos los reyes se arrodillen ante él! ¡Que todas las naciones le sirvan! Pues él salvará al pobre que suplica y al necesitado que no tiene quien lo ayude. Tendrá compasión de los humildes y salvará la vida a los pobres. Los salvará de la opresión y la violencia, pues sus vidas le son de gran valor.  ¡Viva el rey! ¡Que le den el oro de Sabá! ¡Que siempre se pida a Dios por él! ¡Que sea siempre bendecido! ¡Que haya mucho trigo en el país y que abunde en la cumbre de los montes! ¡Que brote el grano como el Líbano y que haya tantas espigas como hierba en el campo! ¡Que el nombre del rey permanezca siempre; que su fama dure tanto como el sol! ¡Que todas las naciones del mundo reciban bendiciones por medio de él! ¡Que todas las naciones lo llamen feliz! Bendito sea Dios, Señor y Dios de Israel, el único que hace grandes cosas;  bendito sea por siempre su glorioso nombre. ¡Que toda la tierra se llene de su gloria!

Pero Jesús dió un paso más en su enseñanza al elogiar a los niños cuando dijo: “Les aseguro que el que no acepta el reino de Dios como un niño, no entrará en él.Mr 10,15. Y con esto Jesús anunció que el camino para entrar en el reino de Dios es hacerse como los niños, dejarse abrazar por Dios con alegría, pues ante Dios debemos ser diferentes a como somos usualmente los adultos, que con frecuencia buscamos poder, grandeza, honor o riquezas. Jesús al pedirnos a los adultos que nos “hagamos como niños” estaba sugiriendo algo más que un cambio de conducta, estaba pidiendo una personalidad nueva, como manifiesta en Jn 3,3 cuando le dijo a Nicodemo: En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.

Ahora bien, para cambiar y entrar al reino de Dios, debemos abrirnos a la acción de Dios y el primer paso es sentir arrepentimiento de nuestros pecados. Arrepentimiento significa “sentir pesar por haber hecho algo que ofendió a Dios, o haber dejado de hacer alguna cosa, también significa “cambiar de actitud con respecto a esa acción o conducta del pasado”. (Éx 13,17; Ge 38,12; Job 42,6), y también: “liberarse”. (Is 1,24)

Al decir que nos arrepentimos nos estaremos refiriendo a un cambio en nuestra manera de pensar, en nuestra actitud o nuestro propósito, a que “sentimos pesar” (Mt 21,30; 2Co 7,8) y rechazo de nuestro modo de proceder pasado (Ap 2,5; 3,3); y se destaca el sentimiento de pesar que experimentamos (Mt 21,30.)

Sabiendo que el pecado, definido como “el incumplimiento de los justos requisitos de Dios”, nos carga con la culpa por haber ofendido a Dios, se hace necesario el arrepentimiento en el sentido de proponernos no Volver a hacerlo. (1Jn 5,17.) Ese es el arrepentimiento que nos lleva a la conversion, a volvernos a Dios y dejar atrás el pecado. Y es un requisito antes de que nos reconcilemos con Dios por medio del Sacramento de la Reconciliación o Confesión.

Entre los que necesitan confesarse, pueden estar aquellos que ya han disfrutado de una relación con Dios, pero que se desviaron y sufren la pérdida de su gracia. (1Pe 2,25.)

En el caso de aquellos que se desviaron, el arrepentimiento los conduce a la restauración de su buena relación con Dios y a los consiguientes beneficios y bendiciones que les reporta esa relación. (Jer 15,19-21; St 4,8-10.)

Y para los que no han disfrutado con anterioridad de tal relación con Dios, el arrepentimiento es el paso principal y esencial para llegar a estar en una posición justa delante de Dios, con mira en su relación con Dios aquí y en la vida eterna. (Hch 11,18; 17,30; 20,21.)

El arrepentimiento puede ser tanto colectivo como individual. Por ejemplo: la predicación de Jonás movió a toda la ciudad de Nínive a arrepentirse, desde el rey hasta “el menor de ellos”, pues a los ojos de Dios todos habían participado en la maldad. (Jon 3,5-9; compárese con Jer 18,7, 8.) A instancias de Esdras, la entera congregación formada por los israelitas que regresaron del exilio reconoció su culpabilidad colectiva ante Dios y expresó arrepentimiento por medio de sus príncipes representantes. (Esd 10,7-14; compárese con 2Cr 29,1, 10; 30,1-15; 31,1, 2.) Asimismo, la congregación de Corinto se arrepintió de haber tolerado la presencia de alguien que practicaba graves males. (Compárese con 2Co 7,8-11; 1Co 5,1-5.) Incluso los profetas Jeremías y Daniel no se eximieron por completo de culpabilidad cuando confesaron los males que había cometido Judá y que resultaron en su caída. (Lam 3,40-42; Da 9,4.5.)

El verdadero arrepentimiento require reconocer lo malo de nuestro actuar, y aceptar como justas las normas y la voluntad divinas. Porque ignorar la voluntad de Dios, sus normas y Mandamientos, es una barrera para el arrepentimiento. (2Re 22,10.11.18.19; Jon 1,1.2; 4,11; Ro 10,2.3.) Por ello, Dios envió profetas y predicadores para que llamaran al arrepentimiento. (Jer 7,13; 25,4-6; Mr 1,14, 15; 6,12; Lc 24,27.)

Por medio de los profetas y discípulos de Jesús, Dios ha estado diciéndonos a todos que nos arrepintamos”. (Hch 17,22.23, 29-31; 13,38.39.) La Palabra de Dios es el medio para ‘persuadir’, para convencer que el camino de Dios es justo, de ahí la importancia de conocer la Biblia, estudiarla y meditarla. (Lc 16,30.31; 1Co 14,24.25; Heb 4,12.13.) El Sal 19,8 lo expresa de manera clara, dice: Las leyes del SEÑOR son justas, hacen feliz a la gente. Los mandamientos del SEÑOR son buenos, le muestran a la gente el camino correcto a seguir.

El rey David, reconoce que es pecador y que se alejó del Señor apela a su misericordia, y en el Sal 51,12 y 13 lo expresa cuando dice:“Hazme sentir el gozo de tu salvación; sosténme con tu espíritu generoso, para que yo enseñe a los rebeldes tus caminos y los pecadores se vuelvan a ti.” Esto es lo que todos debemos pedir, esperando su ayuda y su gracia para dejar el pecado y actuar según ordenó Jesús: “mostrar a todos la salvación por medio de su sacrificio en la cruz.”

Todos hemos pecado contra Dios (Sal 51,3.4; Jer 3,25.) y debemos entender y admitir que incluso las faltas en las que incurrimos por ignorancia o equivocación nos hacen culpables ante Dios, pues tenemos la obligación de conocer sus normas y mandamientos y si no lo hacemos pecamos por omisión. (Lv 5,17-19; Sal 51,5.6; 119,67; 1Ti 1,13-16.)

 

Por consiguiente, para que exista arrepentimiento, debemos tener un corazón receptivo que posibilite que la persona vea y escuche con entendimiento, lo cual significa no solo que captemos, sino que comprendamos el sentido del mensaje de Jesús y lo aceptemos en el corazón. Esto significa que reconocemos que Jesús murió en la cruz para liberarnos del castigo que merecíamos por haber pecado y que su sangre derramada nos limpió del pecado y nos protege del mal, por lo tanto reconocerlo como Señor y Salvador. Eso fué lo que dijeron Pablo y Silas al carcelero cuando les preguntó ¿Qué debo hacer para salvarme? Le respondieron: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa.» Hch 16,31

Haz tú lo mismo, confía en Jesús y en la salvación que te ofrece hoy. Reconócelo como tu Señor y tu Salvador y reconcíliate con Él confesándote con un sacerdote.

Que Dios te guíe y te bendiga.

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